Lo cierto es que la capacidad de decisión dentro de las senseries había avanzado hasta un punto en el que eran prácticamente una simulación de una segunda vida, teniendo una libertad prácticamente ilimitada para hacer lo que les diese la gana. Desde tirotear una guardería a saltar en un coche desde un precipicio o montarse orgías en los burdeles más exclusivos.
La gente usaba las senseries para dar rienda suelta a aquello que jamás harían en el mundo real, y a Kino aquello le daba escalofríos. Al fin y al cabo, para saber qué partes del cerebro estimular para recrear una sensación u otra, primero había que escanear a quien estuviese pasando por lo mismo. Por lo que, teniendo en cuenta lo retorcida que es la gente, no quería ni imaginarse las cosas que habría que haber hecho para recrear ciertas sensaciones. Sobre todo, cuando había violencia y sexo por medio.
Lo más paradójico de la opinión general acerca de las senseries era que, a pesar de que eran ellos mismos, los propios usuarios, los que decidían ignorar la trama para ir a satisfacer sus ambiciones más oscuras, luego se quejaban de que ya no había alternativas dentro de las senseries modernas y que eran repetitivas.
«Manda cojones».
Esas palabras pasaron por la cabeza de Kino mientras pensaba en estas cosas. Recordaba una antigua serie de videojuegos de la época de su juventud, los «Grand Theft Auto» (o GTA para la mayoría) fue una serie de juegos que existían desde antes de que naciera Kino, y que fueron revolucionarios y polémicos a partes iguales. Revolucionarios porque fueron los que introdujeron el concepto de «juego de mundo abierto», donde al jugador lo colocan en medio de un entorno ficticio tridimensional y le dan completa libertad para hacer lo que quiera (dentro de unos límites, obviamente), y polémico precisamente porque había libertad para hacer lo que cada uno quisiera. A medida que dichos juegos iban avanzando, cada vez se daban más posibilidades de hacer lo que te diera la gana: una selección interminable de vehículos con los que desplazarse por tierra, mar o aire; infinidad de actividades que practicar, desde bolos a golf (en uno de ellos incluso se puede invertir en la Bolsa, por favor); y la parte favorita de Kino, unos guiones y unos diálogos geniales, dignos de cualquier película de Michael Mann o Martin Scorsese. Sin embargo, lo que todo el mundo recordaba de haber jugado al GTA es robar un coche, buscar una puta, conducir hasta un sitio apartado, ver cómo el coche empieza a botar mientras se oyen los gemidos en el interior a la vez que el dinero del jugador desciende y su salud empieza a subir por encima del máximo, para, por último, cuando ha terminado y la trabajadora nocturna sale del coche para seguir con su jornada, atropellarla y luego robarle el dinero. En serio. Esto era lo que hacía la mayoría de la gente que jugó a algún GTA.
Pues lo mismo pasaba un poco con las senseries. Da igual las posibilidades de distintas narrativas que les pongas al alcance, lo cierto es que hay una cantidad increíble de gente que disfruta dando palizas a putas. Chocante es decir poco.
IX
Las puertas del vagón se abrieron, y el caos habitual tuvo lugar entre la gente que salía de él y los que esperaban en la estación de Chamartín. «Dos paradas más», pensó Kino.
Una anciana de aspecto medio roto entró en el vagón poco antes de que se cerraran las puertas apoyada en un bastón y lanzando miradas temerosas alrededor, como si cualquiera de los viajeros que viajaban absortos en las imágenes proyectadas en las palmas de sus manos la fuese a tirar en cualquier momento de un empujón. Instintivamente, Kino le cedió su sitio, con lo que la señora le lanzó la más dulce de todas las miradas de agradecimiento y se sentó con esfuerzo mientras le daba las gracias. Más bien, Kino se imaginó que le daba las gracias porque llevaba los cascos puestos y De La Soul no le dejaba escuchar.
Caminó unos pasos hasta una de las barras de hierro del vagón, que estaba desocupada, y allí apoyado sí que oyó algo por encima de la música. Miró por encima del hombro, intentando ubicar el origen de las estridentes y molestas risas que le habían sacado de su ensimismamiento, y sentados unos asientos más allá vio el foco del estruendo.
Eran un grupo de cuatro jóvenes bien parecidos de menos de veinticinco años, sentados dos frente a los otros dos. Bastante pijos, a juzgar por los ceñidos trajes de ejecutivo que llevaban. Tres chicos y una chica, y todos ellos hablaban a gritos y con una efusividad que provocaba confusión. Aunque aquello no parecía importarle demasiado a nadie más que a Kino y a quien no tuviese auriculares.
Kino se encontraba ante un dilema, subir más el volumen de la música y probablemente quedarse sordo o seguir escuchando a aquellos niñatos y lo que decían, algo que probablemente le diese un tumor cerebral.
La Castellana era la zona donde la gran mayoría de empresas grandes e importantes tenían sus sedes, el tipo de empresas cuyo presupuesto anual de marketing supera a la facturación total del noventa por ciento de empresas restantes a lo largo de toda su vida. Así que era la zona del país donde mayor demanda había de abogados. Y allí iban a parar casi todos al salir de la carrera, como aquellos cuatro, lo más seguro. Aunque no quisiera, a Kino le llegaban algunas palabras y frases sueltas, las suficientes para que se imaginase los temas de los que estaban hablando. Algunos de ellos ya habían terminado la Universidad, y contaban batallitas de asignaturas y profesores, pero la conversación en esos momentos se centraba en los másteres. Dos de los chicos y la chica discutían los pros y los contras de empezar con el segundo máster antes de terminar la carrera. Pero el cuarto, que aparentemente debía de ser el alfa, se jactaba de no solo haber terminado la carrera, sino también de su tercer máster, y cómo gracias a eso había entrado en prácticas (no remuneradas) en ACS.
Lo que molestaba a Kino era la importancia con que contaban aquellas cosas, como si fueran las primeras personas en descubrir la más plena felicidad y el sentido de la vida, en vez de ser ruedas de un engranaje. En aquellos momentos el alfa contaba cómo se había fundido su primer sueldo en una fiesta con putas y droga, pero con clase. Un local exclusivo con las chicas más caras. Faltaría más. La chica y uno de los otros dos chicos lo miraban impresionados y con claras intenciones sexuales, el otro chico no participaba mucho en la conversación. Debía avergonzarse de no haber terminado todavía su primer máster.
Pero Kino sabía fijarse en la gente, o eso intentaba si tenía la intención de convertirse algún día en un escritor de verdad. Y lo cierto es que aquellos jóvenes abogados no le engañaban, podía ver a través de sus sonrisas forzadas que pretendían esconder la duda que había en sus ojos. No es posible que alguien sienta tanto ímpetu por hacer algo que han hecho tantos miles de personas antes que tú y que van a hacer tantos miles de personas después. Lo rutinario no genera tanta felicidad y euforia.
A los ojos de Kino, aquello era intentar convencer a los demás y, por extensión, a uno mismo de que se han tomado las decisiones adecuadas. No solo había experimentado él mismo la misma sensación al terminar sus estudios, sino que veía el mismo proceso de negación y autoconvencimiento en cada nueva promoción de universitarios que se incorporaban al mundo laboral. Simplemente había que convencerse de que aquello valía la pena, de otra manera no tenía sentido haber renunciado a la juventud. ¿No?
«Plaza de Castilla». Ya solo faltaba una parada.
X
De la salida del metro a la sede tardó una canción y media, y en el camino se fue liando un cigarro. Cuando hubo terminado levantó la vista y se encontró con que sus pies le habían guiado automáticamente hasta dejarlo de frente con la imponente estructura que era la sede de Industrias Lázaro.
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