Los irreductibles I. Julio Rilo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Julio Rilo
Издательство: Bookwire
Серия: Los irreductibles
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418996733
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sino que, además, se rumorea que el Jefe ha recibido una llamada del Jefazo.

      Mierda. Aquello sí que eran palabras mayores. ¿Sería un farol?

      —Venga ya. No puede ser que se hayan molestado. Si no dije nada del Gobierno.

      —Pero no hace falta. Has hablado mal de su sistema de enseñanza. Y eso no puede ser. No puede ser, Kino, no puede ser —dijo Ronnie compungido y convencido a partes iguales.

      —Entonces, ¿qué va a pasar?

      —Pues, para empezar, que vas a escribir de cosas normales. Cosas que interesan y que la gente quiere leer. No mierda deprimente de esa con la que tanto disfrutas. —Kino se cruzó de brazos y puso los ojos en blanco—. Y luego, que se acabaron ya las tonterías de los Top 11. Una vez es gracioso, pero ya cansa. De verdad. Bueno, pues espero que esté todo bien.

      —Bueno, hay una cosa que podrías hacer por mí.

      —Claro, Kino, ¿de qué se trata?

      —Pues verás, estaba pensando que, si esta semana me pongo a tope, podría adelantar trabajo, y puede que termine el trabajo de toda la semana el miércoles. Y de ser así, pues podría adelantar el finde y no me haría falta venir aquí el jueves y el viernes.

      —¡Sí, claro! Después de la que has liado, te voy a dar un puente. No flipes tanto, que ya bastante es que te libras después de una llamada del Jefazo sin que te pase nada. Si lo tienes el miércoles, pues mejor, que así me lo envías y lo leo a ver si está todo bien.

      —¿Me vas a empezar a dar el visto bueno ahora?

      —Pues parece que me vas a obligar. Al menos durante un par de semanas quiero que me pases todos tus artículos antes de publicarlos.

      —¡Pero si se supone que tengo libertad para escribir de lo que quiera!

      —Sí, pero dentro de unos límites. Venga, Kino, que ya sabes cómo va esto, que no eres nuevo. A mí también me fastidia, pero no me dejas otra.

      —Otra más que ponerme en período de prueba, quieres decir.

      Ronnie se encogió de hombros y salió caminando hacia atrás del cubículo de Kino, dejándolo a él solo con su cabreo. Miró con rabia el artículo que estaba terminando. Iba por el octavo punto, y cinco de ellos hablaban de política. Después de aquella conversación y, de ser cierto, una llamada del Jefazo no podía arriesgarse. Puso un dedo sobre la tecla de borrar y lo dejó ahí encima mientras veía cómo las líneas que había escrito durante la última hora se iban borrando infinitamente más rápido de lo que habían ido apareciendo.

      Había ciertos temas de los que no se podía hablar. Y punto. Si no, uno se exponía a perder el puesto de trabajo, o incluso acabar en la cárcel si alguien ofendido se tomaba la molestia de pagar las tasas para denunciar. Pero había veces, como aquella, que había suerte y a uno lo avisaban antes de que los engranajes de la implacable Justicia se pusieran en marcha. El Jefazo, uno de los dos accionistas mayoritarios de 5 Minutos junto con Industrias Lázaro, no era más que un eufemismo para referirse al ministro del Interior, antiguo ministro de Educación. Así que ya estaba todo dicho.

      A Kino le reconcomía el alma que gentuza de ese tipo abusase de su poder de una forma tan flagrante, pero se negaba en rotundo a exponerse por una «causa justa» o «noble», cuando sabía que lo máximo que conseguiría sería un apoyo pasajero por parte de la gente que reaccionase a la campaña viral de otro periodista al que metían en la cárcel por escribir sobre lo que no debía. La gente solo iba a apoyarlo durante el tiempo que tardase en salir otra noticia que les llamase más la atención.

      Kino se volvió a poner los auriculares, pero la sangre le hervía demasiado como para seguir escuchando metal, por lo que decidió hacer una pausa («Se venden noticias, pero ¿quién las compra?»). Miró la hora y vio que era la una menos veinte, por lo que aún le daba tiempo a tomarse otro café antes de comer. Aunque ya tenía su cupo diario escrito (aún no lo había enviado a que Ronnie se lo revisara…), seguía queriendo avanzar y adelantar trabajo. Por lo que se quedaría escribiendo, probablemente hasta después de su hora, y comería tarde.

      Se levantó y fue caminando lentamente por las brillantes oficinas de 5 Minutos, llenas de baratos muebles de colores chillones iluminados por la claridad exterior que entraba a través de los enormes ventanales. Con unas ventanas tan grandes, había claridad incluso en el interior de los cubículos, donde un montón de postadolescentes de treinta años procrastinaban y se dedicaban a tirarse los tejos los unos a los otros durante toda su jornada laboral, creando un material periodístico digno del medio en el que trabajaban.

      Esquivó sin mucho esfuerzo a algunos de los compañeros que enseñaban a gritos a otros compañeros cualesquiera que fueran las fotos o vídeos que estaban viendo en sus HSB, y es que por lo general el resto de los redactores le hacían a él el mismo caso que este les hacía a ellos. Pasando por una sucesión de cubículos «adornados» de acorde con la personalidad de cada uno de los pseudointelectuales que le hacían a diario la corte a Ronnie, Kino llegó por fin a la terraza de la cafetería.

      La terraza era cerrada, como si de un invernadero se tratara, y es que fuera y más a la altura a la que se encontraban, hacía mucho frío. Muy pocos días hacía el calor suficiente como para abrir las ventanas y estar allí sentado a gusto. Estaba terminando el mes de septiembre, y Kino solo se había acatarrado cinco veces en lo que iba de año, lo que no estaba nada mal. Pasó de largo por las mesas donde había gente charlando más animadamente de lo que aquellas conversaciones merecían y se fue directo a la barra libre a prepararse un café.

      Llenó una taza con agua del grifo y lo metió en el microondas, después se dirigió hacia donde estaban los cuencos con el café molido, sin hacerle caso a los condimentos como cacao o canela. Dentro del café había distintas variedades donde elegir, y cada cuenco tenía una etiqueta que indicaba su nombre, cada cual más exótico y difícil de pronunciar que el anterior. Pero Kino tampoco hizo caso a los nombres, pues era de su conocimiento que les cambiaban las etiquetas de un día para otro, pero los cafés siempre eran los mismos. Se inclinó sobre los cuencos y pasó la nariz por encima hasta que dio con aquel cuya fragancia lo sedujo. Sacó la taza del microondas, cuya agua ya estaba hirviendo, y le echó tres cucharadas del café molido y removió para mezclar. Cuando ya estuvo bien revuelto le echó una pizca de leche. Y nada más.

      Kino recordaba las cafeteras de los bares de cuando era pequeño, y ver que cuando su padre pedía un café, solo con darle a un botón le salía un café solo o con la cantidad de leche que cada uno quisiera, con un ruido durante todo el proceso que al pequeño Joaquín le parecía el que debería de hacer una nave espacial despegando. Y luego quien quería le echaba azúcar o sacarina. Para un purista adicto al café como era Kino, aquel era un lujo que solo podía darse cuando iba a visitar a su madre a Galicia, que tenía en su casa una cafetera antigua.

      La nueva moda del café deconstruido lo ponía enfermo, pero era infinitamente mejor que la época en la que a todo el mundo le dio por beber aquella mierda grumosa a la que se atrevían a llamar café helado. Con el café deconstruido por lo menos tenía la oportunidad de prepararse un café decente. Soluble, sí, pero decente, sin importarle cómo a la gente diese por tomarse el café ahora.

      Mientras pensaba esto, el número 36 se le pasó por la mente como un ominoso recordatorio de que su juventud ya terminaba, sin importar lo que le dijeran en el banco. Entre eso y el pensamiento de «en mi época había café de verdad», Kino empezó a sentirse viejo, y al verse reflejado en el aluminio de la barra sobre la que se estaba preparando el café, pensó que las ojeras no ayudaban mucho, la verdad.

      —Pero ¿qué haces, bro?

      Ante esa pregunta, Kino se giró extrañado y con lo que se encontró de frente le hizo sentirse más viejo aún. Llevaba trabajando allí cuatro años, y aún no se sabía sus nombres, lo único es que parecía que acababan de salir del instituto, aunque alguno de ellos ya estaba empezando su tercer máster. Delante de él se encontró con lo que, a falta de recordar sus nombres, su cerebro solo pudo identificar como la