—Un café —respondió Kino con sequedad.
—¿Pero lo echas en el agua? —preguntó Júbilo tan asombrada que se levantó las gafas de sol rosas—. Qué asco…
—No tenéis ni idea, va de retro —intervino M. A.
—¿Cómo retro? —preguntó Júbilo todavía anonadada por ver a alguien tomarse un café en una taza.
—Es como tomaban antes el café —aclaró el Mr. T blanco—. Yo lo probé así una vez, y es una movida.
—¿Y a qué sabe? —preguntó con curiosidad Tintín.
—Pues a café. Pero más suave. No te entran ganas de toser.
Kino observaba la escena maravillado, pensando en la entropía, removiendo el café lentamente y dándole pequeños sorbos.
—Pero a ver —dijo Tintín—, si toses es que lo haces mal.
—O que no te gusta el café lo suficiente. Yo hace años que no me pongo a toser después de tomarme el café —dijo con orgullo Júbilo.
—¿Y por qué te lo tomas así? —le preguntó Tintín a Kino.
—Porque me gusta.
—¿Más que si te lo tomas normal?
Kino asintió lentamente mientras sonreía al oír la palabra «normal».
—Qué raro… —dijo Júbilo con una cara de excitación sexual que, a juicio de Kino, no se ajustaba demasiado bien al desarrollo de la situación.
—Yo ya sé lo que pretendes —dijo de pronto Tintín.
—¿Qué pretendo?
—Pues está claro. Vas de vaqueros, una sudadera negra, despeinado, y esa barba de una semana…Y encima tomando café como lo hacían nuestros abuelos. Tú vas de retro.
—Yo no voy de nada.
—Que no, dice —exclamó pedantemente Tintín—. Yo veo lo que tú pretendes. Quieres iniciar una moda. Quieres ir de viral, pero casi no tienes seguidores.
Después de decir esto, los tres personajes que sin saberlo parecían sacados de obras de ficción del siglo pasado empezaron a reírse con superioridad, pero Kino no se inmutó y siguió bebiendo su café a sorbos cortos. Cuando terminaron de reírse se creó un silencio, que la indiferencia manifiesta de Kino convirtió en incómodo. Entonces, y solo entonces, Kino habló:
—Pues tienes razón, me gustaría ser viral. Si por viral entendemos que te contagie alguna enfermedad que licue tus putas entrañas y te haga vomitarlas a base de ataques de tos.
Dicho esto, se incorporó y se fue caminando lentamente dejando a los tres chicos ofendidos por su grosería allí plantados, saboreando su café con leche. Lo del café deconstruido era algo que le parecía patético. Consistía en tomarse el café en seco. Te echas una cucharada de café en polvo en la boca, y luego se va sorbiendo de un pequeño sobre una leche muy condensada, para poder tragarlo. A quien le gusta el café con canela, cacao o virutas se lo echa también en la cucharada, y para dentro. Cappuccino instantáneo. Al parecer de Kino, aquella no solo era una manera de desperdiciar café, sino que también una forma innecesariamente desagradable de tomárselo.
Recordaba vagamente que, cuando era muy pequeño y descubrió YouTube, estaba de moda una cosa que se llamaba «el reto de la canela», que no consistía en otra cosa que tomarse una cucharada de canela en polvo a palo seco. Y aquellos vídeos eran tremendamente graciosos y paradójicos. Eran graciosos porque es imposible tomarse una cucharada de canela en polvo y no empezar a toser como si uno fuese a echar los pulmones, y la gente se grababa a sí mismos haciéndolo. Pero eran paradójicos porque, en su momento, había millones de vídeos de gente haciendo lo mismo, lo que al mismo tiempo significaba que había millones de personas que, de forma voluntaria, se habían expuesto a un ataque descontrolado de tos por ingesta de canela. Hermoso a su manera.
Kino había intentado racionalizarlo para sus adentros para aprender a vivir con la idea del café deconstruido, y lo intentaba ver como que las modas son algo cíclico. Las cucharas habían vuelto pegándolo fuerte, como el postmodernismo. Pero no podía, aquello ya le parecía demasiado. Pero si ser el raro era el precio que tenía que pagar por tomarse sus tres tazas de café matutinas como Dios manda, él lo pagaba gustoso. Y si la gente supiese lo que pasaría si no se las tomase, también se lo agradecería.
III
Cuando salió de la oficina, más que luz quedaba algo de claridad. El cielo gris dejaba pasar poca luz, y algunas gotas solitarias se dejaban caer con pereza para incordiar a los viandantes salpicándoles cuando caían sobre sus frentes o las coronillas. Kino dejó que las gotas le salpicasen, agradeciendo el frescor a pesar de que en la calle hacía bastante frío y le salía vapor de la nariz que asomaba por encima de su viejo chaquetón verde lleno de remiendos. Pero necesitaba el frío en aquellos momentos. El trabajo siempre le dejaba una sensación de embotamiento mental, y salía congestionado y cansado.
Toda la gente de la calle caminaba hacia el metro, mirando a los hologramas de las palmas de las manos o al suelo y amontonándose contra las paredes de los edificios, para que las terrazas les tapasen de las escasas gotas que caían esparcidas dejando marcas redondas en la acera. A Kino no le apetecía meterse en metro y embutirse como comida en conserva. Si cogía el metro tardaría algo más de una hora en llegar a casa, y si cogía el bus de hora y media no iba a bajar, pero en su mente no había lugar a duda. En el bus también iba a ir apretado con toda la gente, pero si iba en bus tendría oportunidad de mirar por la ventana, y aunque el paisaje urbano de Madrid era de todo menos bonito y relajante, era mejor que mirar por una ventana que da a un túnel negro. Además, todavía no era la hora punta de salida del trabajo, y no tenía que encontrarse con toda la marabunta de gente que se amontonaba en la red de transporte público a partir de las siete.
Apoyado contra la marquesina desde la parte exterior, Kino se liaba un cigarro mientras esperaba al bus, a sabiendas de que en cuanto lo encendiera aparecería y lo tendría que apagar. Así fue, y justo cuando Slash comenzaba a tocar Paradise city, el bus de la línea TP-34 llegó frenando suavemente hasta la parada con un suave zumbido eléctrico. Las puertas se abrieron, y Kino esperó a que la gente que se amontonaba delante acabara de pelearse por ver quién se quedaría con los «mejores sitios». Pasó su pulsera por delante del lector, que estaba situado donde antiguamente se sentaban los conductores, y no pasó nada. Volvió a pasar la pulsera y el resultado fue el mismo. Era imposible que en la cuenta no tuviese saldo suficiente como para un billete de bus, así que debía de ser problema de la máquina. Por tanto, optó por tomar la decisión más inteligente y le soltó un golpe seco al lector del bus, volvió a pasar la pulsera por delante y un billete salió de la ranura expendedora, lo que indicaba que la transacción ya se había hecho desde la aplicación del banco.
El bus arrancó lentamente y se incorporó al tráfico, y Kino se puso todo lo cómodo que le permitían los rígidos asientos de plástico del bus. Le esperaba un buen trecho hasta llegar a casa y darse una buena ducha, que era lo que más le apetecía en aquellos momentos. La música que no dejaba de sonar en sus auriculares era una ayuda para sobrellevar la espera del trayecto.
A medida que el bus iba avanzando, la lluvia empezó a aumentar la intensidad, y a través de los cristales surcados de agua se veía la estampa del ocaso gris de Madrid como si fuese una foto a la que le hubiesen aplicado un filtro sepia. Los edificios lisos, grises y llenos de amplias cristaleras de aspecto nuevo e inmaculado presentaban un notable contraste con la gente que caminaba ajetreada por las aceras, aceras iluminadas perpetuamente por señales luminosas de LED que reproducían anuncios personalizados dependiendo de quién pasara por delante del anuncio. Casi todas las vallas publicitarias se enlazaban automáticamente con las HSB de los viandantes, y emitían anuncios en los que ellos eran los protagonistas después