«—Señor Lázaro, estaba esperando tener una oportunidad para hablar con usted».
Y en aquel momento, recorriendo con la vista la página del buscador repleta de gente que se llamaba Mario, algo hizo clic en su mente.
«O como a él le gustaba que le llamasen, señor Silva».
Aquella frase no tenía sentido para él, pero le parecía que la recordaba de algo. Como de un sueño lejano. Sin embargo, desde aquel momento le invadió la certeza de que aquel era el apellido unido al nombre de la némesis infantil de Ricardo. Sí, estaba seguro de aquello. Aunque le era imposible el recordar por qué. El embotamiento de su mente desapareció al instante, y estaba igual de despierto como si en vez de haberse fumado tres porros se hubiese bebido tres cafés. No obstante, introdujo con mucha tranquilidad el nombre completo en el buscador: «Mario Iglesias».
Nuevamente volvieron a aparecer multitud de perfiles de gente mucho más joven. De manera que esa vez sí que decidió acotar algo más la búsqueda, al menos al principio, y la redujo solamente a personas que viviesen en el distrito de Betanzos. Pero algo en su cabeza le decía que acababa de recordar algo importante y se sintió confiado, por lo que también introdujo un nuevo parámetro de búsqueda: la edad. Limitó la búsqueda a personas que hubiesen nacido antes de la década de los sesenta, llamados Mario Iglesias y que viviesen en la zona de Ortegal, como se llamaba la antigua comarca. Pero esta vez no solo buscó en redes sociales, sino que amplió su búsqueda a toda la red. Y, curiosamente, en menos de diez minutos encontró, por fin, lo que llevaba tanto tiempo buscando.
La búsqueda le llevó a descubrir que, a mediados de la primera década del s. XXI, un tal Mario Iglesias se había unido a un recién creado partido político. Dicho partido se había erigido en su momento como alternativa al bipartidismo que se repartía el Gobierno del país, pero las excentricidades de su variopinto grupo de miembros no tardaron mucho en hacer mella en sus resultados electorales, y una década después de su fundación aquel partido que prometía ser un faro hacia el futuro quedó relegado a una simple broma como resultado del continuo ridículo que hacían sus representantes cada vez que les ponían un micrófono delante.
En las imágenes de archivo correspondientes a las elecciones municipales de 2007, fue donde Kino encontró por fin una cara que se le hacía muy familiar. No la veía desde que era un niño cabrón que disfrutaba tirándole piedras a las vacas, pero no había duda: era él. Mario Iglesias se había presentado a las elecciones de Betanzos en el 2007, y había sufrido una humillante derrota. Y no solo eso.
Parece que en las noticias de la época había muchos artículos de opinión que hablaban en tono de sátira y cachondeo de las inoportunas y continuas declaraciones públicas de la mujer del candidato. Unas declaraciones que siempre estaban fuera de lugar, y que usaba solamente para difundir rumores falsos e infundados de los adversarios de su marido.
Cuando por fin encontró un vídeo de aquella mujer, a Kino por poco se le sale el corazón por la boca. Allí, acusando de ser narcotraficantes a los otros candidatos a la alcaldía, despotricando a diestro y siniestro aparecía una mujer rubia y de ojos verdes. Una mujer que habría resultado guapa y distinguida de no ser por la expresión de perro de pelea que había en su rostro. Y Kino la reconoció al instante. Aquella no era otra que Cristina Teijeiro, la misma que según Jaime había intentado vivir de los paparazis y la misma con la que Ricardo parecía que había tenido una hija.
Pero aquel no fue el motivo del sobresalto de Kino. Al menos enteramente. Él estaba acostumbrado a verla en los recuerdos de Ricardo cuando aún no llegaba a la veintena, pero en aquellas imágenes había pasado ya de los cuarenta. Y por extraño que parezca, esto hizo que la reconociese por partida doble. Ya que aquella señora malhumorada, no solo le recordó al instante a la joven de los recuerdos de su padre, sino que también a otra señora de los recuerdos del propio Kino.
La última vez que había ido a Galicia a visitar a su madre, se la había cruzado por la calle antes de cruzarse con Santi. Una señora que iba vestida con sus mejores galas para ir a por el pan y con tanta laca en el pelo que parecía que llevaba un casco. Una anciana mujer que, a pesar de la edad, hubiese podido ser considerada como guapa de no ser por la expresión malhumorada que adornaba su rostro. La misma señora que le puso mala cara cuando Kino se la quedó mirando hasta que apartó la vista, incómodo.
Sin saberlo, ya se había cruzado con la amante de su padre.
VII
—¿Tú te leíste El Viejo y el Mar? —preguntó Ricardo. Kino le asintió con la cabeza mientras sonreía de lado—. Entonces entiendes de qué va esto.
—Más o menos.
Kino y el fantasma de su padre observaban la presentación de El Viejo y el Mar 2: La Venganza en la Casa del Libro de Gran Vía. La primera novela de Ricardo Lázaro, a juzgar por la presencia de multitud de medios de prensa que allí se presentaron, fue un libro que causó mucha expectación. Y ya aquel primer día, el furor con el que la gente se agolpaba para comprarlo fue un fiable indicador de que no tardaría mucho antes de encontrarse en las listas de «Más vendidos». Como efectivamente sucedería.
—¿Por qué escogiste El Viejo y el Mar? —preguntó Kino.
—Yo no lo escogí. Lo escogió Cristian Lepanto —puntualizó Ricardo alzando un dedo—. El protagonista de la novela.
—Está bien… ¿Por qué escoge Cristian Lepanto El Viejo y el Mar para escribir él la secuela?
—Verás, aparte de ser una novela que siempre me gustó mucho, y del comentario superficial sobre la arrogancia de los escritores primerizos que se piensan que van a reinventar la rueda, el motivo por el que escogí esta novela son los diálogos del protagonista. En mi novela el protagonista hace un viaje personal con un montón de paralelismos con la obra original. Por ejemplo, de la misma manera que el viejo se pasa la mayor parte del libro manteniendo un diálogo imaginario con el pez que está intentando pescar, mi protagonista lo hace con su novela inconclusa. Suplicándole que se termine sola de la misma manera que el viejo le suplica al pez que deje de luchar.
—Entiendo —respondió Kino.
—Está luchando contra la naturaleza, a la manera en que luchaban los autodenominados intelectuales. Llorando y clamando que el Universo está en su contra.
—¿Autodenominados intelectuales?
—Ajá. Yo siempre he sido de la firme creencia que hay palabras que te las tienen que decir otros. Guapo, listo, intelectual… Si te lo llaman otros, pues está bien, pero si uno lo dice de sí mismo… —El fantasma de Ricardo negó con la cabeza mientras fruncía los labios.
—¿Y cómo fue que te dio por dedicarte a las novelas? Aunque fuese por una vez.
—Pues ya ves. Cuando tu madre se quedó embarazada de Raúl decidí tomarme un pequeño «descanso» de mi trabajo, en simpatía con Teresa. A ella sí que le jodió tener que dejar de trabajar, pero tenías que verla. Incluso la semana antes de dar a luz se quedaba hasta la madrugada revisando los casos que en esos momentos llevaba su compañera Elisa. Y contigo, igual.
—Normal que saliéramos como salimos —bromeó Kino.
—Bueno, algo de culpa también tenéis vosotros —contestó el fantasma de Ricardo—. A raíz de quedarme en casa pues empecé a dedicarle tiempo a esta historia, que era un borrador de una idea que había tenido hace años, y que andaba rodando entre mis notas. Y bueno, el libro se fue escribiendo solo, como quien dice.
—Vaya —replicó Kino con amargura—. Qué suerte…
Después de su novela, Ricardo solamente haría dos películas más, ya que desde que nació Raúl se empezó a dedicar más a proyectos televisivos. El motivo de esto era que, al ser proyectos más estables y continuados en el tiempo, se podía permitir una jornada más tranquila e