—Bueno —dijo Ricardo aparentemente conforme con esa concesión, pero plenamente consciente del escaso valor de la promesa de un político incipiente. Levantó una mano e hizo un gesto como si estuviese encendiendo un mechero invisible. Sampere volvió a sacarse el mechero del bolsillo con una expresión agria en el rostro, y lo encendió ante Ricardo, quien se inclinó para prenderse el cigarro. Después de echar el humo de la primera calada dijo tranquilamente, como quien no quiere la cosa—: Ojo con el tesorero.
—¿Cómo?
—Ya me ha oído. Mucho ojito y manténgase alejado de él si sabe lo que le conviene. O le terminará salpicando la mierda.
—¿Sabe usted algo que…? —preguntó Sampere visiblemente confuso.
—Sí. Pero no importa el cómo ni el por qué. Usted hágame caso y se evitará muchos quebraderos de cabeza en el futuro. Créame.
Y sin más, Ricardo se dio media vuelta y partió en busca de un taxi, dejando allí plantado al futuro ministro del Interior, que no sabía qué pensar. Como Kino.
—Papá, ¿qué cojones acaba de pasar? ¿A qué se refería Sampere con eso que dijo del control poblacional? No entiendo nada.
El fantasma de su padre parecía que no fuese a soltar prenda. Seguía mirando la escena desarrollarse delante de él con una expresión seria y distante, como si aquello no fuese con él. Finalmente habló:
—Tú no pierdas detalle.
Kino sintió una extraña sensación en la sien. No era el dolor al que estaba acostumbrado y que servía de aviso de que las cosas no iban bien, era una sensación diferente. Y se preguntó si quizás Ricardo hubiese decidido dejar de reprimir recuerdos y estuviese empezando a mostrarle las cosas que realmente pasaban en su vida. O, mejor dicho, que habían pasado.
V
A Ricardo le fue imposible evitar las burlas de aquella especie en peligro de extinción que eran por aquellos días los punkis del Dos de Mayo. No importaba que conociese a la mayoría por sus nombres, él sabía que por ir en frac alguna broma le iba a caer, y las contestó con gracia antes de seguir en dirección a su portal.
Su expresión era seria mientras el ascensor subía lentamente hasta el último piso, y tenía un aire pensativo, mirando al suelo con las manos metidas en los bolsillos. Kino miró al fantasma de su padre, también pensativo. Aquel día parecía viejo, muy viejo. Casi tanto como los días antes de que muriese. A esas alturas, Kino ya había entendido que el aspecto que adquiría cada día el fantasma de su padre reflejaba su estado de ánimo. De manera que decidió prestar especial atención a lo que iba a pasar a continuación.
Ricardo abrió la puerta en silencio y se adentró en la vivienda a oscuras, caminando de puntillas por el pasillo de madera, que crujía levemente con cada paso que daba a pesar de que se había quitado los zapatos antes de entrar y los llevaba en una mano, colgando de dos dedos. De pronto, un ruido lo sobresaltó.
A través de las puertas de doble hoja abiertas de par en par, escuchó proveniente del interior del salón un sonoro ronquido. La luz de las farolas entraba por los ventanales, que tenían las cortinas descorridas, y la luz le daba un aire de penumbra naranja a la habitación e iluminaba directamente a Teresa enfundada en su pijama verde, que se había quedado dormida en su escritorio, rodeada de todo tipo de documentos de los innumerables casos que llevaba para «La Joya del Barrio».
Ricardo reprimió la risa cuando otro ronquido más fuerte incluso que el anterior salió de la nariz de Teresa. Se había acercado hasta su lado y se quedó allí mirándola dormir, pues la cara que ponía siempre que soñaba, con la boca semiabierta y profunda tranquilidad en su rostro, se le antojaba como la más adorable imagen en la que sus ojos se habían posado nunca. Pero decidió que no quería asustarla, en el caso de que ella despertase y se lo encontrase a él allí, observándola en la oscuridad.
Fue hasta el sofá a por la manta que los dos solían echarse por encima cuando se quedaban algún domingo en casa a ver una película, y se la echó por encima de los hombros a la Bella Durmiente. Durante un par de segundos se planteó el limpiarle el breve hilillo de baba que se le escurría desde la comisura de los labios, pero decidió que no. Aquello le daba un aspecto todavía más adorable. Al menos a ojos de Ricardo.
Volviendo a caminar de puntillas se dirigió hacia su habitación. Al abrir la puerta, lo primero en lo que se fijaron sus ojos fue en la cuna que había al lado de la cama de matrimonio. Del interior provenía una suave y rítmica respiración.
Ricardo sonrió y en dos rápidos y silenciosos movimientos se quitó la chaqueta y la pajarita, arrojándolos sin ningún cuidado encima de la cama. Se desabrochó un par de botones de la camisa mientras se acercaba a la cuna, y una vez allí se quedó mirando un buen rato al bebé que allí descansaba.
Durante los dos últimos años las cosas entre Teresa y él se habían arreglado bastante. Parecía que por fin habían encontrado el equilibrio cada uno para alternar sus vidas profesionales con lo personal. De manera que por fin se habían animado a crear una familia entre los dos, aunque seguían sin haberse casado. Y ni Ricardo ni Teresa hubieran sabido decir por qué. A los dos les apetecía casarse, la verdad, pero después de veinte años juntos cada vez les parecía una idea más ridícula. No es que fuesen unos niños enamorados, precisamente. Su amor ya había superado bastantes baches y pruebas, y les daba la impresión de que no tenían que demostrar nada.
De hecho, Teresa había arrojado ya la toalla en lo referente a tener hijos, y siempre fue capaz de mantener su instinto maternal a buen recaudo. Pero mientras empezaban a arreglar las cosas ella y Ricardo, su sorpresa fue mayúscula cuando, después de haberse quedado embarazada por accidente, su hombre le dio la razón después de que ella dijera que creía que aquella vez sí debían tenerlo. Y es que Ricardo lo decía de verdad, y eso era algo que ella no se esperaba. Por no hablar que en lo que duró el embarazo él se deshizo en atenciones, cuidados y cariños por ella. Algo que Teresa se esperaba aún menos.
Ricardo observaba al pequeño Raúl, que dormía apaciblemente en la cuna. Y Kino podía sentir como propias las intensas emociones de amor y cariño que sentía su padre en aquel momento. Mas su expresión era seria, y aquello lo confundía.
Y más lo confundió el hecho de que, de repente y sin previo aviso, las lágrimas empezaron a brotar de los ojos de Ricardo. Él seguía impasiblemente serio, apoyado en la cuna observando a su primogénito, pero la tristeza lo desbordaba por los ojos. Goterones cada vez más gordos se iban sucediendo en la pendiente de sus mejillas, creando un surco húmedo a cada lado de su cara, y Kino empezó a sentir un profundo desasosiego en su interior. No sabía si era fruto de que percibía las emociones dentro de los recuerdos de su padre o si se debía a que no le gustaba nada verlo allí llorando tan amargamente.
—¡Hey! —dijo un susurro detrás de Ricardo.
Este se giró y vio a Teresa apoyada en la puerta sonriéndole, con la manta todavía sobre los hombros. Ricardo le sonrió mientras se limpiaba las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano.
—Hola —respondió también susurrando.
—Estuve viendo la ceremonia. No hubo suerte, ¿no?
—Bueno, ganó Alejandro, algo sí que hubo. Me alegro por él.
—Oye —dijo Teresa reparando por primera vez en los ojos llorosos de Ricardo, pues la oscuridad de la habitación se lo había impedido hasta el momento—. ¿Qué te pasa?
Ricardo se incorporó, lanzando una última mirada a Raúl antes de girarse hacia ella. Sin decir nada le rodeó la cintura con un brazo, y con la mano restante le acarició las dos mejillas antes de que terminara apoyada con suavidad en su nuca. Después de mirarla a los ojos durante unos segundos, apoyó sus labios en los de ella, y los dos se quedaron así durante