Los irreductibles III. Julio Rilo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Julio Rilo
Издательство: Bookwire
Серия: Los irreductibles
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418996757
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y rosa, a juego con la camisa adornada con gemelos dorados que tenían el mismo grabado que el broche que sujetaba la corbata. Un broche que parecía un escudo de armas que Ricardo no reconoció.

      —Muchas gracias —dijo Ricardo inclinándose para encender el cigarro—. Muy amable.

      Ricardo se estaba girando dispuesto a irse, pero aquel individuo le agarró suavemente del brazo.

       —Señor Lázaro, estaba esperando tener una oportunidad para hablar con usted.

       —Lo siento, pero es que ya es un poco tarde y me estaba yendo para casa.

       —No tardaré mucho, se lo prometo. Me hubiese acercado durante la Ceremonia, pero tenía que atender a unos invitados americanos. Además, no me parecía lo suficientemente discreto.

       —Anda. ¿Necesita discreción para hablar conmigo? Lo siento, pero no tengo el placer de conocerle.

      —Eso tiene fácil solución —contestó el hombre con una sonrisa de vendedor profesional mientras le tendía la mano afablemente—. Marcelino Sampere. A su servicio.

      Kino sintió un nudo en el estómago y tragó saliva. Aquel individuo le había resultado familiar, pero no había caído en la cuenta hasta aquel instante en el pequeño detalle de que el Jefazo también había sido alguien joven.

       —Ricardo Lázaro. Aunque evidentemente usted ya me conocía. Y dígame, señor Sampere, ¿está usted con alguna productora?

       —Podría decirse así, pero de una manera muy general. Digamos que tenemos amigos en común.

      —Ya —dijo Ricardo mirándolo con desconfianza mientras le daba una calada al cigarrillo—. Es algo probable, ya que parece usted una persona muy amigable.

      —Bueno, es un rasgo que ambos compartimos —respondió Sampere henchido de orgullo—. Digamos que represento los intereses de nuestros… patrocinadores.

      Hubo algo en la forma en que Sampere dijo eso que hizo que Ricardo se pusiera muy serio súbitamente, y volvió a mirar a su interlocutor de arriba abajo, evaluándolo.

       —¿Y qué patrocinadores serían esos?

       —Vamos, señor Lázaro, usted ya sabe muy bien cómo funciona esto. No se supone que debamos decir quiénes son, nunca se sabe quién podría estar escuchando. Es como si no tuvieran nombre. Pero sí que les interesa recordarle que usted tiene un contrato pendiente. Y que ya ha pasado suficiente tiempo como para que empiece a considerar el comenzar a aportar su parte.

      Ahora Ricardo miraba con dureza a Sampere, y había estirado la espalda para alzarse en toda su estatura mientras fumaba exudando altanería por los poros, pero sin llegar a echarle el humo a la cara. Tampoco hacía falta. Su forma de mirar era más que elocuente.

       —¿A qué se dedica usted, señor Sampere?

       —¿Yo? Bueno… un poco de todo. Me gusta considerarme como un emprendedor.

      —Ya… —repitió Ricardo mirando una vez más la ostentosa indumentaria de quien tenía delante—. Lo decía porque va vestido como un agente inmobiliario.

      La expresión de Sampere se crispó durante un instante, pero en menos de un segundo ya había recuperado la sonrisa de vendedor y se reía como si lo que Ricardo acababa de decir hubiese sido el mejor chiste de la Historia.

       —Qué cosas tiene, señor Lázaro, qué cosas tiene. Aunque no creo yo que en España haya muchos agentes inmobiliarios de mi talla. Pero no, no me dedico a ese sector. Al menos profesionalmente, porque invertir en suelo siempre es la mejor opción de futuro, ¿no le parece?

       —¿A día de hoy? Solo si se apuesta en contra de la Burbuja Inmobiliaria.

      —¿Burbuja? Por favor, señor Lázaro —respondió Sampere apartando el comentario de Ricardo con una mano, mientras reía con suficiencia—. Eso son fantasías. No se crea las mentiras de los derrotistas, alarmistas y demás falsos profetas. De ser por ellos, jamás habríamos entrado en la Unión Europea. Pero bueno, a lo que íbamos, que nos desviamos del tema. Parece que nuestros patrocinadores tienen una gran fe depositada en usted, señor Lázaro. ¿Puedo hacerle una pregunta?

      —Por favor —dijo Ricardo sin ganas y con poca convicción.

       —¿Qué es lo que les ha prometido?

      —¿No se lo han dicho? —preguntó Ricardo con sorna.

      —No. La verdad es que no. Simplemente me dijeron que ya se habían dedicado a sentar las bases. ¿Cómo fue exactamente…? Ah, sí. Controlar las variables —remató Sampere encogiéndose de hombros—. No sé qué puede significar eso, pero también me dijeron otra cosa.

       —¿El qué?

       —Que era probable que, a día de hoy, ni siquiera usted supiera exactamente qué es lo que va a aportar.

      Kino pudo oír una voz en su cabeza que decía «¡Mierda!», y al instante la identificó como la de Ricardo. Miró hacia el fantasma de su padre, quien observaba distante desarrollarse la escena. No era él quien había hablado, sino que Kino había oído por un brevísimo instante los pensamientos de su padre. El fantasma le devolvió la mirada a su hijo, pero no dijo nada, y volvió a mirar hacia su versión más joven como para indicarle a Kino que prestase atención. Kino hizo caso.

       —Alguna que otra idea ya tengo.

       —Ah, ¿sí? Pues es un alivio, señor Lázaro, porque ya se estaban empezando a preocupar. De hecho, y estas son sus propias palabras no las mías, «aunque todavía queda la mitad de la partida y puede parecer mucho tiempo, se necesita bastante para preparar algo que nos pueda ayudar». ¿Qué puedo decir? Son gente difícil de contentar, ¿no le parece?

      —Me parece que hay gente que no está contenta con nada —soltó Ricardo despectivamente.

       —Bueno, eso no es del todo así. Es solo que algunos necesitamos más para contentarnos.

      A Kino le hizo gracia que, por su forma de hablar, Sampere se considerase a la misma altura que aquellos que lo estaban usando a él para lo mismo que él usaba a Agustín Ortega. Pero también le agradó ver que su padre le trataba con la misma educación distante llena de desprecio que él había mostrado cuando le conoció en su casa.

      —Dígales que no se preocupen. Lo tengo todo planeado y cumpliré con mi parte —dijo Ricardo apesadumbrado.

       —Lo siento, señor Lázaro, pero me temo que no es suficiente. Quieren algo.

       —¿El qué, un avance?

       —Por así decirlo.

       —Pues lo siento mucho, señor Sampere, pero me temo que no es posible.

       —¿Y eso por qué?

      —Porque si se supone que yo tuviese que contarle algo a usted, ellos ya le habrían hecho un avance de qué es lo que yo les prometí conseguir. Buenas noches. —Y sin más, Ricardo se dio la vuelta dejando a Sampere allí plantado, dispuesto a irse. Pero no pudo, ya que sintió cómo el futuro ministro le agarraba por el brazo, impidiéndole que se alejase.

      —Mira, artistilla, no me vaciles. —Ricardo alzó las cejas fingiendo sorpresa al mirar la mano que le sujetaba del codo. La fuerza con la que Sampere presionaba en su articulación y el repentino tono macarra con el que hablaba le indicó que había conseguido molestarlo al recordarle que no estaba a la misma altura que sus superiores—. Puede que yo no sepa todo, pero sé lo suficiente. Control poblacional. ¿Qué tienes preparado? Te recomiendo