Volviendo atrás, es importante reconocer que el concepto de «claro» que nos propone Heidegger, derivado del folklore del campesinado bávaro, mantiene una relación directa con el concepto de aletheia de los antiguos filósofos griegos. El mundo que observamos, para Heidegger, es siempre la expresión de una forma particular de «revelación». Tal forma no sólo remite al mundo que así queda revelado, sino a la mirada particular que lo revela como ese particular mundo revelado. No es posible disociar por completo la mirada del mundo que a través de ella es mirado. Ese mundo habla de la mirada que lo mira y esa mirada es lo que es en función del mundo que constituye.
Como nos indican Maturana y Varela, todo ser vivo (y por lo tanto todo ser humano) «trae un mundo a la mano». Este es uno de los secretos de lo que Heidegger llama el Dasein, esa unidad indestructible de estar (ser)-en-el-mundo de una determinada manera.
Vamos ahora a Heráclito25. Este surge en una época muy temprana, luego del nacimiento de la filosofía en el mundo griego. Desde hacía ya algunos años, algunos individuos en Jonia (la parte del mundo griego que estaba en Asia Menor), habían comenzado a hacerse una extraña pregunta. La conocemos como la pregunta por el arché, término griego con el que se designaba el principio del que están compuestas todas las cosas y que conduce, que rige, que dirige, su movimiento. Varios de ellos habían dado su respuesta. Tales de Mileto había sido el primero. Este había señalado que el agua era el principio rector de todas las cosas. Lo interesante de la respuesta de Tales era el hecho que no había acudido en su respuesta a la mitología, sino que había buscado un elemento en (y de) la propia naturaleza.
Más adelante, otro individuo, Anaximandro ofrecía una respuesta diferente. Sostenía que el principio rector de todas las cosas era lo que él llamaba el apeiron y que podemos traducir como lo indefinido, lo informe. Anaximandro lo identifica con el aire. Con ello, él parece sostener que aquello que define a todo lo que existe es la forma, la expresión de un determinado orden. Muchos otros dieron respuestas diversas. Pitágoras, que habiendo nacido en Jonia, luego de visitar Egipto, se había trasladado al sur de Italia, apuntó al número. Empédocles sostuvo que el elemento primario no era uno, sino que eran cuatro: el agua, el aire, el fuego y la tierra. Y así como ellos, muchos otros.
Muy pronto, alrededor del año 500 a. C., surgirá entre estos filósofos, llamados físicos o naturalistas, una gran confrontación. Uno de ellos, Parménides, que vivía en el extremo occidental del mundo griego, en el sur de Italia, escribe un poema filosófico de gran fuerza expresiva en el que proclama que el principio de todo lo existente es el ser. Todo lo que existe remite al ser. El ser es inmutable. Ello implica que todo lo que es, lo ha sido siempre y lo será para siempre. El cambio no es sino una ilusión de los sentidos. Nada cambia. No hay nada nuevo. El tiempo, por lo tanto, es también una ilusión.
Prácticamente en esos mismos años, otra voz se levanta en el extremo oriental del mundo griego. Se trata de la voz de Heráclito que vive en la ciudad de Éfeso, en Asia Menor, ciudad que se encuentra en esos años bajo el protectorado del Imperio Persa. No es descartable que Heráclito recibiera algunas influencias de los persas que entonces se hallaban bajo la influencia de un profeta llamado Zaratustra (los griegos lo llamaban Zoroastro). Zaratustra había trazado, como nadie lo había hecho antes en la historia, una marcada distinción entre el bien y el mal, las dos fuerzas fundamentales del universo. Su dios era Ahura Mazda a quien se le identificaba con el fuego. El culto religioso de los persas, seguidores de Zaratustra, se organizaba alrededor de diversos ritos de fuego.
Es en ese contexto que debemos situar a Heráclito. De él sabemos muy poco. Sus obras se perdieron. Se sabe que antes de morir, las entregó en el gran templo dedicado a la diosa Artemisa que estaba construido en Éfeso y que era considerado en su época como una de las grandes maravillas de la Antigüedad. Por lo que nos llega de él, tenemos la impresión de que Heráclito fue uno de los sabios más grandes del mundo antiguo, sólo comparable a sus contemporáneos del Oriente; Confucio, Lao Tsé y Buda.
Lo que hoy conocemos sobre su pensamiento nos ha llegado a través de sus detractores. Se trata de una colección de unos 126 fragmentos que hoy se consideran originales y unos 40 más que le son atribuidos pero cuya autenticidad los especialistas ponen en duda. Todos ellos caben en unas cinco páginas. Se trata de fragmentos que sus detractores tuvieron a bien citar con el propósito de demostrar lo equivocado que era el pensamiento de Heráclito.
¿Qué sostenía Heráclito? Pues bien, prácticamente lo contrario de lo que sostenía Parménides. Para Heráclito nada es de una forma fija y determinada. Todo está en un proceso constante de transformación, todo está en un devenir permanente. El principio rector de todo lo que existe es, para Heráclito, el logos, la palabra, el lenguaje. El logos es lo que confiere orden, sentido, razón, medida y ley a todo lo existente. Es lo que permite el tránsito del caos al orden, al que apuntara previamente Anaximandro.
Para Heráclito, el logos se identifica con el elemento del fuego que se renueva permanentemente en un movimiento incesante. Como el fuego, el logos tiene la capacidad de iluminar y, al hacerlo, de revelar las cosas. El logos se identifica también con el relámpago, que con su luz ilumina y hace visible todo lo que existe. El relámpago, recordémoslo, era el símbolo del poderío de Zeus, el mayor de los dioses griegos del Olimpo.
En el semestre de invierno de los años 1966-67, Heidegger y el filósofo Eugen Fink ofrecen en la Universidad de Friburgo un seminario sobre Heráclito. Fink había sido discípulo de Husserl y en ese entonces había desarrollado una relación muy cercana con Heidegger. Lo conocemos, además, por ser el autor de un lúcido libro sobre Nietzsche26. El seminario se inicia a través de la discusión que ambos filósofos hacen de uno de los fragmentos más destacados de Heráclito, el fragmento 64. En él Heráclito señala:
«El relámpago conduce todo».
Al leer este fragmento, Fink hace el siguiente comentario:
«En el fragmento 64 ‘ta panta’ (en griego, todo, todas las cosas, el universo en su multiplicidad) no significa una multiplicidad calmada y estática, sino más bien una multiplicidad dinámica de entidades. En ‘ta panta’ un tipo de movimiento es pensado precisamente por referencia al relámpago. En la luminosidad, específicamente en el ‘claro’ que el relámpago descarga, ‘ta panta’ queda iluminado y se adelanta revelando su apariencia. El ser desplazado de ‘ta panta’ es también pensado en la iluminación de las entidades que conlleva el ‘claro’ del relámpago» 27.
Heidegger reacciona molesto con el comentario de Fink, posiblemente por el hecho de que este utilizaba su noción de «claro» en un contexto muy diferente del que él le había asignado, y le responde:
«Antes que nada, dejemos a un lado palabras como ‘claro’ y ‘luminosidad’».
Fink, aparentemente intimidado, se retrae y explica que lo que realmente deseaba era distinguir dos movimientos diferentes. Por un lado, el movimiento que yace en la iluminación del relámpago y, por otro lado, el movimiento propio de las cosas (ta panta). La referencia al «claro» queda relegada al olvido. Nos parece, sin embargo, necesario traerla de ese olvido al que Heidegger la ha forzado.
Queremos hacer lo contrario de lo que termina haciendo Fink. Ello implica legitimar su primera observación y evitar su retracción. Objetamos la reacción molesta y ofuscada de Heidegger. Creemos que la observación de Fink resultaba particularmente interesante y además pertinente al corazón de la posición asumida por Heráclito. Es el logos, el lenguaje, que en la forma del relámpago ilumina, le confiere forma y orden a las cosas, las hace no sólo visibles, sino también inteligibles. El principio rector de todas las cosas lo provee el lenguaje. Tal principio no reside en ninguna otra parte.
Nuestra propia concepción del «claro» se nutre de estas dos genealogías: por un lado, de la tradición de los campesinos bávaros, tomada magistralmente por