16 El búho de Minerva, pag.116.
17 La opción ontológica que se adoptara, a partir de la encrucijada que hemos caracterizado, de una u otra forma afectaba el sentido que se le confería al propio término «ontología». Así, por ejemplo, la opción metafísica, sin reconocerse a sí misma como una dentro de tres opciones posibles, sino afirmándose como la única opción válida, concebía la ontología como rama al interior de la propia metafísica. Heidegger hace algo equivalente. Le confiere al término ontología el significado por la pregunta por lo humano o, en su propia terminología, por la pregunta por el Dasein. Ello es lo que permite, en nuestra propuesta, dos usos diferentes del término ontológico. Uno remite a las opciones de la encrucijada descrita; el otro, al camino que se sigue a partir de una de estas opciones ontológicas: la opción antropológica.
18 La metafísica entiende lo ontológico como uno de sus territorios de reflexión filosófica metafísica, sin reconocer que aquello que es ontológico es su propia opción metafísica. Heidegger, insistimos, lo hace diferente pero equivalente: define como ontológico lo que no es sino su particular opción ontológica. Con ello reconoce el carácter ontológico de su propia opción, pero no reconoce que las opciones metafísica y naturalista son igualmente opciones ontológicas. No existe en Heidegger un claro reconocimiento de lo que hemos llamado la «encrucijada ontológica».
19 Ver a este respecto, Ronald Lehrer, Nietzsche’s Presence in Freud’s Life and Thought, State University of New York Press, N.Y., 1995.
II
EL «CLARO»
Hace algunos años puse atención a la manera de cómo los graduados de nuestros largos programas de formación hablaban de lo que habían aprendido20. No se puede estar seguro de que la interpretación que uno posee sobre lo que ha entregado, corresponda con la interpretación que tienen los que lo han recibido. Lo que constaté me confirmó que había motivos para sospechar que en este caso existía una distancia problemática entre ambas interpretaciones.
Cuando mis graduados hablaban de su experiencia de aprendizaje, solían ofrecer dos tipos muy diferentes de relatos21. Por un lado, un relato muy entusiasta sobre el carácter global de la experiencia en el que aparecían frases del tipo: «la experiencia de aprendizaje más importante de mi vida», «cambió por completo mi carrera», «este programa cambió mi forma de ser», «a través de él modifiqué la forma de ver la vida», etc. Frases quizás pomposas, en algunos casos algo exageradas y, sobre todo, muy poco concretas. Un tipo de frases que a veces genera en quien las escucha una actitud de sospecha que produce, comprensiblemente, distancia y desconfianza, aunque yo entendía que se trataba de un relato que procuraba ser honesto.
Cuando el interlocutor preguntaba más, solicitaba un mayor nivel de concreción, aparecía un segundo tipo de relato. Este era muy diferente del anterior y lo curioso es que se trataba de una relato que adoptaba un formato particular. Este segundo tipo de relato asumía, por lo general, el formato de un listado, de una colección de cosas diversas y, muy particularmente, de cosas poco conectadas entre sí. Se decía entonces: «este fue un programa en el que yo aprendí a escuchar», «aprendí a pedir», «a fundar mis juicios», «a observar mi emocionalidad y a intervenir en ella», «a decir cabalmente lo que pienso»; «con este programa me reencontré y me reconcilié con mi cuerpo», «en él aprendí a decir que No», «aprendí a diseñar conversaciones» etc., en una lista muy larga centrada en los temas o competencias que efectivamente enseñamos.
Lo primero que sorprendía al compararse estos dos tipos de relatos era la gran diferencia entre ambos. Insisto, se trataba en ambos casos de respuestas que eran honestas. Surgía por tanto el problema de cómo integrarlas. De cómo hablar de lo primero con credibilidad y de cómo conectar lo segundo con aquello que procuraba expresar lo primero. Había, sin duda, una brecha entre ambos tipos de respuestas. Todo ello nos condujo a una reflexión que creo importante compartir.
El primer elemento de esta reflexión incluía un elemento de autocrítica. Si nuestros alumnos hablaban de la experiencia de aprendizaje que les habíamos entregado de una manera que sentíamos inadecuada, la responsabilidad era obviamente nuestra. Había, sin duda, algo que no habíamos sido capaces de enseñarles. Si sus respuestas no recogían adecuadamente algo, si nos daban la impresión de que había algo en ellas que no veían, ello sólo revelaba que no habíamos sido capaces de mostrárselo. El problema no era de ellos; el problema era fundamentalmente nuestro.
Siempre hemos sostenido que las evaluaciones en educación no sólo evalúan a los educandos. Estas evalúan, de la misma manera y antes que nada, a los propios educadores. La responsabilidad primaria del aprendizaje recae en sus manos. Ellos tienen la responsabilidad central de generar aprendizaje en sus alumnos. Si ellos no están aprendiendo como debieran, hay algo que los maestros no están haciendo.
El primer relato que ellos entregaban pecaba quizás por ser demasiado impresionista. El segundo por ser demasiado concreto. Cualquiera diría que no había cómo darnos el gusto. Era importante, por lo tanto, explorar nuestra sensación de que algo importante estaba faltando. Tomemos para ello el segundo tipo de respuesta. Si uno hiciera el ejercicio de indagar con quién las entregaba, era muy posible que termináramos obteniendo el listado de todos los temas, de todas las competencias que formaban parte de nuestros programas. Y, sin embargo, no lograba dejarnos satisfechos. ¿Cómo era posible, entonces, que pudiendo incluirse en esta respuesta todo lo que habíamos hecho, a la vez quedáramos con la sensación de que faltaba algo? Si este era el caso, ¿cómo dar cuenta de nuestra propia insatisfacción?
El problema que enfrentábamos podía ser formulado en los siguientes términos: desde nuestra perspectiva, el conjunto de temas y competencias que abordábamos en nuestros programas –aunque todas ellas fueran incluidas– dejaba fuera el propio carácter de lo que hacíamos y pensábamos. En otras palabras, nosotros operábamos desde la convicción de que los programas eran más que la suma de todas sus partes. Aunque todas sus partes fueran mencionadas en el listado final, seguía faltando algo. Algo que identificábamos con una visión de estos programas como totalidad. Al enseñar las partes, procurábamos enseñar algo más, algo quizás mucho más importante que todas ellas juntas. Pero, en la medida que esto, esa mirada de totalidad que tanto valorábamos, no había sido parte explícita de los programas, ella no lograba ser distinguida, ella no era vista. Lo peor de todo es que no lográbamos enseñarla. Para hacerlo, requeríamos «mostrarla».
Pronto nos dimos cuenta de que este problema, referido inicialmente a la manera cómo se hablaba de nuestros programas, se extendía de manera mucho más peligrosa a la forma, de como se hablaba del conjunto de la propuesta de la ontología del lenguaje. Los problemas que ello suscitaban eran más serios. En muchos casos, por ejemplo, se hablaba de nosotros como aquellos que enseñaban «el coaching ontológico». Todo parecía remitir al «coaching». Resultaba prácticamente imposible separar nuestro quehacer de la práctica del coaching. Y cada vez que ello sucedía, quedábamos con la impresión de que se nos achicaba, que había algo importante que se tergiversaba. Que éramos mucho más que lo que se relacionaba con el coaching. Pero –de nuevo– si los demás no lo veían, la responsabilidad era nuestra. Nosotros no habíamos sido capaces de mostrarlo.
Para mostrar algo, es necesario generar una distinción. Sólo podemos ver aquello que somos capaces de distinguir. La manera, por lo tanto, de hacernos cargo de estos problemas, requería plantear ciertas distinciones. La primera de ellas fue el establecer una separación entre el discurso y la práctica22. Una cosa, dijimos, es el discurso de la ontología del lenguaje, y otra muy diferente son las aplicaciones prácticas que se hacen de dicho discurso. Ambas cosas requieren ser distinguidas y es importante no confundirlas. El «coaching ontológico» no es sino una práctica particular (entre muchas otras posibles) que resulta del discurso de la ontología del lenguaje.
Habiendo hecho esta primera distinción, nos dábamos cuenta, sin embargo, que un