Desde este punto de vista, una etnia, por ejemplo, se definiría como una forma de identidad englobante situada entre la fase de tribalización y de “provincialización” en el proceso histórico del desarrollo social. Se trataría, por lo tanto, de una forma de identidad ligada a modalidades precapitalistas de desarrollo. Lo que no obsta para que perdure más allá de su propia fase histórica, subsumida bajo formas más modernas de identidad (la nación) en calidad de “minoría étnica”, por ejemplo.
Fossaert trata de establecer correlaciones históricas entre las diferentes formas de identidad social (englobante y diferencial), y las diferentes configuraciones de las redes de sociabilidad condicionadas por el grado de desarrollo social en una fase determinada de la historia. He aquí la tipología de las formas de sociabilidad propuesta por Fossaert:
1. Dispersión inicial de aldeas.
2. Localismos regionales.
3. “Racimo” de regiones (unificadas por centros administrativos regionales y por una capital en proceso de consolidación).
4. “Entramado simple”: interconexión acentuada entre regiones y localidades por el comercio, las vías de comunicación, la centralización urbana y la aparición de los primeros media como el telégrafo y la radio).
5. “Doble entramado”: reduplicación de la interconexión general de la población por la plena expansión de los media modernos, como la televisión y la electrónica, en general, más la urbanización generalizada.
Según Fossaert, una fuerte personalidad o identidad “provinciana”, por ejemplo, sólo es posible dentro de un marco de formas de sociabilidad como las que corresponden a un “racimo” de regiones poco centralizadas y débilmente interconectadas desde el punto de vista comercial, administrativo y político. Tal suele ser el caso dentro de formaciones económicas dominadas por los modos de producción artesanal, servil, latifundista (las haciendas) o colonial–mercantil, a los que suelen corresponder, a su vez, tipos de Estado como el tributario, el medieval, el aristocrático y la “república burguesa” del primer liberalismo. La fisonomía provinciana de México en vísperas de la Revolución podría ilustrar esta forma de identidad englobante que suele ser propicia para el surgimiento de movimientos y caudillos regionales.
LA MEMORIA COLECTIVA
Las identidades colectivas remiten frecuentemente, como acabamos de ver, a una problemática de las “raíces” o de los orígenes asociada invariablemente a la idea de una tradición o de una memoria. “Reencontrar la propia identidad —dice Régine Robin— es en primer término reencontrar un cuerpo, un pasado, una historia, una geografía, tiempos, lugares y también nombres propios”. (159)
La memoria puede definirse brevemente como la ideación del pasado, en contraposición a la conciencia —ideación del presente— y a la imaginación prospectiva o utópica —ideación del futuro, del porvenir. (160)
El término “ideación” es una categoría sociológica introducida por Durkheim, (161) y pretende subrayar el papel activo de la memoria en el sentido de que no se limita a registrar, a rememorar o a reproducir mecánicamente el pasado, sino que realiza un verdadero trabajo sobre el pasado, un trabajo de selección, de reconstrucción y, a veces, de transfiguración o de idealización (“cualquier tiempo pasado fue mejor”).
La memoria no es sólo “representación” sino también “construcción”; no es sólo “memoria constituida” sino también “memoria constituyente”. (162) Puede darse incluso el caso de una “memoria fantasmática” que invente totalmente el pasado en función de las necesidades de una identificación presente. Ya Max Weber había señalado que en el caso de una comunidad étnica, los antepasados “pueden ser totalmente inventados o ficticios”. (163) Por eso la “consanguinidad imaginaria” quizás sea la mejor referencia para definir la identidad étnica. (164)
Se ha observado frecuentemente que la selección o reconstrucción del pasado se realiza siempre en función del presente, es decir, en función de los intereses materiales y simbólicos del presente. No existe ningún recuerdo absolutamente “objetivo”. Sólo recordamos lo que para nosotros tiene o tuvo importancia y significación. Dicho de otro modo: no se puede recordar ni narrar una acción o una escena del pasado sino desde una determinada perspectiva o punto de vista impuestos por la situación presente.
Se puede dar un paso más y añadir que el pasado no se reconstruye sólo en función de las necesidades del presente sino también en función de la ideación del porvenir, conforme al conocido estereotipo ideológico que concibe el pasado como germen y garantía de un futuro o de un destino. “En el caso limite —dice Henri Desroche— memoria colectiva, conciencia colectiva e imaginación colectiva culminan y se fusionan entre sí, constituyendo entre los tres una sobre–sociedad ideal, germen de una nueva identidad y de una nueva alteridad colectivas”. (165)
De lo dicho acerca del papel activo de la memoria se desprende ya una conclusión metodológica importante. Cuando se plantea el problema de la “objetividad” en este terreno, deben distinguirse dos planos: el grado de objetividad que se puede atribuir a la simple descripción de los hechos, escenas o acciones del pasado, y el grado de objetividad que permite el ángulo de visión o la perspectiva escogida para la recordación del pasado.
La memoria puede ser individual o colectiva según que sus portadores o soportes subjetivos sean el individuo o una colectividad social.
La memoria individual —estudiada entre otros por Bergson— (166) se halla ligada de ordinario, sobre todo en los estratos populares o de la “gente común”, a la evocación de la vida cotidiana en términos impersonales (“en aquellos tiempos se hacía esto o aquello”, “ocurrió esto o aquello”), en el marco de una percepción aparentemente cíclica, y no lineal o cronológica de la temporalidad. (167)
La memoria biográfica es un caso particular de memoria individual y se caracteriza por la “ilusión retrospectiva” de una intervención personal, deliberada y consciente —como actor, protagonista o incluso “héroe”— sobre el curso de los acontecimientos. Esta ilusión se manifiesta en la personalización y el carácter fuertemente elocutivo del discurso recordatorio (“en aquellos tiempos yo hacía esto o aquello, con la finalidad de”), y se desarrolla frecuentemente dentro de un esquema lineal o cronológico de la temporalidad. Un ejemplo paradigmático de este tipo de memoria suelen ser las “memorias” escritas de los políticos célebres.
Según Halbwachs, la memoria colectiva es la que “tiene por soporte un grupo circunscrito en el espacio y en el tiempo”. (168) Halbwachs pensaba ciertamente en el grupo en cuanto grupo, concebido a la manera durkheimiana como una colectividad relativamente autónoma —familia, iglesia, asociaciones, ciudad— dotada de una “conciencia colectiva” exterior y trascendente a los individuos en virtud de la fusión de las conciencias individuales. Por eso este autor distingue tantas clases de “memorias colectivas”, como cuantos grupos sociales pueden discernirse en una determinada sociedad.
Además, la memoria colectiva es, para Halbwachs, una memoria vivida por el grupo en la continuidad y en la semejanza a sí mismo, lo que le permite contraponerla a la memoria histórica, que sería la memoria abstracta de los historiadores que periodizan el pasado, lo insertan en una cronología y destacan las diferencias. En efecto, “propiamente hablando no existe una memoria universal. No se puede reunir en un cuadro único la totalidad de los acontecimientos pasados sin disociarlos de la memoria de los grupos que los conservaban en sus recuerdos, sin cortar las amarras que los ligaban a la vida psicológica de los medios sociales donde se produjeron, reteniendo sólo su esquema cronológico y espacial”. (169)
Ante la imposibilidad de aceptar la idea durkheimiana de una “conciencia colectiva” que sería exterior y trascendente a los individuos (porque sería una conciencia