Esta última consideración nos lleva de la mano a la formulación de una nueva tesis: las identidades sociales sólo cobran sentido dentro de un contexto de luchas pasadas o presentes: se trata, siempre según Bourdieu, de un caso especial de la lucha simbólica por las clasificaciones sociales, ya sea a nivel de vida cotidiana —en el discurso social común—, o en el nivel colectivo y en forma organizada, como ocurre en los movimientos de reivindicación regional, étnica, de clase o de grupo.
Esta lucha incesante da lugar a equilibrios temporales que se manifiestan en forma de correlaciones de fuerzas simbólicas, en las que existen posiciones dominantes y dominadas. Los agentes sociales que ocupan las posiciones dominantes pugnan por imponer una definición dominante de la identidad social, que se presenta como la única identidad legítima o, mejor, como la forma legítima de clasificación social. En cuanto a los agentes que ocupan posiciones dominadas, se les ofrecen dos posibilidades: o la aceptación de la definición dominante de su identidad, que frecuentemente va unida a la búsqueda afanosa de la asimilación a la identidad “legítima”; o la subversión de la relación de fuerzas simbólica, no tanto para negar los rasgos estigmatizados o descalificados sino para invertir la escala de valores: “black is beautiful”, como dicen los negros americanos.
En este último caso, el objetivo de la lucha no es tanto reconquistar una identidad negada o sofocada sino reapropiarse del poder de construir y evaluar autónomamente la propia identidad. La lucha de los pueblos indígenas en México y en América Latina por lograr el reconocimiento de su personalidad cultural y los derechos y beneficios ligados a ese reconocimiento en el plano político y social, constituye una buena ilustración de esta forma de lucha.
Un aspecto importante de la lucha simbólica en torno a las identidades sociales es el de la calificación valorativa de los rasgos que presuntamente las definen. Las identidades siempre son objeto de valoración positiva o negativa (estigmas), según el estado de la correlación de fuerzas simbólica. En principio, y desde el punto de vista interno, la identidad se presenta como fuente de valores y se halla ligada a sentimientos de amor propio, honor y dignidad. (151) Esto puede explicarse por el hecho de que los individuos y los grupos comprometen en su lucha por la identidad sus intereses más vitales, como la percepción (ideológica) del valor de la persona, es decir, la idea que se tiene de sí mismo. No olvidemos que el “valor” de la persona se reduce a su identidad social. “Llama la atención —dice Edgar Morin— el hecho de que toda identidad individual deba referirse en primer lugar a una identidad trans–individual, la de la especie y el linaje. El individuo más acabado, el hombre, se define a sí mismo, interiormente, por su nombre de tribu o de familia, verdadero nombre propio al que une modestamente su nombre de pila, que no es exclusivo de él, puesto que puede o debe haber sido llevado por un pariente e ir acompañado por otros nombres de pila”. (152)
Pero en el contexto de las luchas simbólicas por la clasificación “legítima” del mundo social, las identidades dominantes tienden a exagerar la excelencia de sus propias cualidades y costumbres y a denigrar las ajenas. “Detrás de toda oposición étnica —dice Max Weber— se encuentra de algún modo la idea de pueblo elegido”. (153) Incluso existe la tendencia a estigmatizar sistemáticamente las identidades dominadas, bajo la cobertura de ideologías discriminatorias como las del racismo, el aristocratismo, el elitismo clasista o la conciencia de la superioridad imperial. En la vida práctica, esta valoración negativa se transmuta frecuentemente, como ya lo advirtiera Max Weber, en sentimientos de repulsión y de odio alimentados por estereotipos denigrantes (los indígenas son sucios y perezosos, los negros huelen mal, los judíos son avaros, los latinos son desorganizados e ineficientes).
Se sabe desde antiguo que los dominados pueden llegar a interiorizar la estigmatización de que son objeto, reconociéndose como efectivamente inferiores, inhábiles o ignorantes. Pero hay más: como a la larga resulta imposible una autopercepción totalmente negativa, la conciencia de la propia inferioridad puede convertirse en valor, conforme al conocido mecanismo señalado por Hegel en la Dialéctica del amo y del esclavo. Por esta vía suelen emerger los valores de la sumisión, como “la resignación, la aceptación gozosa del sufrimiento, la obediencia, la frugalidad, la resistencia a la fatiga, etcétera”. (154)
Pasemos a otro punto: la identidad social necesita ser aprendida y reaprendida permanentemente. Además, necesita darse a conocer y hacerse visible públicamente para “mostrar” la realidad de su existencia frente a los que se niegan a “verla” o a reconocerla. Ambas necesidades explican por qué la identidad social aparece siempre ligada a estrategias de celebración y de manifestación.
Como ya lo señalara Durkheim, toda celebración constituye un momento de condensación y de autopercepción efervescente de la comunidad, y representa simbólicamente los acontecimientos fundadores que, al proyectarse utópicamente hacia el futuro, se convierten en “destino”. De aquí la importancia pedagógica de los ritos de conmemoración, tan importantes, por ejemplo, para la conformación de la identidad étnica y nacional.
Por lo que toca a la manifestación, tan frecuente en los movimientos de reivindicación étnica, regionalista, nacionalista o popular, representa un momento privilegiado en la lucha por hacerse reconocer (hemos dicho que la identidad existe fundamentalmente por el reconocimiento), y constituye, según Bourdieu, “un acto típicamente mágico (que no quiere decir desprovisto de eficacia), por el que un grupo práctico, virtual, ignorado o negado se hace visible y manifiesto ante los demás grupos y ante sí mismo, para de este modo dar testimonio de su existencia en tanto que grupo conocido y reconocido que aspira a la institucionalización”. (155) “Porque el mundo social —concluye este mismo autor— es también voluntad y representación, y existir socialmente es ser percibido como distinto”. (156) De lo dicho hasta aquí se infiere que la identidad social es de naturaleza esencialmente histórica y debe concebirse como producto del tiempo y de la historia. Lo que implica que debe situarse siempre en un determinado contexto espacio–temporal.
Sus condiciones de posibilidad son las diferentes configuraciones de las redes de sociabilidad (Fossaert) históricamente determinadas por los diferentes modos de producción o, lo que es lo mismo, por las diferentes formas de estructura que han configurado a la sociedad en el curso de su desarrollo multisecular.
Debe ser posible, entonces, construir una tipología histórica de las identidades macrosociales, y es éste precisamente el proyecto de Robert Fossaert cuando aborda este problema en el volumen VI de su monumental obra. (157)
Pero antes conviene hacer, con el propio Fossaert, una distinción capital entre identidades englobantes, destinadas a subsumir las diferencias bajo formas más comprehensivas de unidad, e identidades diferenciales, que se constituyen en el interior de las primeras y mantienen relaciones real o virtualmente conflictivas con ellas y entre sí. “El discurso común ‘nos pertenece a todos’, constituye nuestro Volksgeist, nos distingue de los otros, de los extranjeros. Pero no produce entre nosotros una unidad sin fisuras. Muy por el contrario, también pone de manifiesto todo el juego de diferencias comúnmente reconocidas entre nosotros, y denota el sistema de identidades diferenciales en el seno de nuestra identidad englobante [...]. La identidad común dice algo acerca de la colectividad, más o menos circunscrita por un Estado, dentro de la cual se practica el discurso común. Las identidades diferenciales dicen algo acerca de la organización subterránea de las clases–estatuto en el interior de dicha colectividad”. (158)