Históricamente pueden señalarse situaciones intermedias de transición, en donde el impreso, por ejemplo, se subordina a la oralidad fijando por escrito sus extensos textos (reflejos de largas veladas en una temporalidad distinta a la nuestra), para volverlos a lanzar a la circulación oral. En estos casos, el impreso suele reflejar las huellas de la situación de comunicación oral cara a cara (como el “permiso” para cantar, el pedido de atención a la concurrencia, el “saludo” de entrada y la “despedida” final en los corridos clásicos). En México, éste fue el caso, allá por la época de fin de siglo (XIX), cuando aparecieron las primeras imprentas populares que inundaron de hojas volantes los mercados y las ferias tradicionales del país. (191)
Como en la actualidad ya no existen sociedades tradicionales aisladas, en virtud de la multiplicación de los medios de comunicación, de la escolarización masiva y de la consiguiente copresencia de todas las culturas, tampoco puede existir una tradición oral “pura”, no contaminada por el impreso o la escritura. Por eso algunos investigadores prefieren hablar de “esfera de oralidad” cuando se refieren a los grupos tradicionales actualmente existentes. “Si bien es cierto que en el África ningún informante vive en un mundo de ‘tradición oral’ herméticamente cerrado —dice Terence Ranger— sin embargo muchos viven todavía en un medio ambiente llamado por Elizabeth Tonkin ‘esfera de la oralidad’ en contraposición a la ‘esfera de la escritura’”. (192)
La última tesis relativa al tema que nos ocupa puede formularse de esta manera: del mismo modo que la identidad social, la memoria colectiva es objeto y motivo de una enconada lucha de clases en el plano simbólico. Se trata de un aspecto particular de la lucha ideológica: aquél que se refiere a la apropiación del pasado.
Desde este punto de vista emerge una contraposición entre memoria oficial y memoria popular.
La memoria oficial es la memoria de la clase dominante que se organiza bajo la cobertura y la gestión del Estado. En efecto, a partir de las revoluciones burguesas el Estado ha asumido la formidable tarea de organizar y controlar el conjunto de la memoria social, definiendo selectivamente lo que merece recordarse y lo que debe pensarse acerca del pasado. A este fin se ha encaminado una serie de intervenciones escalonadas a lo largo de la historia, como la unificación de la lengua nacional (todos deben escuchar el mismo discurso), la imposición de un calendario oficial de fiestas cívicas, el monopolio de la investigación histórica, la selección de las figuras ilustres y de los héroes del panteón nacional, la distribución de monumentos y estatuas conmemorativas en el espacio urbano y, en fin, el control de los manuales escolares de historia.
Esta gigantesca empresa de organización y control ha implicado también la represión de los contenidos no asimilables ni recuperables de la memoria popular, mediante procedimientos como la imposición del silencio y del olvido, la cancelación de fechas recordatorias de levantamientos populares, o la destrucción pura y simple —o al menos la desfiguración deliberada— de los “centros mnemónicos” del pueblo. La historia de la destrucción, sustitución y posterior folklorización de los centros ceremoniales indígenas constituye un ejemplo paradigmático de esta forma de represión. Pero hay otros muchos, como éste, que es particularmente significativo: en 1871 la burguesía parisiense manda edificar en Montmartre, esto es, sobre la colina más elevada de París, una gran basílica rococó —el Sacré Coeur— “en expiación por los crímenes de la comuna”.
Frente a este formidable intento de anexión del pasado, las clases populares intentan mantener o liberar su memoria de mil maneras, oponiendo otros relatos, otra épica, otros cantos, otros espacios, otras fiestas, otras efemérides y otros nombres a los impuestos por las clases dominantes o por el poder estatal. En esta lucha desigual, las clases populares no siempre llevan la mejor parte. (193)
¿Pero qué es la memoria popular? ¿Y se la puede liberar devolviendo simplemente la palabra a “los de abajo”, como ha intentado hacerlo la “historia oral” británica, (194) el cine progresista latinoamericano con Rocha, Miguel Littin y Sanjinez? (195) Eso sería ignorar los complejos mecanismos de la hegemonía, que implica interpenetración cultural, compromisos y préstamos recíprocos. La memoria popular no se yergue frente a la oficial como un bloque frente a otro bloque, al margen de esa “compleja circulación de memorias que implica la búsqueda de la hegemonía.” (196)
Cuando se habla de recuperar la memoria, hay que saber lo que se pretende decir con ello. Por un lado, la memoria de la lucha se pierde o se gana en el mismo tiempo de la lucha y es una cuestión de política presente. Pero cuando la cultura de los de abajo ha sido objeto, no de simple ocultamiento, sino de un doble proceso de destrucción y de reinscripción, entonces se pretende en vano recuperar la memoria popular. Se corre el riesgo de no hacer otra cosa sino ilustrar la última reinscripción. Sólo se puede disponer de jirones de la historia de los de abajo y de sus leyendas, con los que habría que expresar algo nuevo. El problema no es de restitución sino de producción [...] (197)
Por otra parte, no siempre resulta claro qué es lo que debe considerarse como memoria genuinamente popular. En el caso de la memoria obrera, por ejemplo, pueden distinguirse múltiples memorias: la memoria oficial del movimiento obrero y de sus sindicatos (que según Jacques Rancière es frecuentemente hagiográfica y legendaria); la memoria de los militantes (muchas veces contaminada por los vicios propios de la autobiografía); la memoria de la base obrera, más ligada a la vida cotidiana que a las luchas sindicales. También se puede hablar de una memoria popular reconstruida en y por las luchas presentes (“etnología autóctona” en el cine progresista latinoamericano); de una “memoria salvaje” de todos los marginalismos, que recoge el pasado de rebeliones ciegas, espontáneas y sin proyecto político (Glucksmann); de una memoria popular taxonómica o etnológica (museos de tradiciones populares, reconstrucción del pasado por etnólogos y antropólogos); y, en fin, de una memoria étnica, campesino/pueblerina, romántico/paseísta, etcétera. Todo lo cual revela tanto la importancia como la dificultad que presenta el análisis de ese fenómeno estratificado, contradictorio y complejo que llamamos memoria popular.
Del conjunto de nuestra exposición se desprende una especie de esquema analítico que distingue tres grandes modalidades de la memoria colectiva: la memoria oficial, la memoria histórica (dependiente de la historia como disciplina científica), y la memoria popular, que debe interpretarse como concepto colectivo que encierra una enorme variedad de manifestaciones, como acabamos de ver.
Estas tres modalidades de memoria pueden superponerse, interpenetrarse o intersecarse en mayor o menor grado, rematando en una configuración cultural extremadamente conflictiva y tensional.
144- Cf. Pierre Bourdieu, La distinción, op. cit., p. 170. “En general, el problema de la identidad sólo surge allí donde aparece la diferencia. Nadie tiene necesidad de afirmarse a sí mismo frente al otro, y esta afirmación de la identidad es, antes que nada, una autodefensa, porque la diferencia aparece siempre, y en primera instancia, como una amenaza.” Selim Abou, L’identité culturelle, Éditions Anthropos, París, 1981, p. 31.
145- Cf. A.J. Greimas, J. Courtès, Sémiotique, Hachette Université, París, 1979, p. 178. (Hay traducción al español.) Según Max Weber, “la homogeneización interior ocurre con la diferenciación respecto al exterior”. Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, 1944, p. 317. Véase también al respecto: Claude Lévi–Strauss, L’identité, Grasset, París, 1977, passim, particularmente pp. 9–23; 287–303; 317–332. Finalmente, Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, vol. II, Editorial Taurus, Madrid, (1979) 1987, pp. 139–154.
146- R. Fossaert, Les structures ideologiques, op. cit p. 293 y ss.