134- Jean–Claude Abric, Pratiques sociales..., op. cit., pp. 12–13.
135- Los estudios de Moscovici revelan cómo la recepción del psicoanálisis en los círculos católicos implicó, por una parte, la simplificación figurativa de la famosa tópica freudiana, con la elisión muy significativa de uno de sus componentes centrales: la libido; y, por otra, su vinculación a la confesión (como acto terapéutico basado en la palabra) y también a la relación sexual (debido al halo erótico que parece surgir entre el analista y su cliente). Además, socialmente la práctica del psicoanálisis se asocia con ciertas categorías sociales ya conocidas, como los ricos, los artistas, las mujeres y, de modo general, las personas de estructura psíquica débil (véase, Augusto Palmonari y W. Doise, “Caractéristiques des représentations sociales”, en W. Doise y A. Palmonari, L’étude des représentations sociales, Delachaux et Niestlé, París, 1986, pp. 20–23).
136- Los psicólogos sociales han podido demostrar, por ejemplo, que entre el conjunto de rasgos psicológicos que atribuimos a una persona hay siempre uno que condensa y da sentido a todos los demás, hasta el punto de que, aún permaneciendo los mismos rasgos, el simple cambio de énfasis parece implicar que ya no se trata de la misma persona.
137- Ch. Guimelli (ed.), Structures et transformations des représentations sociales, Delachaux et Niestlé, París, 1994.
138- Jean–Claude Abric, Pratiques sociales et représentations, op. cit., pp. 19–30.
139- W. Doise, W.A. Clemence y F. Lorenzi–Cioldi, Représentations sociales et analyses de données, Presses Universitaires de Grenoble, Grenoble, 1992 ; Jean–Blaise Grize et alii, Salariés face aux nouvelles technologies, Editions du Centre National de la Recherche Scientifique, París, 1987.
140- Gilberto Giménez, “La identidad plural de la sociología”, en Estudios Sociológicos, vol. XIII, núm. 38, mayo–agosto de 1995, pp. 409–419.
141- M.K. Asante, The Afrocentric Idea, Temple University, Filadelfia, 1987; H.L. Gates, Figures in Black: Words, Signs and the “racial self”, Oxford University Press, Nueva York, 1986.
142- Margaret S. Archer, Culture and Agency, Cambridge University Press, Cambridge, 1988.
143- Michel Bassand, L’identité régionale, op. cit., p. 9.
5. Identidad y memoria colectiva
IDENTIDAD SOCIAL
Como hemos señalado, una de las funciones de las representaciones sociales se relaciona con la identidad. En efecto, las representaciones sociales también implican la representación de sí mismo y de los grupos de pertenencia que definen la dimensión social de la identidad. Por lo demás, los procesos simbólicos comportan, como hemos visto, una lógica de distinciones, oposiciones y diferencias, uno de cuyos mayores efectos es precisamente la constitución de identidades y alteridades (u otredades) sociales. Se trata de una consecuencia natural de la definición de la cultura como hecho de significación o de sentido que se basa siempre, como sabemos desde Saussure, en el valor diferencial de los signos. Por eso la cultura es también “la diferencia”, y una de sus funciones básicas es la de clasificar, catalogar, categorizar, denominar, nombrar, distribuir y ordenar la realidad desde el punto de vista de un “nosotros” relativamente homogéneo que se contrapone a “los otros”.
En efecto, “la identidad social se define y se afirma en la diferencia”. (144) Entre identidad y alteridad existe una relación de presuposición recíproca. Ego sólo es definible por oposición a alter, y las fronteras de un “nosotros” se delimitan siempre por referencia a “ellos”, a “los demás”, a “los extraños”, a “los extranjeros”. (145)
Pero, ¿qué es la identidad? Si dejamos de lado el plano individual y nos situamos de entrada en el plano de los grupos y las colectividades, podemos definirla provisoriamente como la (auto y hetero) percepción colectiva de un “nosotros” relativamente homogéneo y estabilizado en el tiempo (in–group), por oposición a “los otros” (out–group), en función del (auto y hetero) reconocimiento de caracteres, marcas y rasgos compartidos (que funcionan también como signos o emblemas), así como de una memoria colectiva común. Dichos caracteres, marcas y rasgos derivan, por lo general, de la interiorización selectiva y distintiva de determinados repertorios culturales por parte de los actores sociales. Por lo que puede decirse que la identidad es uno de los parámetros obligados de los actores sociales y representa en cierta forma el lado subjetivo de la cultura.
La identidad así entendida constituye un hecho enteramente simbólico construido, según Fossaert, (146) en y por el discurso social común, porque sólo puede ser efecto de representaciones y creencias (social e históricamente condicionadas), y supone un “percibirse” y un “ser percibido” que existen fundamentalmente en virtud del reconocimiento de los otros, de una “mirada exterior”. Poseer una determinada identidad implica conocerse y reconocerse como un tal, y simultáneamente darse a conocer y hacerse reconocer como un tal (por ejemplo, mediante estrategias de manifestación). Por eso, la identidad no es solamente “efecto” sino también “objeto” de representaciones. Y en cuanto tal requiere, por una parte, de nominaciones (toponimias, patronimias, onomástica) y, por otra, de símbolos, emblemas, blasones y otras formas de vicariedad simbólica. (147)
Toda identidad pretende apoyarse en una serie de criterios, marcas o rasgos distintivos que permiten afirmar la diferencia y acentuar los contrastes. Los más decisivos, sobre todo tratándose de identidades ya instituidas, son aquellos que se vinculan de algún modo con la problemática de los orígenes (mito fundador, lazos de sangre, antepasados comunes, gestas libertarias, “madre patria”, suelo natal, tradición o pasado común, etcétera). Pero al lado de éstos, pueden desempeñar también un papel importante otros rasgos distintivos estables como el lenguaje, el sociolecto, la religión, el estilo de vida, los modelos de comportamiento, la división de trabajo entre los sexos, una lucha o reivindicación común, entre otros, sin excluir rasgos aparentemente más superficiales, como los señalados por Max Weber a propósito de los grupos étnicos: el vestido, el modo de alimentarse y hasta el arreglo de la barba y del peinado. (148)
Respecto a este conjunto de criterios distintivos, no tiene sentido la querella acerca de si deben preferirse criterios “objetivos” o “criterios subjetivos” (como el sentimiento de pertenencia, por ejemplo) para definir una identidad social. Esta querella, que divide a los científicos sociales en objetivistas y subjetivistas (o idealistas), supone una concepción ingenua de la dicotomía entre representación y realidad.
En primer lugar, los criterios aparentemente más “objetivos” detectados por los etnólogos o los sociólogos —como el espacio físico o ecológico— siempre son criterios ya representados que funcionan como signos, emblemas o estigmas desde el momento en que son percibidos y apreciados como lo son en la práctica, en el ámbito del discurso social común.
En segundo lugar, la “realidad” de una identidad es, en gran medida, la realidad de su representación y de su reconocimiento. En otras palabras: la “representación” tiene aquí una virtud performativa que tiende a conferir realidad y efectividad a lo representado, siempre que se cumplan las “condiciones