Quizás pueda concluirse entonces que para Gramsci el orden de la ideología y de la cultura engloba el conjunto de los significados socialmente codificados que, en cuanto tales, constituyen una dimensión analítica de lo social que atraviesa, permea y confiere sentido a la totalidad de las prácticas sociales.
CONSIDERACIONES CRÍTICAS
La asimilación de la cultura a la ideología sólo fue posible desde el momento en que esta última comenzó a adquirir un sentido extensivo (y no particular y peyorativo) que le permitiera abarcar prácticamente todo el campo del simbolismo y de la significación. Esta concepción extensiva, contrapuesta a la concepción inicialmente restrictiva (y peyorativa) que encontramos, por ejemplo, en La ideología alemana de Marx, cobró vigencia en la tradición marxista principalmente a partir de Gramsci y de Althusser. (83) Por eso los marxistas “ortodoxos” que siguen aferrados a concepciones restrictivas de la ideología prefieren definir la cultura en términos muy semejantes a los de la tradición antropológica, aunque con el aditamento de una referencia explícita al trabajo para marcar, probablemente, su especificidad “materialista”: “Cultura es la manera en que los hombres viven y trabajan...” (84)
De todos modos, la tendencia a homologar la cultura a la ideología, al parecer propia del marxismo occidental, representa una contribución de primer orden para el logro de una mayor homogeneidad conceptual en la caracterización de la cultura. En efecto, al igual que la ideología, la cultura se define aquí por referencia a los significados sociales, a los hechos de sentido, a la semiosis social. La cultura ya no se presenta como el “conjunto de todas las cosas, menos la naturaleza”, sino en todo caso como una dimensión precisa de “todas las cosas”, incluida la sociedad: la dimensión simbólica o de significación. Y bajo este aspecto, existe un progreso indudable frente a la indiferenciación conceptual que caracterizaba, como hemos visto, a la comprensión antropológica de la cultura.
Constituye también una contribución sustancial la referencia explícita a las “amarras sociales” de la cultura, como son la estructura de clases y la desigual distribución del poder que determinan, según los marxistas, la configuración contradictoria y conflictiva de los fenómenos culturales en las diversas formaciones sociales. Este enfoque materialista permite eludir, por una parte, el idealismo que inficiona la mayor parte de las concepciones culturalistas y, por otra, visualizar el terreno de la cultura, ya no como una superficie llana y nivelada sino como un paisaje discontinuo y fracturado por las luchas sociales. En la perspectiva marxista, la cultura es siempre un campo de batalla y a la vez el objetivo estratégico de esa batalla.
Pero el logro de estas ventajas parece haber corrido parejo con la pérdida del carácter ubicuo y “total” de la cultura, como lo había dejado establecido la tradición antropológica. Porque resulta que el marxismo tiende a “localizar” los hechos culturales dentro de una topología social precisa: la superestructura.
La responsabilidad de esta tendencia “topológica” debe imputarse entonces a la tópica infraestructura–superestructura, convertida en una especie de evidencia dentro de las corrientes marxistas. Debe reconocerse que esta metáfora arquitectónica ha desempeñado un papel decisivo en la lucha contra las grandes filosofías idealistas del siglo pasado. Pero ha terminado por convertirse en un “obstáculo epistemológico” para la comprensión de la relación entre sociedad y sentido, entre producción material y semiosis, entre economía y cultura.
Sobre todo en sus versiones más mecanicistas, la metáfora en cuestión presupone la oposición dualista entre realidad y pensamiento, y sugiere un esquema topológico de la sociedad que aparece constituida por niveles o estratos jerarquizados. El nivel privilegiado sería el de la producción material —la infraestructura—, mientras que los niveles de la superestructura serían secundarios, derivados y casi inesenciales. Lo cultural queda alojado, por supuesto, en la superestructura, como si la realidad de la base social escapara a la cultura, o como si los hechos culturales estuvieran simplemente superpuestos o sobreañadidos a “lo real”.
Ahora bien, “lo cultural como conjunto de esquemas interpretativos desconectados de la práctica social, lo cultural como superestructura inofensiva, secundaria y derivada, es precisamente lo cultural visto e instituido por el capitalismo”, dice con razón Jean–Paul Willaime. (85)
Dentro de la tradición marxista, sólo Gramsci parece haberse percatado con suficiente lucidez de las implicaciones mecanicistas de la célebre metáfora. De ahí sus esfuerzos por reabsorber el dualismo que le es inherente en la unidad orgánica de su “bloque histórico”. Estos esfuerzos, sin embargo, quedaron truncos y no fueron debidamente prolongados por su posteridad intelectual.
59- Los althusserianos comenzaron a ocuparse de este concepto sólo a partir de 1968 (Roger Establet) y las contribuciones de Gramsci al respecto fueron ignoradas por las corrientes marxistas tradicionales durante mucho tiempo. En México, el marxismo ha inspirado también contribuciones dignas de mención, como las del arqueólogo Luis F. Bate, Cultura, clases y cuestión nacional, Juan Pablos Editor, México, 1984; y las de José Luis Najenson, Cultura Nacional y cultura subalterna, Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca, México, 1979.
60- Citado por Jean–Michel Palmier, Lénine, l’art et la révolution, Payot, París, 1975, p. 240. Sobre la teoría leninista de la cultura en su conjunto, véase el excelente estudio de Antonio Sánchez García, Cultura y revolución. Un ensayo sobre Lenin, Serie Popular, Editorial Era, México, 1976.
61- “Notas críticas sobre el problema nacional”, Lenin, La literatura y el arte, Editorial Progreso, Moscú, 1976, p. 80.
62- Ibid.
63- Ibid., p. 79.
64- “Tareas de las juventudes comunistas”, Lenin, op. cit., p. 117.
65- “Éxitos y dificultades del poder soviético”, en op. cit., p. 119.
66- Lenin, “El desarrollo del capitalismo en Rusia”, en Obras completas, Editorial Cartago, Buenos Aires, 1971, t. III, pp. 589–590.
67- “Sobre la cooperación”, op. cit., pp. 784–785.
68- Obras de Antonio Gramsci, vol. 3, Juan Pablos Editor, México 1975, p. 34.
69- Ibid.
70- Ibid., p. 58.
71- Obras de Antonio Gramsci, op. cit., vol. 1, pp. 95–96.
72- Antonio Gramsci, Quaderni del carcere, Giulio Einaudi Editore, 1975, vol.