La tercera observación se refiere a que, a pesar de constituir sólo una dimensión analítica de las prácticas sociales (y, por lo tanto, del sistema social), la cultura entendida como repertorio de hechos simbólicos manifiesta una relativa autonomía y también una relativa coherencia. (96)
Lo primero, por dos razones: 1) porque responde, por definición, a la lógica de una estructura simbólica, entendida saussurianamente como “sistema de oposiciones y diferencias”, muy distinta de los principios estructurantes de carácter económico, político, geográfico, etcétera, que también determinan las prácticas; (97) 2) porque el significado de un símbolo frecuentemente desborda el contexto particular donde aparece, y remite a otros contextos. (98)
Lo segundo deriva de algún modo de lo anterior, porque si la cultura se rige por una lógica semiótica propia, entonces forzosamente tiene que estar dotada de cierta coherencia, por lo menos en sentido saussuriano, es decir, en cuanto “sistema de oposiciones y diferencias”. Pero hay otro argumento adicional: las prácticas culturales se concentran, por lo general, en torno a nudos institucionales poderosos, como el Estado, las iglesias, las corporaciones y los mass media, actores culturales también dedicados a administrar y organizar sentidos. Hay que advertir que estas grandes instituciones (o aparatos), generalmente centralizadas y económicamente poderosas, no buscan la uniformidad cultural sino sólo la administración y la organización de las diferencias, mediante operaciones como la hegemonización, la jerarquización, la marginalización y la exclusión de determinadas manifestaciones culturales. De este modo, introducen cierto orden y, por consiguiente, cierta coherencia dentro de la pluralidad cultural que caracteriza a las sociedades modernas. De aquí resulta una especie de mapa cultural, donde impositivamente se asigna un lugar a todos y cada uno de los actores sociales. Las culturas etiquetadas, por ejemplo, como “minoritarias”, “étnicas” o “marginales” pueden criticar la imposición de dicho mapa cultural e incluso resistirse a aceptarlo, pero el solo hecho de hacerlo implica reconocerlo y también reconocer la centralidad de la cultura dominante que lo diseña.
Las observaciones precedentes recogen, en su conjunto, la antigua convicción antropológica de que la “naturaleza humana”, contrariamente a la animal, carece de orientaciones intrínsecas genéticamente programadas para modelar el comportamiento. En el hombre, esa función orientadora, de la que depende incluso la sobrevivencia de la especie, se confía a sistemas de símbolos socialmente construidos. (99)
¿OBJETO DE UNA DISCIPLINA O CAMPO TRANSDISCIPLINARIO DE ESTUDIOS?
El enfoque simbólico de la cultura ha suscitado un notable consenso entre autores procedentes de disciplinas y horizontes teóricos muy diversos. “Toda la variedad de las demarcaciones existentes entre la cultura y la no cultura —dice, por ejemplo, Lotman— se reduce en esencia a esto: sobre el fondo de la no cultura, la cultura interviene como un sistema de signos. En concreto, cada vez que hablemos de los rasgos distintivos de la cultura como ‘artificial’ (en oposición a ‘innato’), ‘convencional’ (en oposición a ‘natural’ o ‘absoluto’), ‘capacidad de condensar la experiencia humana’ (en oposición a ‘estado originario de la naturaleza’), nos enfrentaremos con diferentes aspectos de la esencia sígnica de la cultura”. Por eso “es indicativo cómo el sucederse de las culturas (especialmente en épocas de cambios sociales) va acompañado de una decidida elevación de la semioticidad del comportamiento [...]” (100) Umberto Eco, por su parte, afirma que la semiosis “es el resultado de la humanización del mundo por parte de la cultura. Dentro de la cultura cualquier entidad se convierte en un fenómeno semiótico y las leyes de la comunicación son las leyes de la cultura. Así, la cultura puede estudiarse por completo desde un ángulo semiótico y a la vez la semiótica es una disciplina que debe ocuparse de la totalidad de la vida social”. (101)
Por otra parte, la concepción propuesta parece responder cabalmente a la preocupación de fondo que condujo, en la tradición antropológica, a la adopción y elaboración del concepto de cultura. Eunice R. Durham ha formulado esa preocupación de fondo en los siguientes términos: ¿cuál es el significado de las costumbres extrañas y aparentemente incomprensibles observadas en sociedades diferentes a la nuestra?” (102)
Pero al definir la cultura en los términos señalados, no se ha determinado el objeto de una disciplina que imponga un solo método o un modelo unificado de investigación (como ha sido la pretensión inicial de la antropología cultural norteamericana), sino se ha circunscrito apenas un vasto campo de fenómenos —relativamente homogeneizado por el coeficiente simbólico— abierto a diferentes disciplinas y a diferentes modos de aprehensión. (103)
De hecho, la cultura ha sido abordada como código o sistema de reglas por la antropología estructural; como ideología y concepción del mundo por la tradición marxista; como “sistema cognitivo y evaluativo” por algunos exponentes de la demología italiana de inspiración gramsciana; como “modelo” o “pauta de comportamiento” por los culturalistas; como “esquemas interiorizados de percepción, de valoración y de acción” por la sociología de Bourdieu; y, en fin, como “sistema modelante secundario”, susceptible de tipologización, por la semiótica soviética de la cultura.
Pese a su evidente diversidad, todos estos enfoques tienen en común el reconocimiento de la naturaleza semiótica de la cultura, y por eso no son excluyentes sino complementarios entre sí.
Nosotros preferimos abordar la cultura, con Eunice Durham, (104) desde una perspectiva dinámica, como un proceso que interrelaciona los diferentes aspectos arriba señalados, que en realidad corresponden a diferentes momentos analíticamente separables de un mismo proceso de significación. La cultura podría definirse, entonces, como el proceso de continua producción, actualización y transformación de modelos simbólicos (en su doble acepción de representación y de orientación para la acción) a través de la práctica individual y colectiva, en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados. De este modo hemos hecho aterrizar nuestra definición abstracta y categorial de la cultura (como repertorio de hechos simbólicos contrapuesto a la naturaleza y a la “no cultura”), al nivel de lo que William Sewell denomina “mundos concretos y bien delimitados” de saberes, valores, creencias y prácticas, por los que una cultura particular (musulmana, afroamericana, cultura de la clase media urbana, etcétera) se contrapone a otras.
TRANSVERSALIDAD DE LA CULTURA
Pero aquí surge una temible dificultad. Así entendida, la cultura exhibe como primera propiedad la transversalidad, es decir, se nos presenta como ubicua, como una sustancia inasible resistente a ser confinada en un sector delimitado de la vida social. Como dice Michel Bassand, “ella penetra todos los aspectos de la sociedad, de la economía a la política, de la alimentación a la sexualidad, de las artes a la tecnología, de la salud a la religión”. (105) La cultura está presente en el mundo del trabajo, en el tiempo libre, en la vida familiar, en la cúspide y en la base de la jerarquía social, y en las innumerables relaciones interpersonales que constituyen el terreno propio de toda colectividad.
Ahora bien, ¿cómo se puede afrontar, desde el punto de vista de la experiencia y de la investigación científica, una realidad tan vasta y oceánica que parece coextensiva a la sociedad global? ¿Cómo se puede asir lo que no parece ser más que una “dimensión