Y es que pasa, Cristina, que mis cuatro primos a más de poseer nombres dobles, cosa que los mezcla y los confunde mucho, gozan además por otros respectos de la uniformidad más absoluta. Todos se parecen. No sólo en el físico, sino en la identidad de los puntos de vista, en el sistema de enfocar sus imaginaciones, y en el vocabulario empleado para expresar sus ideas. De ahí que al hablar coincidan siempre unos con otros, tanto en el fondo como en la forma de sus opiniones, pero de un modo tan exacto que si por circunstancias esta coincidencia, en vez de ser simultánea es sucesiva, resulta una especie de letanía absolutamente crispante.
Ocurrió, pues, que luego de abrazarnos efusivamente, mientras tío Pancho y yo caminábamos juntos el cortísimo espacio que separaba el automóvil de la aduana, mis primos, uno tras otro, nos fueron saliendo al encuentro y cada uno de ellos, antes o después de saludar, hizo más o menos, con ligerísimas modificaciones, la siguiente observación:
—¡Caramba! Y qué elegante se puso Don Pancho para recibir a la sobrina; ¡vestido de tussor nuevo!…
Así dijo el primero; dijo el segundo, dijo el tercero; pero al decir el cuarto, tío Pancho, que realmente, según he visto después, se hallaba en aquel momento, y en honor mío, de una inusitada elegancia, ante tan gran insistencia perdió por completo el dominio de sus nervios. Con un movimiento rápido que le es muy peculiar, se puso los dos brazos en jarras sobre la flamante chaqueta de tussor, y como si los demás, precedidos ya solemnemente por tío Eduardo y María Eugenia, estuviesen todos sordos, me interrogó muy serio contemplándome de hito en hito:
—Dime: ¿tú habías visto nunca un arreo en donde todos los burros pasaran rebuznando al mismo tiempo?
Yo miré el traje nuevo de tío Pancho, su expresión, sus brazos en jarras, la cara de mis tíos, la de mis primos, y me pareció todo tan cómico que sin decir ni sí ni no, reventé en una sonora carcajada. Al oírme reír uno de los del arreo, protestó al momento muy ofendido:
—¡Qué poca corriente tiene, Don Pancho!
María Antonia por su lado le dijo a tío Eduardo con la tragedia de los ojos que daba miedo:
—¿Tú ves?… ¡Si es que son unas groserías que no se pueden aguantar!…
Y sin más quedó establecida la discordia.
No obstante, mis primos, que son poco rencorosos, acabaron por olvidar el agravio. Tío Pancho nos llevó en automóvil a pasear por Macuto y sus alrededores, nos obsequió varias veces con cocktails y aceitunas, nos regaló dulces, y como en entretanto a propósito de cuanto veíamos decía cosas divertidísimas, cuando llegó la hora del almuerzo, entre mis primos y él se había establecido ya un acuerdo.
Pero no pareció ocurrir lo mismo con María Antonia. Al sentarnos a la mesa, ella tomó al punto la palabra, y con una voz gutural y solemne, que ante el gran público de vasos, platos, jarros, botellas, cuchillos y tenedores del hotel, casi vacío, resultaba muy ciceroniana y muy bien, reprendió severamente a sus hijos por haber tomado cocktails, y habló horrores del alcohol en general deteniéndose muy especialmente en el brandy y el whisky, bebidas que, según he visto después, son por desgracia las dos amigas predilectas de tío Pancho.
Este discurso anti-alcohólico me habría impresionado vivamente en contra de los cocktails, a no mediar las contestaciones escépticas y un tanto irreverentes que dio tío Pancho mientras se bebía a sorbos un enorme vaso de cerveza con hielo. Sí; Cristina, tío Pancho es insensible al fuego magnético de la elocuencia; lo comprobé aquel día y desde entonces, lo considero completamente inmovilizable. ¡Ah! sí; yo creo firmemente que tío Pancho nunca, jamás, hubiera formado parte de esas falanges gloriosas, orgullo de la humanidad, que encendidas de entusiasmo a través de los siglos, han seguido a Demóstenes, a Pedro el Ermitaño, a San Francisco, a Lutero, a Mirabeau, y a Gabriel d’Annunzio…
Después de hablar de los cocktails y del alcohol se habló de París, y María Antonia dijo:
—Me hace el efecto de una gran casa de corrupción que estuviera suelta por las calles. Una mujer honrada y que se estime, no puede andar sola en París ¡porque se ven horrores! ¡horrores!
Y en señal de horror se llevó la mano derecha sobre los ojos…
Intrigada y llena de curiosidad, yo me quedé un gran rato con la mirada fija sobre un pedazo de pan evocando uno tras otro, los bulevares de París, a fin de contemplar aquellos horrores con la imaginación, ya que no podía contemplarlos con los ojos. Pero no lograba recordar ninguno y tío Pancho acabó al fin por sacarme de mi abstracción con este discurso original y un tanto paradójico:
—¡Reniego de los trasatlánticos que establecen comunicaciones con Europa! Creo que como Hernán Cortés, todos los conquistadores debieron tomar la precaución de quemar sus naves inmediatamente después de desembarcar, a fin de evitar cualquier tentativa de retorno. De este modo viviríamos aquí siempre contentos como viven las ranas de los charcos, que nunca están de mal humor porque carecen del concepto «peor» y sobre todo del concepto «mejor» fuente de casi todas las desgracias humanas. Sí; establecidos bajo el sol de los trópicos después de haber robado y asesinado patriarcalmente a todos los indios, debimos evitar con prudencia las nefastas influencias europeas. Disfrutaríamos así alegremente de uno de los más benignos climas del mundo, nos comeríamos ahora con delicia las frutas de esa compotera que son bastante jugosas y perfumadas, nos adornaríamos con las plumas maravillosas de nuestros pájaros, y dormiríamos en hamaca que es sin duda ninguna la más fresca y mullida de las camas. De resultas de tan sabia política no habría habido Guerra de la Independencia, Bolívar no hubiera tenido ocasión de distinguirse en ella como Libertador, y a estas horas los periódicos no nos atormentarían diariamente celebrando nuestras glorias patrias con esa profusión de hipérboles, redundancias, y adjetivos de malísimo gusto; quizás no existieran tampoco los periódicos, lo cual sería ya el colmo del bienestar. Por mi parte, yo no hubiera tenido la posibilidad de instalarme en París hace cosa de treinta años, y no habría gastado hasta el último céntimo de mi fortuna regalando collares de perlas, sombreros de dos mil francos, y perros premiados, cosas que me parecen ahora completamente superficiales. ¡Ah! sí; digan lo que quieran yo detesto los antiguos buques de vela y detesto muchísimo más aún los modernos trasatlánticos. Los considero el origen de nuestras desgracias. Pero en fin, después de todo me conformo con los buques de vela y quisiera haber nacido en la época feliz de la Colonia, allá, cuando nuestras bisabuelas y tatarabuelas atravesaban las calles empedradas de Caracas en sillas de mano, llevadas por dos esclavos que eran siempre fieles, negrísimos y robustos, porque no habían sido contaminados aún con los vicios y las pretensiones de la raza blanca.
—Verdaderamente —dijo el menor de mis primos—, yo creo que debe ser muy agradable andar en silla de mano. ¡Será algo así como ir caminando por el aire sin tocar el suelo! Lo malo es que se debía andar despacísimo. ¡Ah! ¡qué diferencia ahora con el automóvil!
—No lo creas, hijo mío —dijo tío Pancho—. Era muchísimo mejor sistema el de la silla de mano. En primer lugar se economizaban los cauchos y la gasolina, por otro lado había menos choques, y en cuanto al tiempo gastado en el trayecto eso no tenía entonces la menor importancia. Para nuestros bisabuelos lo mismo era llegar temprano que llegar tarde, o que no llegar nunca. La manía de llegar es relativamente moderna y el más terrible azote con que nos mortifica a todos la civilización.
María Antonia, cuyo pudor se había herido vivamente por el cinismo que encerraban los collares, los sombreros, y los perros premiados, volvió a tomar la voz ciceroniana y dijo refiriéndose a la imagen de las ranas:
—No comprendo por qué razón no hemos de ir a Europa. Yo a Dios gracias, no me considero rana, ni creo que Venezuela sea ningún charco. Tenemos nuestros defectos, es verdad, como allá también tienen los suyos, pero en todas partes, aun en el mismo París, hay gente muy honrada y muy buena con quien se puede tratar. Pero los que van de aquí no tratan sino con la escoria, y creen que eso es lo elegante y lo que debe ser. Cuando yo fui a Europa recién casada, me