—¡Dios la guarde!… ¡Dios la guarde!… ¡Haberse acordado de su negra!… ¡de su negra fea!… ¡de su negra vieja!…
Y tanto nos abrazamos, y tanto se rio Gregoria y tanto se prolongó la escena, que Abuelita tuvo que intervenir al fin:
—Bueno, Gregoria, ya basta: ¡hasta cuándo! ¡Que empiezas con la risa, y no acabas de reírte nunca!
Y luego, cariñosa, Abuelita añadió dirigiéndose a mí:
—Ven tú, hijita, ven a quitarte el sombrero y a que te refresques un poco. Ven, vamos a que veas tu cuarto.
Apoyada ella en mi brazo y seguidas de todo el mundo atravesamos un pedazo de patio, cruzamos el comedor, y llegamos al segundo patio, aquí, al patio de los naranjos, donde se abre la puerta y la ventana de este cuarto silencioso y cerrado con llave desde el cual te escribo ahora.
En el umbral de la puerta nos detuvimos a mirarle.
A primera vista me pareció sonriente con sus muebles claros y su cainita blanca. En aquella hora gris del crepúsculo llegaba a él, más intensamente que nunca, cierto encanto melancólico que parece desprenderse siempre de estos gajos verdes donde amarillean a veces las naranjas, y flotaba también en el ambiente ese olor a engrudo y a pintura fresca que tienen las habitaciones recién empapeladas. Inmóvil sobre el umbral, Abuelita, apoyada en mi brazo, empezó a explicar:
—Este cuarto era el de Clara. Lo amueblé para ella tal como está ahora hace ya muchos años…, cuando se casó María, tu Mamá. Antes dormían las dos juntas en una habitación más grande que está cerca de la mía. Clara ha querido ahora cedértelo todo. Como los muebles son blancos y alegres, es más natural que sean para ti…
—Mira, —interrumpió de golpe mi prima— es un milagro que tía Clara haya convenido en darte su cuarto y sus muebles. Con nosotros, antes, cuando veníamos aquí ¡era una exageración! No nos dejaba ni pasar siquiera porque decía que echábamos a perder los muebles y que de tanto entrar y salir se llenaba de moscas la habitación.
Tía Clara no contestó nada y Abuelita continuó:
—Sí; Clara te ha dejado su cuarto y se viene ahora cerca de mí al cuarto que era de su padre, de tu abuelo. Allí están todavía sus muebles, unos muebles de caoba muy cómodos y más serios que estos otros… Por supuesto que todo se pintó y se empapeló de nuevo para tu llegada. Mira, te pusimos a los dos lados de la cama los retratos de tu Papá y de tu Mamá para que te acompañen siempre. Este tocador era también de Clara; ella misma lo vistió de nuevo. ¡No sabes lo que ha trabajado para terminar el bordado antes de tu llegada! Anoche a las doce: ¡estaba cosiendo todavía!…
El tocador; los retratos; el flamante papel de las paredes; los muebles blancos; tía Clara; la observación de mi prima; todo me había ido produciendo una emoción suave. Había en el arreglo del cuarto profusión de detalles que demostraban unan disposición minuciosa, un afán muy marcado de que todo resultase alegre, elegante, a la moda. Este esfuerzo hecho en un medio ambiente tan atrasado, tan añejo, me conmovía; y me conmovía sobre todo al comprobar lo poco que habían logrado realizar en mí el efecto deseado. Aquellos cuadros altos, simétricos, el bordado de colorines del tocador, el viso tan encendido, la cortina de la cama, la disposición de los muebles, todo, absolutamente todo, estaba contra mi gusto y mi manera de sentir. Me daban ganas de desbaratar el trabajo enteramente, de hacerlo otra vez a mi gusto, y pensando en lo que esta especie de vandalismo hubiese herido a la pobre tía Clara la consideré un instante profundamente, con lástima, con cariño intenso.
Durante la explicación de Abuelita, ella, no había dicho ni una sola palabra. En pie junto a la puerta, guardando silencio, tenía la callada y humilde desolación de las vidas que se deslizan monótonas, sin porvenir, sin objeto. Y sin embargo, bajo su pelo canoso, con su fisonomía alargada y marchita de cutis muy pálido, era bonita tía Clara y a pesar del vestido de raso negro recién hecho y pasado de moda, era también distinguida, con esa distinción algo ridícula que tienen a veces en los álbumes los retratos ya viejos.
Y mirándola así con agradecimiento y con ternura, en un segundo rapidísimo recordé cómo allá, en los tiempos de mi infancia, cuando yo venía a quedarme aquí con Abuelita, ella, tía Clara, se sentaba por las tardes en el sofá del salón y hablaba horas enteras con un señor que me daba caramelos y me hacía muñecos y gallitos con pedazos de papel. Yo solía jugar con aquellos gallitos sentada silenciosamente en el suelo, sobre la alfombra, mientras ellos dos, en el sofá, continuaban su charla que yo encontraba misteriosa en vista de lo prolongada y lo monótona. Ahora por primera vez, después de tantos años, mirándola en pie junto a la puerta, recordé la diaria y olvidada escena, y recordándola pensé: «Si aquel señor, como no cabe duda, era el novio de tía Clara: ¿qué había sido de él?… ¿por qué no se casaron?…». Y para demostrarle mi interés y la fidelidad con que había conservado su imagen a través del tiempo, estuve a punto de describirle la escena tal como la recordaba y de hacerle después la pregunta. Afortunadamente ya con la palabra en la boca me detuve aún a tiempo. Comprendí que podía haber en ello algún secreto dolor; que quizás el dolor se anidaría aún en las románticas ruinas de la cabeza gris y que iba sin duda a lastimarlo con la indiscreción de tal pregunta. Entonces, para expresarle mi cariño en otra forma, cambié bruscamente de tema y dije sonriendo que todo, todo en el cuarto estaba precioso y que recibía con amor y con muchísima alegría aquellas cosas que por tanto tiempo la habían acompañado a ella.
Pero esto no era cierto. Cristina: ¡no!… Mientras tal decía mirando primero la cabeza gris junto a la puerta, y mirando luego la blanca cortina de punto sobre la cama, tenía el alma oprimida de angustia, de frío, de miedo; ¡yo no sé de qué! y es que lúcidamente, en la faz de los muebles sentía agitarse ya el espíritu de aquella herencia que me legaba tía Clara… ¡Ah! ¡Cristina!… ¡la herencia de tía Clara!… ¡Era un tropel innumerable de noches negras, largas, iguales que pasaban lentamente cogidas de la mano bajo la niebla de punto de la cortina blanca!…
Y por primera vez, en aquel instante profético, sintiendo todavía en mi brazo la suave presión del brazo de Abuelita, vi nítidamente en toda su fealdad, la garra abierta de este monstruo que se complace ahora en cerrarme con llave todas las puertas de mi porvenir, este monstruo que ha ido cegando uno después de otro los ojos azules de mis anhelos; este monstruo feísimo que se sienta de noche en mi cama y me agarra la cabeza con sus manos de hielo; éste que durante el día camina incesantemente tras de mí, pisándome los talones; éste que se extiende como un humo espesísimo cuando por la ventana busco hacia lo alto la verde alegría de los naranjos del patio; éste que me ha obligado a coger la pluma y a abrirme el alma con la pluma, y a exprimir de su fondo con substancia de palabras que te envío, muchas cosas que de mí, yo misma ignoraba; éste que instalado de fijo aquí en la casa es como un hijo de Abuelita y como un hermano mayor de tía Clara; sí; éste: ¡el Fastidio, Cristina!… ¡el cruel, el perseverante, el malvado, el asesino Fastidio!…
Pero este fastidio cruel que presentí por vez primera la tarde de mi llegada, este fastidio que me ha hecho analista expansiva y escritora, tiene una raíz muy honda, y la honda raíz tiene su origen en la siguiente reveladora escena que voy a referirte y que ocurrió una mañana, a los dos o tres días de mi llegada a Caracas.
Sería a cosa de las once y media. Abuelita, tío Pancho, tía Clara y yo, nos hallábamos instalados hacia el fondo del corredor de entrada, allí mismo, en aquel bosquecillo verde que te he descrito ya; en donde se esparcen varios sillones de mimbre alrededor de una mesa; en donde vi blanquear el día de mi llegada la cabeza de Abuelita y en donde ella se instala diariamente con su calado, sus tijeras y su cesta de costura. Aquella mañana habíamos entrado por fin en plena normalidad. O sea que yo, luego de pasar dos días en una especie de exhibición ante las relaciones góticas de Abuelita, es decir, ante un reducido número de personas de ambos sexos más o menos uniformadas en cuanto a ideas, vestimenta y edad, las cuales acudieron a conocerme y a felicitar a Abuelita por mi feliz llegada, y las cuales, durante unas visitas muy largas, me hicieron todas con ligerísimas variantes, los mismos