Fue Ramírez, con los cincuenta mil francos, y el permiso para salir sola, quien me reveló de golpe esta sensación deliciosa de la libertad. Recuerdo que inmediatamente, aquella misma noche de mi llegada a París, sentada sola en el hall del hotel, frente a un grupo de personas, que a lo lejos, hablaban entre sí; rebosante de optimismo y de cierto espíritu profético, comencé a saborear con fruición mi futura libertad. Aislada como estaba, frente al alegre bullicio, me miré largo rato en un espejo tal cual acostumbro y observé de repente, que sin tu apoyo y sin tu compañía, mi sencillez de colegiala o señorita tímida resultaba horriblemente llamativa, desairada y ridícula. Me dije entonces que con cincuenta mil francos y un poco de idea era posible hacer muchas cosas. Pensé después que bien podía yo dejar épatée a toda mi familia de Caracas con mi elegancia parisiense. Deduje finalmente que para ello era indispensable estrecharme el vestido y cortarme el pelo a la garçonne, al igual de cierta señora o señorita que en aquel instante se destacaba allá en el grupo de enfrente por su silueta graciosísima.
Y sin más quedó al punto resuelto.
Al siguiente día en la mañana, muy temprano, fui a comprar unas flores, y con ellas en la mano me dirigí a casa de mi querida amiga del tren Madame Jourdan. Me recibió ella encantada, como si nos hubiéramos conocido toda la vida y como si hubiéramos pasado un siglo sin vernos. Tenía una casa preciosa, puesta con un gusto exquisito, lo cual contribuyó a que mi admiración y aprecio continuaran en «crescendo». Le expliqué que había decidido cortarme el pelo porque pretendía volver a mi país hecha una persona verdaderamente chic y a la moda. Muy amable y servicial comenzó a darme consejos de toilette y de buen gusto. Me indicó modistos, sombrereras, peluqueros, manicures, y multitud de otras cosas. Me ofreció además hacerme en el futuro toda clase de indicaciones y bajo su dirección me puse en campaña aquella misma tarde.
Si vieras entonces: ¡qué ajetreo!, ¡qué ir y venir!, ¡qué días! Y sobre todo ¡¡qué cambio!! Ya no tenía aquel aire desgraciado de colegiala, de chien fouetté ¿sabes? El pelo corto me quedaba maravillosamente. Las modistas me encontraban un cuerpo precioso, flexible, y al probarme me decían a cada paso:
—Comme Mademoiselle est bien faite!
Cosa que comprobaba yo al momento, dando vueltas en todas direcciones ante las hojas abiertas del espejo de tres cuerpos, y lo cual me causaba una satisfacción infinitamente mayor que la cruz de semana, la banda, las primeras en composición y toda aquella gran fama de inteligencia que compartía contigo allá en nuestra clase.
Una vez me enamoré de una toquita de luto que según me dijo la modista sólo usaban las viudas y esto me pareció encantador. A los pocos días iba y venía yo con mi toquita de largo velo negro. En las tiendas me llamaban «Madame» y un día que salí con el más pequeño de los niños Ramírez que era una lindura de tres años, me dijeron en la zapatería que debía haberme casado muy joven para tener aquel niño tan precioso que era completamente mi retrato. Aceptada la suposición me di al punto a sacar cuentas y según la edad de Luisito Ramírez habría nacido cuando estábamos tú y yo en tercera clase. Figúrate qué escándalo el de las monjas y lo que nos hubiéramos divertido con un chiquitín entonces. De fijo que no hubiéramos tenido más remedio que esconderlo dentro del pupitre como solíamos hacer con los paquetes de bombones.
Pero es lo cierto que ahora con mi toquita y mi supuesta viudez, París me parecía una cosa nueva, desconocida. No era ya aquella ciudad brumosa y fría que en los días de vacaciones de Navidad recorríamos tú y yo cogidas de la mano, envueltas en un abrigo y seguidas del aya inglesa, mientras nos dirigíamos a las matinés de la Opera o del Teatro Francés. Entonces, todo me intimidaba. Las elegantes señoras me causaban una impresión de miedo y me sentía tan pequeñita, tan cenicienta, junto a tanta belleza y tanto lujo. Ahora no, ahora ya me había tocado la varita mágica, andaba con soltura, con seguridad y con muchísima gracia, porque sabía demasiado que aquello de: «Comme Mademoiselle est bien faite!», me lo decían también a gritos y con puntos de exclamación los ojos de todos cuantos me veían. Era una cosa tan general que yo vivía encantada. Me admiraba todo el mundo. Mira: me admiraban mis amigos los Ramírez, me admiraban sus niños; me admiraban unos españoles muy simpáticos que en el comedor tenían su mesa frente a nosotros; me admiraba el gerente del hotel; el camarero que nos atendía; el muchacho del ascensor; el marido de mi manicure, los dependientes de la peluquería; y un señor muy elegante que encontré una mañana por la calle y que al mirarme venir le dijo a otro que iba con él:
—Regarde done, quelle jolie fille!
Decididamente, en aquellos días gloriosos, París abrió de repente sus brazos y me recibió de hija, así, de pronto, porque le dio la gana. ¡Ah! ¡era indudable! Yo formaba ya parte de aquella falange de mujeres a las cuales evocaba papá entornando los ojos con una expresión extraña que yo entonces no acababa de explicarme muy bien porque era como si hablase de algún dulce muy rico mientras decía:
—¡¡Qué mujeres!!
Nunca me había ocurrido nada igual, Cristina. Sentía dentro de mí misma una alegría loca. Me parecía que mi espíritu se abría todo en flores como aquellos árboles del parque del colegio en los meses de abril y mayo. Era como si en mí misma hubiese descubierto de pronto una mina, un manantial de optimismo y sólo vivía para beberlo y para contemplarme en él. Creo ahora que fue debido a aquella satisfacción egoísta por lo que nunca te escribí sino postales lacónicas que tú me contestabas con cartas inexpresivas y tristes. Hoy, al releerlas me parece adivinar en ellas toda tu amarga decepción de entonces y me conmuevo de contrición. Pero pienso que a estas horas debes haber comprendido el porqué de mi indiferencia tan fugaz como mi alegría y que generosamente la habrás perdonado ya.
Algunas veces, también, me ponía a pensar que aquel optimismo y aquella alegría de vivir que me hacían tan feliz eran impropios en medio de una desgracia reciente como la mía. Tenía entonces ratos de un remordimiento agudo, y para acallarlo en desagravio al alma de papá le daba unos francos a algún chiquillo harapiento o entraba a dejar una limosna en el cepillo de la iglesia.
¡Ah! papá ¡pobre papá!… Mientras esto le cuento a mi amiga Cristina, allá, en las suaves visiones de mi mente, ha pasado un instante la indulgencia de tu rostro, florecida por la indulgencia aprobadora de tu sonrisa. ¡Y cómo la reconozco! ¡Mal podías enojarte! ¡Aquellos días fugaces en que tu espíritu pródigo y jovial pareció renacer por un momento en mi alma eran la única herencia que debías legarme!
En París estuvimos casi tres meses, por retraso de fondos y cambio de plan en el itinerario del matrimonio Ramírez. Los días, que se sucedían en particular con una rapidez vertiginosa, en conjunto me parecían muchos y muy largos. Sentía que se me escapaban y tenía siempre la sensación de que corría tras ellos para detenerlos. Me preocupaba muchísimo la idea de mi partida, pensaba con tristeza que aquel París que se mostraba conmigo tan amable, tan afectuoso, era menester abandonarlo un día u otro, como a ti, como a Madame Jourdan, como a todo lo que he querido y me ha querido en la vida.
«¡Qué fatalidad! ¡Qué desgracia tan grande!» —pensaba continuamente—. Y esta perspectiva era lo único que amargaba mi vida alegre y feliz de pájaro a quien por fin le han crecido las alas.
Pero como todo llega en este mundo, llegó un triste día en que los Ramírez y yo tuvimos que arreglar definitivamente nuestros baúles. Estrené yo mi vestido de viaje en cuya elección me había esmerado muchísimo a fin de que resultase lo más elegante y mejor cortado posible, y con mi nécessaire en la mano, luego de caminar un rato ante el espejo más grande del hotel y comprobar así, que unidos el nécessaire y yo, teníamos una silueta viajera bastante chic, tomé con los Ramírez el tren para Barcelona donde nos esperaba el trasatlántico Manuel Arnús que debía conducirnos a La Guaira.
Recuerdo que antes