3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Adela Zamudio
Издательство: Bookwire
Серия: 3 Libros para Conocer
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9783985944521
Скачать книгу
no pudo consumarse tan desagradable proyecto; porque al sentirme de golpe presa en aquellos brazos, me dominó el espanto producido por la misma sorpresa, y sacudiendo nerviosamente la cabeza en todas direcciones, logré escurrirme hacia un lado y escaparme a toda prisa. Ya a distancia, por curiosidad, me volví a mirar en qué había parado tan singular escena, y pude entonces darme cuenta de que las violentas sacudidas de mi cabeza combinadas con la brusca evasión, habían derrumbado los lentes de encima de la nariz de mi amigo, el cual era muy miope, y que por lo tanto en aquel minuto crítico, el dolor de la derrota, y el dolor del desprecio, se unían en su persona al dolor oscurísimo de la ceguera.

      ¡Ah! Cristina, por muchos años que viva, no olvidaré jamás aquella silueta corta, desprestigiada, ciega, inclinada hacia el suelo, buscando sin esperanza los perdidos lentes, que yo a tan larga distancia miraba brillar muy cerquita de sus pies.

      Desde esa noche, ya no volví a hablar, ni a saludar más a, mi gran admirador y amigo el poeta colombiano. No porque en realidad me sintiese muy ofendida, sino porque después de lo ocurrido me pareció muy de rigor el adoptar una actitud digna, silenciosa y enigmática. Pero es lo cierto que encastillada así dentro de mi distinción y mi rencor, la vida a bordo me parecía mucho menos divertida. Ya no tenía quien me manifestase en galante media voz su admiración por mi persona; ni quien celebrase mi ingenio; ni quien me recitase versos a la luz de la luna; ni quien me hiciese amables atenciones. Cuando subía a cubierta con mi sombrerito flexible recién puesto buscaba ahora la soledad, y me quedaba largos ratos en un elevado puente sentada frente al mar, contemplando con melancolía, aquel andar perseverante del vapor y pensando de tiempo en tiempo que mi amigo había cometido aquella gran gajfe por tener una idea equivocada acerca de sus atractivos personales. Me decía que sin duda ninguna, él jamás se había dado cuenta de que yo lo encontraba feo, narizón, mal proporcionado, muy viejo, demasiado fino, y que en lo tocante a sus versos nunca había apreciado en ellos sino aquel ritmo monótono que servía de arrullo a mis propios pensamientos.

      Desde entonces, Cristina, deduje que los hombres, en general, aunque parezcan saber muchísimo, es como si no supieran nada, porque no siéndoles dado el mirar su propia imagen reflejada en el espíritu ajeno se ignoran a sí mismos tan totalmente, como si no se hubiesen visto jamás en un espejo. Por eso, cuando Abuelita, en la mesa, habla indignada de los hombres de nuestros días, y me previene contra ellos llamándoles alabanciosos y calumniadores yo, lejos de compartir su indignación, me acuerdo de mi amigo el poeta en el momento de buscar sus lentes, y me sonrío. Sí, Cristina, por más que diga Abuelita, yo creo que los hombres calumnian de buena fe, que son alabanciosos porque honradamente se ignoran a sí mismos y que atraviesan la vida felices y rodeados por la aureola piadosísima de la equivocación, mientras los escolta en silencio, como can fiel e invisible, un discreto ridículo.

      Después de navegar dieciocho días, una tarde serena, bajo la media luz del más inverosímil de los crepúsculos, entramos por fin en aguas de Venezuela.

      Al saber la noticia, llena de sensibilidad y de íntima emoción, para sentir y ver bien desde lo alto ese espectáculo triunfante que es llegar a tierra, escondida de todos, me fui a sentar en mi elevado puente solitario.

      Siempre recordaré aquella tarde.

      Hay instantes de la vida, Cristina, en que el espíritu parece desmaterializarse por completo, y lo sentimos erguirse en nosotros exaltado y sublime, como un vidente que nos hablara de cosas desconocidas. Experimentamos entonces una santa resignación por los dolores futuros, y sentimos también en el alma ese melancólico florecer de las alegrías pasadas, mucho más tristes que las tristezas, porque son en nuestro recuerdo como cadáveres de cuerpo presente que no nos decidimos a enterrar nunca… ¿verdad que esto lo has experimentado también tú algunas veces?… ¿no lo has sentido nunca oyendo música, o mirando un paisaje en la sensibilidad infinita de un crepúsculo?… Aquella tarde, sentada en el puente, perdidos los ojos por el horizonte y los celajes, me pareció que desde lo alto de una atalaya miraba mi vida entera, la pasada y la futura, y no sé por qué tuve un gran presentimiento de tristeza.

      El vapor caminaba lentamente hacia unas luces que, bajo el tenue cendal de las nubes, se confundían a lo lejos con las estrellas apenas encendidas en el cielo. Poco a poco, las prendidas señuelas comenzaron a multiplicarse y a crecer, como si Venus aquella tarde hubiera querido prodigarse generosamente sobre el mar. Luego, imprecisos, esfumados en la penumbra y en la niebla fueron separándose enteramente del cielo los bloques oscuros de las montañas. Las luces alegres, brillantes, titilaban arriba, abajo, sembradas en aquel cielo profundo de los montes cada vez más familiares, más hospitalarios, más abiertos de brazos al vapor, hasta que de repente, del lado izquierdo, como una iluminación fantástica, se encendió todo el mar, al pie de la montaña. Los pasajeros, apoyados en la barandilla de cubierta, bajo mi puente de observación, con la alegría que inspira a los navegantes la próxima hospitalidad del puerto, empezaron a agitarse con una inmensa alegría llena de voces y de risas.

      Porque aquella iluminación la formaban las luces de Macuto, y Macuto, Cristina, es nuestra playa elegante, nuestro balneario de moda, es como si dijéramos el Deauville o el San Sebastián de Venezuela.

      El vapor, todo encendido también, al igual de un galán que paseara la calle, caminando de costado, se acercaba más y más hacia las luces. Ellas, en la alegría de su fiesta rutilaban y eran ya como mil voces amigas que nos llamaran a gritos desde tierra.

      Los venezolanos llenos de entusiasmo, comenzaron a opinar:

      —¡Desde allá seguramente estarán viéndonos también!

      Yo continuaba sumida en la penumbra del puente, silenciosa, observadora, solitaria, encerrada dentro del ángulo que formaban juntas dos barcas salvavidas. Desde mi altura, contemplando el espectáculo, pensaba en aquella mañana que recordaba apenas vagamente, cuando pequeñita, con mis bucles a la espalda y mis mediecitas cortas, había tomado junto con Papá el vapor que nos condujo a Europa. A la vista del mar, había sentido de pronto el terror de lo desconocido, y al embarcarme, había agarrado muy asustada la mano de mi aya, aquella mulata indolente y soñadora, que me cuidó siempre, desde el día de mi nacimiento con cariños maternales, que a ti también llegó a cuidarte algunas veces, y que murió en París ¿te acuerdas? víctima de las inclemencias del invierno…

      Con los ojos muy fijos en las luces crecientes de Macuto, evocaba ahora con dificultad la fisonomía fina y alargada de tío Pancho, el hermano mayor de Papá, quien había ido hasta el vapor a despedirnos y me había contado que la caldera era un infierno en donde los maquinistas, que eran unos demonios, metían a los niños desobedientes que se subían a las barandillas de cubierta… Recordaba cómo luego me había besado muchas veces, y cómo, por fin, sin decir nada había vuelto a ponerme en el suelo, y me había regalado un paquete de bombones, y una caja de cartón en donde dormía una muñeca rubia vestida de azul… De todo esto hacía ya doce años… ¡ah!… ¡doce años!… De los tres viajeros de aquella mañana regresaba yo sola… ¿Estaría allí al día siguiente tío Pancho para recibirme?… Tal vez no. Sin embargo, mi llegada se había avisado ya por cable y alguien me esperaría sin duda… ¿pero quién?… ¿quién sería?

      Macuto volvió a esconderse como había aparecido tras un brusco recodo de la costa y a poco el vapor comenzó a detenerse lentamente frente a la bahía que forma el puerto de La Guaira. Antes de echar el ancla, cabeceó unos minutos, se detuvo indolente y cobijado por la inmensidad de las montañas consteladas de luces, en el ambiente tibio parecía descansar por fin de su correr incesante.

      Como te decía, Cristina, en las llegadas hay siempre un misterio triste. Cuando un vapor se detiene, después de haber caminado mucho, parece que con él se detuvieran también todos nuestros ensueños y que callasen todos nuestros ideales. El suave deslizarse de algo que nos conduce es muy propicio a la fecundidad del espíritu. ¿Por qué?… ¿será tal vez que el alma al sentirse correr sin que los pies se muevan sueña quizás en que se va volando muy lejos de la tierra desligada por completo de toda materia?… No sé; pero recuerdo muy bien que aquella noche, detenido ya el vapor frente a La Guaira, me dormí prisionera y triste como si en el espíritu me hubiesen cortado una cosecha de alas.

      Me desperté