Y mientras seguía la enumeración, yo, ladeé ligeramente la cabeza, porque en el centro de la mesa, la compotera, colmada de frutas y de flores me ocultaba a «Eduardo» sentado frente a mí y me urgía muchísimo contemplar a mi sabor aquel busto de Otelo. Pero, desgraciadamente, allende la compotera, Otelo, no parecía estar en carácter, circunstancia que le quitó colorido a la enumeración. En aquel momento psicológico se hallaba tranquilamente con el tenedor en la mano derecha, un pedacito de pan en la mano izquierda, y los ojos clavados en su plato muy ocupado en quitarle las espinas a su porción de pescado. Y como terminase al punto tan delicada empresa se llevó a la boca el tenedor cargado de blanquísima pulpa, la saboreó, la tragó, esperó pacientemente a que María Antonia rematase su discurso y dijo entonces con un hilillo sutil de mayonesa prisionero entre dos hilos de su bigote:
—¡Pues yo encuentro que el pescado está fresquísimo! Me parece exquisito, muy bien preparado y no comprendo por qué en Caracas no hemos de comerlo así. María Antonia: es indudable que la cocinera nos roba, convéncete. Por el afán de robar, compra siempre el pescado peor; ¡el que nadie quiere! Pues ahora al pasar por La Guaira voy a hablar con el encargado del depósito, y si me dejan el pescado a precio de costo en Caracas lo voy a encargar fijo para tres días en la semana. Si te parece, la cocinera misma puede pasar a buscarlo cuando vuelve del mercado empleando la misma correspondencia de tranvía que toma siempre para llegar hasta casa.
María Antonia, cuyo plano mental se hallaba ahora muy distante del pescado, la cocinera, y el tranvía, contestó indignada:
—¡Julia la martiniqueña no nos roba en absoluto! ¡Me consta que es honradísima! ¡Y encuentro muy malo este pescado! La mayonesa está hecha con un aceite infernal. ¡Qué diferencia con el que tomamos en casa!
—Pues a mí, lo mismo que a Papá, me parece muy bueno el pescado, —dijo mi prima con cierta melancolía— pero no me lo como porque vi al trasluz mi tenedor y deja mucho que desear… y es inútil que pida otro… los cubiertos de los hoteles: ¡siempre están sucios!… Y es que no los lavan sino que los limpian con un paño ¡lo vi ahora al pasar!…
—Oye un consejo, hija mía —dijo tío Pancho muy condolido—; nunca veas los cubiertos ni nada a trasluz. En la comida lo mismo que en todo lo demás el afán investigador no nos conduce sino a descubrimientos desagradables. Las personas más felices serán siempre aquellas que hayan descubierto menos cosas durante su vida. Te hablo por experiencia. Mira, desde que yo he perdido la vista lo suficientemente para confundir una mosca con un grano de pimienta, tengo mejor humor y muchísima mejor digestión.
—¡Ay! ¡Confundir una mosca con un grano de pimienta! ¡Comerse una mosca! ¡Qué horror! ¡Qué horror! —dijeron a la vez casi todos mis primos.
Pero tío Pancho en un nuevo discurso muy bien documentado, y un poco paradójico también, nos demostró palpablemente los grandes perjuicios que ocasionan a la humanidad el microscopio, la higiene, las vacunas, la cirugía, y las academias de Medicina; cosas todas que según él suelen acabar con las personas verdaderamente robustas, conservando en cambio a los enfermizos, a los pobres, a los aburridos y a los desgraciados, seres infelices contra quienes se ensañan arbitrariamente al privarle de la muerte que es cosa tan natural e inofensiva.
María Antonia que hierve todos los días el agua filtrada, y duerme todas las noches con mosquitero, se escandalizó naturalmente al oír tan horrible dislate. Con tal motivo se discutió; se habló después sin discutir; se tomó café; se volvió a discutir; se dio por terminado el almuerzo; paseamos entonces a pie por la playa; nos retratamos bajo unos árboles; y apaciguado ya el sol y repartidos en los dos autos emprendimos el camino de Caracas. Antes de subir al automóvil yo había advertido:
—Quisiera ir delante con el chauffeur para ver mejor el camino.
Y de nuevo, tras el volar del auto por la cinta blanca de la carretera, sobre los abismos y las montañas, en silencio, desde el templo interior de mi sensibilidad, me entregué a la contemplación, a la comunión íntima con la naturaleza, a las suaves evocaciones y al miedo voluptuoso de llegar…
El viaje de Macuto a Caracas, Cristina, es una atrevida excursión por la montaña, que dura casi dos horas. Para hacer esta excursión escalan la montaña y se la disputan juntos la carretera y el tren. El tren que es pequeñito y angosto, corre sobre unos rieles muy unidos, y para correr sobre ellos tiene rastreos ondulantes de serpiente y a ratos tiene también audacias de águila. Hay veces que se desliza entre lo más oscuro y verde de la montaña y cuando se piensa que sigue escondido aún entre las malezas y las rocas que están a la falda del monte, aparece de pronto sobre un picacho, animoso y valiente, con su penacho de humo. Antes de emprender el vuelo anda primero junto al mar muy cerquita de las olas, entra por los aledaños de La Guaira y del vecino pueblo de Maiquetía, da unos cuantos rodeos indecisos y es después cuando se lanza a conquistar la montaña.
La carretera, que es más franca y menos audaz que el tren, camina también un rato junto al mar y los rieles, pasa por los dos pueblos, se aparta luego de todos y entonces ella sola en blancas espirales va enlazando la montaña con su cinta de polvo.
Cuando empezamos la ascensión tío Pancho me advirtió que aquella montaña que íbamos a escalar, estaba formada por un brazo de los Andes; y al momento el paisaje se cubrió para mis ojos de un inmenso prestigio. A decir verdad, el aspecto de la montaña es tan grandioso que no desdice en nada de su filiación. Es arrogante, misteriosa y altísima. Sus cimas dominan a Caracas y la separan del mar. Vista desde la ciudad cambia de color varias veces al día, condescendiente a los caprichos de la atmósfera que la rodea. Estos cambios y caprichos le han dado un carácter muy suyo y para interpretárselo, la copian con amor todos los pintores, la cantan con más amor aún todos los poetas y en recuerdo al conquistador que la tomó a los indios en no sé qué fecha se llama de su nombre «El Ávila».
Desde que salimos de Macuto, con la brisa azotándome el rostro, yo tenía una inquieta curiosidad por sentir muy de cerca el alma del paisaje americano y me di a buscarle con cariño en todos los detalles del trayecto.
Luego de correr junto al mar y atravesar La Guaira y los arrabales del pueblo de Maiquetía, pasamos junto a los cocales que se extienden allí cerca por la playa, y desde aquel momento atrajeron mis ojos y conquistaron mi atención los cocoteros.
Es indudable: para mí, Cristina, todo el encanto, toda la dulce languidez del alma tropical se mece en los cocoteros. Cuando son muchos y se pasa junto a ellos, tienen vaivenes de hamaca, desperezos de siesta y susurros de abanico. El mar se clarea siempre allá en el fondo, y a través de tantos tallos que se retuercen y se encogen con actitudes de dolor humano, en aquella perspectiva que está a la vez poblada y desierta como una iglesia vacía, hay una paz intensa en donde sólo vibra la nota azul del mar suave y lejana como un ensueño. Cuando se va subiendo una montaña y se ven los cocoteros de arriba, sus cabezas desmelenadas sobre la finura del tallo parecen alfileres erizados en un acerico, que es la playa. Si el cocotero es uno solo y se mira a distancia, en pleno aislamiento, erguido frente al mar, tiene la melancolía de un solitario que medita, y la inquietud de un centinela escudriñando el horizonte; sus palmas desgajadas en el espacio a tan larga distancia de la tierra parecen flores puestas en un búcaro de pie muy largo. Si se mira de tan lejos que lo etéreo del tallo se ha perdido en la atmósfera, aquellas hojas flotando en el ambiente, tienen entonces el misterio de un jirón de incienso que sube, y parecen evocar el símbolo místico de las oraciones abriendo sus tesoros junto al cielo.
Mientras íbamos escalando la montaña me perdía yo en estas contemplaciones sin pensar ya en La Guaira, que habíamos dejado atrás, cuando de pronto, en una brusca revuelta del camino, allá, bajo nuestros pies, en el fondo del abismo, apareció de golpe, pero tan chiquita, tan chiquita, que con todas sus casas, sus vapores, sus barquitas, y sus lanchas, parecía ya tan sólo un juguete de niños. Allí, en aquel mundo diminuto se hallaba también nuestro vapor que iba a zarpar al caer de la tarde. Desde mis alturas me pareció elegante y fino como una gaviota que se dispone a volar,