3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Adela Zamudio
Издательство: Bookwire
Серия: 3 Libros para Conocer
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9783985944521
Скачать книгу
las once me hallaba cansada y satisfecha, porque hermanando el espíritu de conquista al espíritu de conciliación, había logrado imponer mi gusto moderno y algo atrevido, sobre el gusto rutinario, simétrico y cobardísimo de tía Clara. Sin herir susceptibilidades la obra primitiva se encontraba ya reformada, y bajo la presidencia de dos muñecas parisienses, rubias, petulantísimas, y vestidas de seda que esponjaban como pantalla sus dos crinolinas, rosa la una y verde la otra, sobre mi mesa de noche y sobre mi escritorio, el cuarto se veía ahora bastante contemporáneo y bastante bien. Poco después de las once, vinieron a avisarme que tío Pancho había entrado a saludarnos como suele hacer cuando vuelve a esa hora del Ministerio de Relaciones Exteriores donde desempeña un empleo. Al tener noticias de su llegada, dejé al punto de contemplar mi obra, y fue entonces cuando entre helechos y palmas, hacia el fondo del corredor de entrada, me instalé en tertulia con él, con Abuelita y con tía Clara.

      Como era sábado, día de repasar, tía Clara se hallaba ante una cesta llena de medias y de ropa, zurciendo una servilleta de hilo ya muy vieja y usada; Abuelita, inclinándose mucho sobre las rodillas calaba uno de esos pañuelos de seda que doblados luego en cuatro, atados con un lacito, y puestos en una caja de cartón, distribuye el día de su santo a los nietos; tío Pancho, sentado en una mecedora, fumándose un tabaco refería una historia muy interesante que hacía detener de pronto el calado de Abuelita o el zurcido de tía Clara y que a mí no me interesó nada porque trataba de personas que me eran completamente desconocidas. Mirando las matas del patio descansaba con fruición de la doble fatiga moral y material ocasionada por el arreglo de mi cuarto, reflexionando al mismo tiempo cuál sería la manera más eficaz de desviar el curso de aquella conversación que me aburría. De pronto dije atropellando resueltamente la interesante historia:

      —¡Oye, tío Pancho, quiero comunicarte un proyecto! ¡vamos a ir de paseo a Los Mecedores, los dos; hoy, mañana, pasado, cuando a ti te parezca! Me siento romántica. Tengo unos deseos inmensos de presenciar un crepúsculo acostada sobre la hierba, en pleno aire, mirando desde abajo la copa de los árboles y, detrás de los árboles, el cielo; ¡deseo muchísimo ver otra vez Los Mecedores! Recuerdo que cuando chiquita me llevaban allá a hacer ejercicio y me gustaba mucho. Tomábamos el tranvía y llegábamos cerca de una iglesia que se llamaba… ¿cómo era?…

      —La Pastora.

      —Eso es. ¡Pues vamos a ir un día a Los Mecedores, los dos!… ¡Ah! y a propósito, Abuelita, ¿cuándo vamos a la hacienda de papá, a San Nicolás?… ¿Es tío Eduardo quien la administra siempre, verdad?…

      Aquella pregunta que había sido hecha con entera naturalidad y alegría, se quedó durante un rato como suspendida en el espacio, y hubo un silencio, Cristina, un silencio intenso y trágico durante el cual Abuelita y tía Clara sin levantar la cabeza de la costura, levantaron la vista y se miraron un instante por encima de los ojos redondos de sus respectivos lentes. Luego, volvieron a la costura, y fue entonces cuando Abuelita, cosiendo y sin mirarme se decidió a hablar en un tono muy dulce y conmovido:

      —San Nicolás es de Eduardo, mi hija.

      Y esto lo dijo con la misma compasión con que se le habla a los niños muy pobres cuando quieren comprar en las tiendas un juguete de lujo. Después de la frase compasiva y breve, hubo otro silencio mucho más largo, más intenso y más trágico que el anterior. Era el silencio horrible de la revelación. Envuelta en la voz de Abuelita, la verdad se había presentado a mi espíritu tan clara y terminante que no pedí ninguna explicación, ni hice ningún comentario. Comprendí que debía ser irremediable y decidí aceptarla desde el principio con valentía y con altivez. Sin embargo, Cristina, las consecuencias que surgían en tropel de aquella revelación eran demasiado enormes para que yo me las viese al momento y para que su vista no desencadenase en mi alma una horrible tempestad interior. ¡San Nicolás era de tío Eduardo! No sabía cómo, ni por qué, pero ¡era de tío Eduardo! por lo tanto, yo, que me creía rica, yo, que había aprendido a gastar con la misma naturalidad con que se respira o se anda, no tenía nada en el mundo, nada, fuera de la protección severa de Abuelita, que se inclinaba ahora sacando la aguja por entre las hebras del pañuelo de seda, y fuera del cariño jovial de tío Pancho, que también callaba enigmático recostado en la mecedora, apretando entre los dientes el tabaco encendido y oloroso… Con mis ojos espantados les miré a los dos y seguí luego contemplando interiormente la horrible noticia que se abría de golpe ante mi porvenir, como una ventana sobre una noche lúgubre: ¡la pobreza!… ¿Comprendes bien, Cristina, todo lo que esto significaba?… Era la dependencia completa con todo su cortejo de humillaciones y dolores. Era el adiós definitivo a los viajes, al bienestar, al éxito, al lujo, a la elegancia, a todos los encantos de aquella vida que había entrevisto apenas durante mi última permanencia en París, y a la que aspiraba yo con vehemente locura. Era también el adiós definitivo para ti y para tantas otras cosas y personas que no había conocido nunca y que presentía esperándome gloriosas por el mundo… ¡el mundo!… ¿sabes?… ¡todo el caudal de felicidad y de alegría que se agita más allá de las cuatro paredes de hierro de esta casa de Abuelita!… ¡Ay! la alegría, la libertad, el éxito ¡ya no serían míos!… Y ante semejante idea, sentí que un nudo me apretaba espantosamente la garganta y que un torrente de lágrimas me asediaba impetuoso y terrible…

      Para poder disimular y contener las lágrimas empecé por bajar los ojos y clavarlos en el suelo. Allí, me di a contemplar fijos sobre el mosaico los zapatos de Abuelita, tía Clara y tío Pancho. No sé por qué me pareció que aquellos zapatos tenían una fisonomía especial y que con ella me estaban mirando. Es muy curioso el observar, Cristina, cómo en los momentos de crisis aguda los objetos que nos rodean se animan de vida. Hay veces que parecen hacerse cómplices del mal que nos tortura; otras, por el contrario, nos miran con una intención cariñosa y triste como si quisieran consolarnos. En aquel instante me pareció que aquellos seis zapatos en sus diversos aspectos o actitudes, tenían todos la expresión uniforme que tienen los públicos. Y era una expresión no sé si de burla o de lástima. Ambas cosas me desagradaban igualmente; pero como quería triunfar de mi emoción me dije que se burlaban de mí. Juzgué mi situación ridícula. Recordé la mirada de inteligencia que habían cambiado Abuelita y tía Clara por encima de sus lentes. Pensé que si tenía una crisis de llanto, ellas la referirían sin duda a tío Eduardo, me imaginé a tío Eduardo comentándola a su vez con su mujer y sus hijos; y enardecido terriblemente mi orgullo ante esta última imagen, acabé por triunfar de mi gran emoción. Entonces, para asumir al punto una actitud cualquiera, alcé la cabeza, miré a los circunstantes, respiré con violencia, exclamé:

      —¡Ay! ¡qué calor!

      Y levantándome del asiento que ocupaba, me senté de un salto con mucha agilidad sobre una mesita o columna dedicada a sostener una de las grandes macetas de palma que en aquel instante tomaba el aire y el sol en el patio; una vez allí, me puse la mano izquierda en la cintura y me di a balancear el pie derecho con un movimiento acompasado de péndulo, cuyo extremo llegaba hasta hacer chocar la punta de mi zapato contra el borde de aquella mesa de mimbre alrededor de la cual se hallaban Abuelita, tía Clara y tío Pancho. Sentía que semejante actitud debía darme un aspecto de absoluta despreocupación y balanceaba el pie con estoicismo, con orgullo y con convicción.

      Pero todo esto que detallado aquí parece larguísimo había ocurrido apenas en el breve espacio de un minuto. Bajo el rítmico balanceo de mi pie los tres circunstantes continuaban aún en completo silencio e inmovilidad. Sólo Abuelita, optó de repente por levantar los ojos del calado, me observó unos segundos y como mi actitud pareciese convencerla del todo, volvió a bajar la vista y siguió calando con mucha tranquilidad el pañuelo de seda. Se imaginó cándidamente que la noticia anunciada por ella como una bomba, me tenía sin cuidado. Eso era lo que yo quería y por lo tanto me sentí satisfecha. Pero te aseguro, Cristina, que desde aquel momento, Abuelita comenzó a desprestigiarse muchísimo ante mis ojos. Comprendí que tenía muy poca penetración y que carecía en absoluto de sutileza psicológica. En el fondo me alegro de que así sea. Es muy incómodo vivir con personas dotadas de penetración y de sutileza psicológica. Se pierde en absoluto la independencia y no es posible engañarlas jamás porque todo lo ven. Sin embargo, Abuelita tiene entre sus relaciones fama de gran inteligencia. ¡Ah! pero desde ese día cuando me dicen a mí: «el talento de tu