Estas fueron mis últimas consideraciones «marinas» porque en otra brusca revuelta de la carretera se volvió a perder La Guaira tan repentinamente como había aparecido antes; luego de caminar un rato acabó por esfumarse también la estrecha cinta azul que nos quedaba de mar, y entre abismos y rocas nos metimos ya definitivamente en el corazón de la montaña. Por ella anduvimos mucho rato subiendo y bajando hasta que poco a poco se allanaron los abismos, se aplanó el camino, apareció el valle, y entramos en los arrabales de Caracas.
Yo acababa de empolvarme, de pintarme, y de arreglar en general los desperfectos ocasionados por el viaje en mi rostro y mi sombrero, iba de nuevo calzándome los guantes, y mientras tal hacía miraba el sucederse de las calles y me preguntaba: ¿Pero cuándo entramos por fin en la ciudad?… Tras de mí, tío Pancho, adivinó al momento mi pregunta porque advirtió de su cuenta, sin que yo nada hubiese dicho:
—Esto es ya el centro de Caracas, María Eugenia.
¿El centro de Caracas?… ¡El centro de Caracas!… y entonces… ¿qué se habían hecho las calles de mi infancia, aquellas calles tan anchas, tan largas, tan elegantes y tiradas a cordel?… ¡Ah! Cristina ¡qué intactas habían vivido siempre en mi recuerdo las fachadas por el enrejado de las ventanas salientes, se extendían a uno y otro lado de las calles desiertas, angostas y muy largas! La ciudad parecía agobiada por la montaña, agobiada por los aleros, agobiada por los hilos del teléfono, que pasaban bajos, inmutables, rayando con un sinfín de hebras el azul vivo del cielo y el gris indefinido de unos montes que se asomaban a lo lejos sobre algunos tejados y por entre todas las bocacalles. Y como si los hilos no fuesen suficiente, los postes del teléfono abrían también importunamente sus brazos, y, fingiendo cruces en un calvario larguísimo, se extendían uno tras otro, hasta perderse allá, en los más remotos confines de la perspectiva… ¡Ah! ¡sí!… Caracas, la del clima delicioso, la de los recuerdos suaves, la ciudad familiar, la ciudad íntima y lejana, resultaba ser aquella ciudad chata… una especie de ciudad andaluza, de una Andalucía melancólica, sin mantón de Manila ni castañuelas, sin guitarras ni coplas, sin macetas y sin flores en las rejas… una Andalucía soñolienta que se había adormecido bajo el bochorno de los trópicos.
No obstante, mientras así juzgaba deprimida corriendo a toda prisa por las calles, bruscamente, en una u otra parte, como un chispazo de luz inesperado, aparecía el prodigio de una ventana abierta, y en la ventana, tras la franqueza de la reja ancha, eran bustos, ojos, espejos, arañas rutilantes, palmeras, flores, toda una alegría intensa e interior que se ofrecía generosamente a la tristeza de la calle…
¡Ah! ¡la fraternidad, y el cariño y la bienvenida, y el abrazo familiar de las ventanas abiertas!… ¿Pero cuál era?… ¿cuál era?… ¿cuál era por fin la casa de Abuelita?…
Y de pronto, ante una casa ancha, pintada de verde, con tres grandes ventanas cerradas y severas, se detuvieron los autos. Mis primos bajaron a toda prisa, penetraron en el zaguán, empujaron la entornada puerta del fondo, y fue entonces cuando apareció ante mis ojos el patio claro, verde y florecido de la casa de Abuelita.
Era la primera impresión deslumbrante que recibía a mi llegada a Venezuela. Porque el patio de esta casa, Cristina, este patio que es el hijo, y el amante, y el hermano de tía Clara, cuidado como está con tanto amor, tiene siempre para el que llega, yo no sé qué suave unción de convento, y una placidez hospitalaria, que se brinda y se ofrece en los brazos abiertos de sus sillones de mimbre. Sobre la tierra fresca del medio, crecen todo el año rosas, palmas, novios, heliotropos, y el jazminero, el gran jazminero amable que subido en el kiosco todo lo preside y saluda siempre a las visitas con su perfume insistente y obsequioso. Junto a la puerta de entrada, a la izquierda, por el amplio corredor, se esparcen abundantes sobre mesas y columnas, la espuma verde de los helechos y las flechas erectas y entreabiertas de los retoños de palma. Al entrar aquella tarde y mirar el patio busqué por todas partes con los ojos, y fue a través de este bosquecillo verde, allá en el fondo del corredor, encuadrada por el respaldar de su sillón de mimbre, donde reconocí por fin la blanca cabeza de Abuelita.
Viendo entrar a mis primos, se había puesto instantáneamente en pie y al distinguirme de lejos en el grupo que avanzaba, me llamó a gritos con la voz y con el temblor maternal de sus brazos abiertos:
—¡Mi hija, mi hija, mi hijita!
Y no quiero detallarte, Cristina, cómo, ni cuántos, fueron los abrazos y los besos que entre lágrimas me dio Abuelita, y me dio luego tía Clara, porque el detallarlos resultaría largo, monótono y repetido. Sólo te diré que hubo llanto, evocaciones, detallar minucioso de mi fisonomía, de mi cuerpo, de mis movimientos; nuevos besos, nuevas lágrimas, y el dulce nombre de mamá siempre repetido que me cubría como un velo y me transformaba en ella ante el cariño torrencial, efusivo, indescriptible de Abuelita y de tía Clara. Yo me sentía también sorprendida, emocionadísima, y para cortar la escena, conteniendo las lágrimas, con los ojos turbios comencé a inspeccionarlo todo, arriba, abajo, y al ir reconociendo poco a poco las viejas cosas familiares me di a preguntar risueña por los predilectos de mi infancia:
—¿Y los canarios, Abuelita?… ¿Y la gata negra… aquella… aquella del lazo colorado?… ¿Y los pescaditos de la pila?… ¡Toma!… pero si ya no hay pila ni hay naranjos en el patio: ¡no me había fijado!
Tía Clara explicó:
—Todo está cambiado. La casa se reformó hace siete años antes de la muerte de Enrique. Mira: se quitó la pila, se puso el mosaico, se pintó al óleo, se decoró de nuevo, se cambió la romanilla del fondo; pero los naranjos —añadió sonriendo— nunca estuvieron aquí sino en el otro patio… ¡y allá están todavía!
Volví la cabeza para mirar la nueva romanilla del fondo, y a su puerta vi agrupadas las cabezas más o menos negras y lanudas de las cuatro fámulas que constituyen el servicio doméstico de Abuelita cuyos ojos me contemplaban ávidos de curiosidad. Yo las abarqué a todas en una rápida ojeada indiferente. Pero como en la rapidez de la ojeada hubiese sentido la atracción de unos ojos, volví a mirar de nuevo y entonces, iluminada ya por el vivo chispazo del recuerdo, lo mismo que había hecho Abuelita un momento antes, yo también ahora, abrí efusivamente los brazos y corrí hacia la romanilla exclamando a voces alegrísima:
—¡Ah!… ¡Gregoria! ¡Gregoria!… ¡Pero si eres tú, viejita linda!…
Y en un abrazo largo y fraternal de almas que se comprenden, Gregoria y yo sellamos de nuevo nuestra interrumpida amistad.
Porque has de saber, Cristina, que Gregoria, la vieja lavandera negra de esta casa, contra el parecer de Abuelita y de tía Clara, es actualmente mi amiga, mi confidente y mi mentor, pues aun cuando no sepa leer ni escribir la considero sin disputa ninguna una de las personas más inteligentes y más sabias que he conocido en mi vida. Nodriza de mamá, se ha quedado desde entonces en la casa donde desempeña el doble papel de lavandera y cronista, dada su admirable memoria y su arte exquisito para planchar encajes y blanquear manteles. Cuando yo era chiquita y me venía a pasar el día aquí en la casa de Abuelita, era Gregoria quien me daba siempre de comer, quien me contaba cuentos y quien a escondidas de todos me dejaba andar descalza o jugar con agua, atendiendo de este modo al bienestar de mi cuerpo y de mi espíritu. Y es que su alma de poeta que desdeña los prejuicios humanos con la elegante displicencia de los Filósofos Cínicos, tiene para todas las criaturas la dulce piedad fraternal de San Francisco de Asís. Este libre consorcio le ha hecho el alma generosa, indulgente, e inmoral. Su desdén por las convenciones la preservó siempre de toda ciencia que no enseñara la misma naturaleza. Por esta razón, además de no saber leer ni escribir, Gregoria tampoco sabe su edad, que es un enigma para mí, para ella y para todo el que la ve. Blanqueando manteles y planchando camisas, mira correr el tiempo con la serena indiferencia con que se mira correr una fuente, porque ante sus ojos franciscanos, las horas, como las gotas de la hermana agua, forman juntas un gran caudal fresco y limpio por donde viene nadando la hermana muerte. Como te he dicho ya, cuando yo era chiquita, me cuidó siempre con la ternura poética con que se cuidan las flores y los animales. Por eso, aquella tarde, al reconocerla asomada a la puerta de la romanilla, corrí hacia ella movida por el mismo impulso que hace temblar de alegría