Hace apenas unos días que terminé mi carta a Cristina Iturbe. Pero la carta fue tan larga y duró tanto tiempo, que se hizo en mí una costumbre el escribirla. Cuando la hube acabado y releído, era una especie de inmenso protocolo que metí con melancolía dentro de un inmenso sobre, lo cubrí literalmente de estampillas de correo y lo mandé depositar en el buzón por Gregoria, luego de exigirle el más absoluto secreto sobre el particular. Hecha esta advertencia, los ojos de Gregoria brillaron encendidos de complicidad y mi carta, al igual de los libros de la biblioteca circulante, salió a la calle, envuelta en la noche del pañolón de Gregoria. Y es que en esta vida de reclusión que llevo, mi único entretenimiento, mi único ejercicio, y mi único sport, consiste en hacerlo todo, absolutamente todo, a escondidas de Abuelita y tía Clara. Gregoria me secunda admirablemente en ello, y este sistema de eterna conspiración, me da cierta independencia moral, y me produce, sobre todo, multitud de pequeñas emociones análogas a las del juego, la cacería o la pesca, las cuales no son de desdeñar, dado el ambiente aburrido e insípido en que vivo.
Volviendo a la carta de Cristina: cuando Gregoria al regresar de la calle me dijo con mucho misterio: «¡ya la eché!» me quedé tristísima. Sentía que me faltaba algo muy grande y muy indispensable. Como no podía seguir escribiendo a Cristina, por tiempo indefinido, hoy me dije de golpe: «¡pues ahora voy a escribir mi diario!».
Y aquí estoy.
Temo muchísimo, el tener que interrumpirlo un día u otro por falta absoluta de material: ¡mi vida es tan monótona! Desde la mañana en que mandé la carta-protocolo hasta ayer tarde, no había ocurrido nada digno de mención. Los días se deslizan en mi vida como se deslizan entre los dedos nudosos, flacos y místicos de tía Clara, las cuentas de su rosario de nácar: ¡siempre la misma cosa con el mismo principio y el mismo fin!
Pero, afortunadamente ayer ocurrió algo anormal. Siguiendo el símil del rosario, puedo decir, que ayer tarde llegué a una variante de gloria y padrenuestro, constituida en la persona de Mercedes Galindo, cuya visita recibimos por fin.
¡Ah! me pareció encantadora, preciosa, simpatiquísima; sí: ¡tío Pancho tenía razón! Vino a vernos a cosa de las cinco y media, y se quedó más o menos una hora. Durante la hora, Abuelita se revistió de señoril dignidad y estuvo a la vez reservada y amable, pero comprendí muy bien que el famoso disgusto de marras persevera en ellas. Ni a Abuelita le gusta Mercedes, ni a Mercedes le hace gracia Abuelita. La costumbre de tantos años de disgusto las domina y creo que jamás serán verdaderas amigas.
En cuanto a mí, estuve completamente imbécil durante la visita, lo comprendo. Esto me sucede siempre. La manera más sincera que tengo para demostrar mi admiración por alguna persona, consiste en revestirme con la corteza durísima de una timidez que me entumece y agarrota como el frío glacial. Este sentimiento de timidez es absolutamente invencible, y he resuelto ya dejarme mansamente dominar por él, puesto que a mí me es imposible dominarlo. La lucha contra la timidez resulta grotesca. Así lo comprendí ayer y por esta razón hablé muy poco, sí, apenas contesté con frases cortas a las amabilidades y cariños que me dijo Mercedes, cuyo peso, al abrumarme de placer, no hizo sino aumentar más y más mi desdichada y silenciosa timidez.
Pero en fin, después de todo, teniendo yo, como bien dice tío Pancho, una conciencia muy definida de mi propia belleza, el mutismo en mí no me parece desairado, al contrario, creo en general, que el mutismo es un complemento estético que presta a la armonía de las líneas, cierto encanto reservado y clásico. Lina frase estúpida, al surgir de una bonita cabeza, deja caer sobre ella su fatídica sombra moral y la desarmoniza. Lo mismo ocurre con los movimientos. Por eso he creído siempre que el auge inmenso de la belleza griega es debido principalmente a la gran discreción e inmovilidad de las estatuas, que saben poner tanta inteligencia, al representar dicha belleza hoy en día ante nuestros crédulos ojos. Dada esta serie de razones resolví imitar lo más posible durante la visita de ayer, la discreción y el talento de las estatuas griegas, y estoy segura de que debo haber hecho muy buen efecto a Mercedes Galindo.
Pero detallando la visita:
Cuando el auto de Mercedes se detuvo a las puertas de esta casa, Abuelita, como de costumbre, se encontraba ya esperando, sentada en el sofá, y yo que sabía y sé muy bien la importancia enorme que sobre mi vida futura ha de tener semejante visita, me hallaba emocionada y vestida con más cuidados y requisitos que nunca. Al oír el parar del automóvil, y luego el timbre de la puerta, en lugar de esperar como Abuelita la entrada de Mercedes, corrí inmediatamente a ocultarme en la penumbra del saloncito vecino, desde el cual, sin ser vista, podía dominar todo el salón. Una vez escondida allí, con el objeto de tener mayor éxito, resolví hacerme desear unos cuantos minutos, y así, mientras aguardaba envuelta en la penumbra, pude observar los pormenores de aquel interesante encuentro.
En efecto, no bien apareció Mercedes a contraluz en el umbral de la puerta, Abuelita se puso majestuosamente de pie, salió a su encuentro, la aguardó un segundo en el centro del salón, bajo la araña, y, allí, sonreída, tal cual si nada hubiese ocurrido nunca entre ellas, borró de un trazo firme todo el pasado, al abrazarla diciendo con una elegancia digna de Fray Luis de León:
—¡Siempre tan linda, Mercedes!
Y Abuelita decía la pura verdad.
Yo, en plena sombra, contemplando la figura de Mercedes, gentil y radiante, como la de una reina, me hallaba petrificada de admiración. ¡Ah! ¡es que estaba elegantísima! Tenía un vestido de terciopelo negro, hecho seguramente en alguna buena casa de París, y llevaba por único adorno, un collar de perlas que casi le ceñía el cuello. Observé que las manos blancas y cuidadísimas ostentaban una sola sortija, un solitario, y me parecieron (las manos) tan bonitas como las mías cuando tengo las uñas bien pulidas. Los pies finos y largos estaban divinamente calzados, llevaba en la cabeza un precioso sombrerito negro, algo ladeado, que le encuadraba la clásica fisonomía en deliciosos efectos de luz y sombra, y bajo la media luz de aquel sombrero, para hablar con Abuelita, surgía una de las voces más lindas y argentinas que he escuchado en mi vida.
Y qué razón, ¡ah! ¡sí! ¡qué razón tenía tío Pancho!
Cuando, al salir por fin de la penumbra me fui a saludarla, llevaba preparada mentalmente una frase muy expresiva, en la cual pensaba demostrarle mi exaltada admiración. Pero no bien me miró ella con sus ojos brillantes y curiosos de crítica finísima, y no bien aspiré yo el perfume sutil, que como una flor exhalaba su persona, cuando me sentí invadida por la parálisis absoluta de la timidez. Por lo tanto, después de haberme acogido y abrazado con esa naturalidad y soltura que son su principal atractivo, a mí, en correspondencia, sólo me fue dado el murmurar unas cuantas frases breves y corteses.
Durante el curso de la visita, Mercedes, con su admirable don de gentes,