Pero de pronto, como entre las luces parpadeantes que se iban encendiendo allá abajo, evocase la ciudad chata, y evocase luego la casa verde con sus tres grandes ventanas, que me esperaban conventualmente, volví a sentir el horror de mi vida prisionera y aburrida:
—¡Ah! tío Pancho, tío Pancho —dije entonces deteniendo el paso con filosófica amargura—. ¿Y para qué habremos nacido? ¡La vida! ¡Mira que la vida!… ¿De qué sirve al fin y al cabo?
Y tío Pancho que de todo se burla y que todo lo critica muy franciscanamente, en vez de consolarme, respondió a mi pregunta criticando a la vida con cariño:
—¿De qué sirve?… ¡de nada!… Es la misma tontería siempre repetida; es un rosario sin ton ni son, que rezan maquinalmente los siglos; es un pobre monstruo, ciego y torpe, que desconociendo el instinto de conservación se alimenta devorándose a sí mismo en medio de los más crueles dolores…
Pero yo, desesperada y llorosa, desdeñando metafísicas y generalidades, me concreté a mi caso:
—¡Si al menos hubiera nacido hombre! Verías tú, tío Pancho, cómo me divertiría y el caso que haría entonces de Abuelita y de tía Clara. Pero soy mujer ¡ay, ay, ay! y ser mujer es lo mismo que ser canario o jilguero. Te encierran en una jaula, te cuidan, te dan de comer y no te dejan salir; ¡mientras los demás andan alegres y volando por todas partes! ¡Qué horror es ser mujer!; ¡qué horror, qué horror!
—Te equivocas, María Eugenia —dijo con mucha seriedad tío Pancho, deteniéndose él también ahora unos segundos—. Mira; si yo tuviera que volver a nacer te aseguro que después de haber nacido hombre rico, como fui en mi juventud, elegiría ahora el nacer mujer bonita. Créelo. Te hablo por experiencia: la forma más preponderante que haya tomado hasta ahora sobre la tierra la autocracia, o despotismo humano es ésa: el gobierno de una mujer bonita. ¡Ah! ¡qué poder sin límites! ¡qué sabiduría de mando! ¡qué genial dictadura, a cuya sombra han florecido siempre todas las artes, y aquella ciencia humilde y bellísima, que consiste en descubrir a los ojos de nosotros los hombres, nuestro innato servilismo de perro, siempre dispuesto a lamer la mano del amo que lo castiga; única faz delicada y superior que encierra nuestra pobre naturaleza tan corrompida por los abusos y la soberbia de la inteligencia!
Pero semejante opinión, Cristina, me pareció tan paradójica que lejos de calmarme me exacerbó más y más.
—¡Eso todo son romances, versos y mentiras! ¡Las infelices mujeres no somos más que unas víctimas, unas parias, unas esclavas, unas desheredadas!… ¡Ah! ¡qué iniquidad! ¡Yo quisiera meterme de sufragista con la Pankhurst a incendiar Congresos de hombres y a rajar con un cuchillo los cuadros célebres de los museos! ¡A ver si acababan por fin tantos abusos!
Y luego de suspirar profundamente caminando siempre por la angosta vereda volví a exclamar, con voz de queja:
—¡Mira que vivir siempre en tutela! ¡Mira que pasar el día entero encerrada entre cuatro tapias sin poder siquiera tocar el piano! ¡Qué razón tienen las sufragistas! ¡Ah!… ¡no lo sabía yo bien! Por eso, una vez que asistí en París a una conferencia feminista no atendí a nada de lo que dijeron. Si fuera hoy no perdería ni una sílaba… Pero bueno, es que también: ¡con aquellos pies y aquellos zapatos! Mira, tío Pancho, figúrate que a la vieja que daba la conferencia se le veían los dos pies cruzados, en el suelo, claro, bajo la mesa, y eran ¡de lo que no te puedes imaginar! ¡Qué ordinariez! ¡zapatos claveteados, y medias gruesas, así, tío Pancho, de algodón! ¡Ay! me chocaron tanto aquellos pies que del mismo horror que me causaron no pude quitarles los binóculos durante toda la conferencia… No, lo que es a mí, ni con la elocuencia de Castelar me convence una mujer semejante.
—¡Por lo visto, María Eugenia, aspiras a que te prediquen el feminismo con los pies; tienes razón. A mí también me parece mucho más elocuente que el que predica generalmente con palabras. Y es que no hay nada más convincente que la elocuencia callada de las cosas, y unas medias de ciento veinte francos pueden llegar a dominar magistralmente las leyes de la dialéctica y de la oratoria.
Pero como tampoco me gustase el sesgo demasiado frívolo que daba ahora tío Pancho a mis palabras, respondí muy picada:
—No, no, no es eso tío Pancho, no me creas tan superficial. A mí, después de todo no me importan nada las medias número cien ni los tacones Luis XV. A lo único que aspiro hoy por hoy es a gozar de mi propia personalidad, es decir, a ser independiente como un hombre y a que no me mande nadie. Por lo tanto de ahora en adelante mi divisa será ésta: «¡Viva el sufragismo!».
—No digas disparates, María Eugenia, ¡«independiente como un hombre»! cuando el sino del hombre civilizado es exactamente el mismo que el de su dulce servidor el burro, o sea: trabajar a todas horas con paciencia, y obedecer siempre, ¡siempre!… No a las sufragistas naturalmente, sino a las mujeres bien calzadas como estás tú ahora…
Y así, caminando a mi espalda por la angosta vereda, tío Pancho siguió desarrollando muy obstinadamente su disparatada tesis acerca de la preponderancia actual de la mujer. La desarrolló en un largo discurso. Pero yo, dado mi mal humor, sólo escuché pedazos de aquel especie de sermón peripatético.
—La igualdad de los sexos, hija mía —venía diciendo mientras yo miraba titilar a mis pies las mil luces de Caracas que brillaban ya como ascuas en la oscuridad—, la igualdad de los sexos, lo mismo que cualquier otra igualdad, es absurda, porque es contraria a las leyes de la naturaleza que detesta la democracia y abomina la justicia. Fíjate. Mira a nuestro alrededor. Todo está hecho de jerarquías y de aristocracias; los seres más fuertes viven a expensas de los más débiles, y en toda la naturaleza impera una gran armonía basada en la opresión, el crimen, y el robo. La resignación completa de las víctimas, es la piedra fundamental sobre la cual se edifica esa inmensa paz y armonía. El espíritu democrático, o sea el afán de hacer justicia y de repartir derechos, es un sueño pueril que sólo existe en teoría dentro del pobre cerebro humano. La naturaleza, pues, está ordenada en jerarquías, los animales más fuertes devoran a los más débiles, viven a sus expensas e imperan sobre ellos. El ser humano está a la cabeza de todas las jerarquías y es la suprema expresión del tipo aristocrático en la naturaleza. Ahora bien, en dicho ser humano, según los grados de civilización de las sociedades, se disputan el predominio o mando los dos sexos: el hombre y la mujer. Siguiendo la ley de jerarquías: ¿cuál de los dos está llamado a imperar sobre el otro y por consiguiente sobre toda la naturaleza? He aquí el problema. Resolverlo a favor suyo dejándole siempre al hombre toda su vanidosa apariencia de mando, es la prueba de mayor inteligencia que puede dar una mujer, y es además, para la sociedad en donde ella actúe, señal evidente de alta civilización y alta cultura. Mientras que por el contrario las sociedades en donde real y verdaderamente predomina el hombre, son siempre sociedades primitivas, bárbaras e incultas. ¿Por qué? dirás tú. Pues por la simple razón de que el hombre a pesar de haberse revestido pomposa y teatralmente desde los tiempos primitivos, con las coronas, los cetros y todos los demás atributos del mando, en el fondo no está constituido para mandar sino para obedecer. De ahí que al querer imponerse lo haga siempre mal, a gritos, con ademanes grotescos y vulgarísimos como los que suelen emplear todos aquellos que, no habiendo sido privilegiados por la naturaleza con el don preciosísimo del mando, quieren a toda costa dominar. Es lo que ocurre generalmente ahí —añadió señalando el ascua viva de Caracas que brillaba ahora como un cielo caído a nuestros pies—. Estas pobres mujeres desconocen su poder. Deslumbradas por la luz idealista del misticismo y de la virtud, corren siempre a ofrecerse espontáneamente en sacrificio y se desprestigian a fuerza de ser generosas. Como las mártires, sienten exaltarse su amor con la flagelación, y bendicen a su señor en medio de las cadenas y de los tormentos. Viven la honda vida interior de los ascetas y de los idealistas, llegan a adquirir un gran refinamiento de abnegación que es sin duda ninguna la más alta superioridad humana, pero con su superioridad escondida en el alma, son tristes víctimas. Y es