Esto lo fue diciendo tío Pancho, en voz muy suave, mientras que yo, un tanto apaciguada, le oía contemplando en silencio la punta charolada de mis zapatos; y creo que hubiese continuado atendiendo al relato sin alterarme a no haber mediado el anterior consejo sobre la resignación. Pero yo estoy firmemente convencida, Cristina, de que es un malísimo sistema, este de predicar la resignación o cualquier otra virtud nombrándola así, con su propio nombre. Dan ganas de practicar inmediatamente el vicio contrario. Lo digo porque al formular tío Pancho su pregunta-consejo: «¿Por qué no aceptarla ya con entera resignación?» yo, que como te he dicho, me hallaba muy tranquila, di un salto nervioso, y al punto, accionando con tan rápida vehemencia que se me enredó y rompió en la trama del velo la uña de mi anular derecho, con lo cual tuve el dedo decapitado y feísimo durante varios días, exclamé desesperada:
—¡Ah! ¡sí! eso es: ¡resignación! ¡también estás tú ahora como Abuelita, tío Pancho!… Mira, haz el favor de no nombrarme más las palabras: «resignación» «severidad» «prudencia» e «irreprochable» porque las detesto. Abuelita me las machacó esta mañana lo menos veinte veces: «Debes ser severísima contigo misma, María Eugenia»… —declamé imitando la voz de Abuelita mientras accionaba con la mano de la uña rota, tal cual si brillasen en ella los consabidos lentes.
—¡Ah! ¡«severísima»! ¡como si eso fuera muy divertido! ¡como si con severidad y resignación se pudiera comprar ropa!… ¡Sí! —añadí luego en un tono impregnado de lágrimas—. ¡Veremos a ver qué me pongo, cuando se me acaben estos vestidos de París, ahora que soy pobre y miserable como una rata!
Pero tío Pancho, que quería consolarme a toda costa, respondió esta vez con un tacto y con un acierto verdaderamente admirable:
—¡Nunca es pobre una mujer, cuando es tan linda como eres tú, María Eugenia!
Y como empezase luego a enumerar mis atractivos personales y a elogiarlos calurosamente, con un tono terminante de crítico conocedor y exquisito, me fui tranquilizando poco a poco, hasta que al fin, luego de arreglarme la uña averiada lo mejor posible, mientras él seguía elogiando aún, bastante animada ya, abrí mi saco de mano y para comprobar la exactitud de los elogios, al tiempo que los oía, me di a contemplarme en el espejillo ovalado. Desgraciadamente, dado el tamaño exiguo del espejo no pude ver mi rostro sino en dos secciones: Primero la barba, la boca y la nariz; luego la nariz, los ojos y el sombrero; pero fue lo suficiente para que asociado el espejo a las palabras de tío Pancho, se evaporase de mi voz aquella húmeda de lágrimas, y ya, con la voz normal, dije mirándome los ojos en los cuales brillaba una como imperceptible sonrisa:
—Pero a mí me gustaría tío Pancho… ¿sabes qué?… ¡pues tener los ojos claros, y un poco más de estatura!
—¡Vaya! ¡qué disparate! Serías entonces demasiado alta. Y lo de los ojos claros, te quitaría el tipo. Si los ojos es lo mejor que tienes, María Eugenia. Difícilmente se encuentran ojos así… ¡tú lo sabes muy bien!
Como esperaba esta contestación, al oírla, la acogí con una franca sonrisa, mientras protestaba enérgicamente sacudiendo la cabeza:
—¡Nada, nada, nada tengo yo bien, tío Pancho!… ¡Son cosas tuyas que como me quieres me ves bonita!
Y nos quedamos callados un instante…
Pero yo hube de cerrar al fin mi bolsa de mano; en ella se ocultó el espejo, y por lo tanto, tras el espejo se ocultó también mi propia imagen que aun así, trunca y a pedazos, es la única que sabe darme suavísimos consejos; la única, sí, la única que sin decir ni jota, me predica la resignación, el buen humor, la bondad y la alegría… Una vez enterrada mi imagen entre las negruras del saco de mano, hubo unos segundos de silencio, y claro, al instante, volvió a surgir en mi mente la figura flaca de tío Eduardo con todo su cortejo de ideas irritantes. Al divisarla interiormente, ataqué de nuevo el mismo tema:
—Pero oye, tío Pancho, lo que yo no comprendo en este asunto de tío Eduardo, es a Abuelita: ¡eso de que esté tan convencida de que el mamarracho de tío Eduardo es un ser superior, magnánimo, generosísimo!…
—¡Misterios inefables de la fe, hija mía!
Exclamó tío Pancho, y suspiró, y puso los ojos en blanco, muy cómicamente y como si estuviese rezando, expresión que me dio muchísima rabia, porque no me pareció cosa de tomarse a risa el que yo me encontrara de la mañana a la noche sin un céntimo de qué disponer. Por esta razón, viendo los ojos místicos de tío Pancho, le interrogué al instante de muy mal humor:
—¿Cómo «misterios de la fe»? ¿Qué quieres decir con eso?
—Sí; mira: Eugenia, lo mismo que Clara, lo mismo que casi todas las mujeres que se llaman «de hogar» en Caracas, no les basta generalmente con una sola religión y tienen dos. La una la practican en la iglesia, o ante algún altar preparado al efecto, como aquel del Nazareno que tiene Eugenia en su cuarto. La otra la practican a todas horas, en todas partes, y es lo que ellas llaman «tener corazón y sentimientos». De esta segunda religión el dios es uno de los hombres de la familia. Puede ser el padre, el hermano, el hijo, el marido o el novio: ¡no importa! Lo esencial es sentir una superioridad masculina a quién rendir ciego tributo de obediencia y vasallaje. Y entonces, todo cuanto esta deidad hace está bien hecho, todo cuanto dice es una ley, todo cuanto existe se pone entre sus manos, y su cólera, por justa, arbitraria o grotesca que sea, así provenga de un atentado de la mujer a las leyes estrictas del recato, como estalle de golpe ante un plato de carne demasiado dura, o se desarrolle imponente, en calzoncillos, frente a la pechera de una camisa mal planchada, siempre, siempre, semejante voz, resonará en los ámbitos del hogar, majestuosa y solemne, como resonó la voz de Jehová sobre el Sinaí… En tu casa ese dios es hoy Eduardo; quien en honor de la verdad y dicho sea entre paréntesis, no tiene mal carácter; ¡nunca grita!
—¡Claro! ¡con aquella voz por la nariz! ¡Bonito estaría tío Eduardo, gritando furioso y en paños menores! Parecería un Judas de esos que queman por Pascua de Resurrección… Bueno, lo que él es…
Pero tío Pancho seguía filosofando:
—… Y yo no sé si esta arraigada costumbre de deificar al hombre, provenga de atavismos orientales heredados de nuestros antepasados andaluces, o si obedezca más bien a un sencillo problema económico: a las mujeres sin dote ni fortuna propia como son en nuestra organización social casi todas las mujeres, es el hombre quien está obligado siempre a sostenerlas de un todo, y dime: para un corazón sensible y agradecido ¿puede haber algo más parecido al Dios omnipotente del cielo, que aquel que pague todos nuestros gastos en la tierra?…
—Según… —dije yo reflexionando el caso con mucha gravedad—, si las cosas que paga son elegantes y finas, si se tiene un buen automóvil limousine, y se vive además en una casa chic donde haya por ejemplo varios baños de agua caliente, y un saloncito oriental, con tapices, pebeteros, y su gran diván negro lleno de cojines: ¡sí! estoy de acuerdo. Pero de lo contrario… ¿crees tú, tío Pancho, que yo agradecería mucho que me pagaran un vestido de raso, como el que tenía puesto antier tía Clara, todo verdoso, y con el talle, allá, en las narices? ¡Ah! ¡no, no, no no! No lo agradecería nada, al revés; si estuviera obligada a ponérmelo, maldeciría con toda mi alma la mano que me lo hubiera pagado… Y es que yo no concibo el raso ¿sabes? si no es charmeuse de a treinta bolívares en adelante el metro. ¡Y lo mismo las medias!… ¡mira, mira éstas