Fue sólo después de levantarse y despedirse de Abuelita, cuando Mercedes resolvió dedicarse enteramente a mí. Tomándome la barba con su mano fragante, acercó mi cara a la suya; y mimosa y cariñosísima como si se tratase de algún niño pequeño, me besó dos veces. Luego, con mi barba presa todavía en su mano, dijo envolviendo las frases en una larga sonrisa:
—¡Adiós linda! Francamente, que no te creía tan bonita a pesar de todo lo que me había dicho Pancho. Creía que eran exageraciones, pero veo ahora que tú superas todas las exageraciones.
(¡Ah! ¡la maravilla, la delicia, que es oír decir semejante cosa de labios de una persona de tan evidente buen gusto!).
Yo sin responder nada me sonreí de placer demostrando así a Mercedes, que su apreciación me parecía del más acabado acierto. Ella comprendió al punto la felicidad de mi sonrisa y la contestó con otra risa de satisfacción que sonó a cascabeles y a cristales. Luego llevándome del brazo hasta la puerta de salida, a solas conmigo, me habló de su antigua amistad con todos los Alonso, de los buenos ratos que habían pasado juntos en Europa y en Caracas, volvió a despedirse con un beso, y me dijo siempre sonreída, en voz suavísima de confidencia:
—Ya sabes, mi casa es tuya. Ven a todas horas sin avisar, sin etiqueta, siempre que quieras y con toda confianza. Tengo para ti una sorpresa: es una miniatura preciosa de tu papá cuando tenía diez años. —Y después de reírse otra vez, me dijo en voz mucho más baja y acercando su boca a mi oído:
—¡También te tengo otra cosa!
Por toda contestación me puse coloradísima, y más que decir, suspiré:
—Gracias… Muchas gracias…
Luego, cuando asomada a la portezuela del auto, sonrió de nuevo el rostro, saludó la mano, y desapareció por fin el sombrerito negro, a mí se me habían ocurrido ya mil contestaciones oportunas e ingeniosas, pero desgraciadamente: ¡era ya muy tarde!
Tía Clara no se dignó recibir a Mercedes. Dijo que necesitaba contar la ropa; batir con leche la mantequilla del desayuno; rezar un tercio de rosario; darle su comida a Chispita; y que le era de todo punto imposible el abandonar tan importantes ocupaciones. Luego añadió:
—Y mucho menos para recibir a una persona tan superficial como Mercedes Galindo, que fastidia, porque seguramente no hablará más que de trapos y de tonterías.
Después de haber visto y tratado a Mercedes, comprendo que tía Clara tiene el mismo credo de las Madres del Colegio. Sólo que tía Clara, llama «personas superficiales» lo que las Madres llamaban «el mundo». En el fondo es la misma idea, revestida de distintas palabras. Tía Clara se confina en su bando como también se confinaban las Madres, y no quiere tratos con el enemigo. Hace muy bien. No se parece a mí que desgraciadamente, lo mismo que en el Colegio, sigo todavía sin poder afiliarme a mi bandera. Soy una especie de tabla que flota a derecha e izquierda sobre las olas de un mar bonachón y tranquilo.
Pero reanudando el acontecimiento o padrenuestro de ayer: No bien desapareció de mi vista el auto de Mercedes, regresé al salón en donde se hallaba todavía Abuelita; y al punto tía Clara, ya aliviada de sus ocupaciones, se vino también a escuchar y a hacer los comentarios de la reciente visita. Fueron largos. En ellos se habló de la indiscutible belleza de Mercedes, de su finura y buen trato, y se comentó también su desgraciada suerte. Dijeron que estaba muy mal casada, que su marido era un libertino y un jugador que después de haberle derrochado casi toda su fortuna, la trataba ahora muy mal. Abuelita terminó un párrafo exclamando:
—¡Primero el canalla de su padre! ¡Ahora su marido! ¡Demasiado buena es, para la poca dirección que ha tenido en la vida!
Con lo cual me pareció comprender que si Abuelita juzgaba a Mercedes «demasiado buena» era precisamente porque no la juzgaba bastante buena. ¡Ah!, pero yo en cambio, la juzgo incomparable y a falta de mejor demostración, al igual de Gregoria, exclamo interiormente a todas horas: «¡Que Dios la guarde y la bendiga!».
Durante el curso de la conversación, cuantas veces la nombró, Abuelita dijo: «esa niña» como cuando habla de mí, cosa que encontré absurda, puesto que Mercedes está casada y tiene ya más de treinta años. También noté que cuando se trató del padre de Mercedes, Abuelita al pronunciar su nombre, tuvo siempre la precaución de decir «el canalla de Galindo». Este prefijo «canalla» lo usa sin duda Abuelita, como homenaje de fidelidad a la memoria de mi difunto Abuelo Aguirre. Yo lo comprendí así, y por esta razón, resonó siempre en mis oídos, solemne y lleno de grandiosidad, como debe sonar en los oídos de toda persona bien nacida esta clase de epítetos familiares.
Pero no obstante mi admirable intención, los comentarios terminaron en un pequeño incidente.
Y fue que yo, viendo que la conversación, al girar siempre y siempre alrededor del «canalla de Galindo» se hacía ya de una monotonía aburrida y de una exaltación muy peligrosa, resolví de repente darle un nuevo sesgo. A juzgar por los resultados, creo que el sesgo tuvo poco acierto, la verdad.
Ocurre que, a mí en general, me gusta muchísimo el hacer frases ingeniosas, pero como desgraciadamente hasta ahora, no tengo bastante gracia para elaborarlas de mi propia cosecha, me limito a repetir, adaptando naturalmente a las circunstancias, las frases ingeniosas que solía hacer papá, es decir, aquellas que por parecerme más originales o agudas han permanecido archivadas en mi memoria. Dada esta afición mía, en una de las ocasiones en que Abuelita repetía ya por vigésima vez «el canalla de Galindo», yo, creyendo que podía mitigar su rencor, afirmando a la vez dos cosas: por un lado, el mal proceder del que fue enemigo de mi Abuelo, y por otro mi admiración hacía los encantos de Mercedes, dije de pronto:
—¡Convengo en que el señor Galindo hizo muy mal al hacer mal a Abuelito, pero reconozco en cambio, que hizo muy bien al hacer tan bien a Mercedes!
Me figuraba que esta demostración en la que se unían la agudeza y el espíritu de armonía iba a tener muy buena acogida, pero no fue así. Con gran asombro de mi parte, Abuelita al oírme, en lugar de reírse, volvió bruscamente la cabeza hacia donde yo estaba, y dijo con una severidad inmensa como hasta el presente nunca había usado al hablarme:
—Ese lenguaje no es propio de una señorita, María Eugenia: ¡has dicho una vulgaridad!
—¿Cuál? ¿Decir «hizo muy bien a Mercedes» es decir una vulgaridad? Pues no me parece, al revés…
—Sí; muy grande, ya te lo he dicho, ¡y no lo repitas más!
—¡Pero si eso mismo dijo una vez papá, allá en París, hablando del padre de una actriz lindísima que trabaja en la Comedia Francesa y a nadie le pareció vulgaridad! Al contrario, se rieron mucho.
—¡Ah! ¡si vas a coger la costumbre de repetir cuanto decía Antonio, y cuanto dice Pancho, sin saber lo que significa, harás muy bonito papel delante de la gente!
Yo entonces, con la altivez propia de la dignidad herida contesté arrogantemente:
—¡Acostumbro conocer el significado exacto de las palabras que emito; porque afortunadamente no soy un loro ni soy un fonógrafo!
No obstante, me quedé un rato pensativa. Me pareció de pronto, que la frase en cuestión estaba cargada de sentidos misteriosos