Sé perfectamente bien que estas ideas son para escritas y no para dichas. Si acertara a enunciarlas delante de Abuelita, por ejemplo, ella se pondría inmediatamente las dos manos abiertas sobre los oídos y me cortaría la palabra diciendo:
—¡Jesús! ¡Qué de necedades! ¡Qué de disparates! ¡Qué ideas tan inmorales!
Y es que Abuelita, al igual que la mayoría de las personas, tiene a la pobre moral amarrada entre cadenas, y condenada a una especie de demodé espantoso. Yo no. Yo creo que la moral podría cambiar de vez en cuando lo mismo que cambian las mangas, los sombreros y el largo de los vestidos. ¿Pero siempre, siempre, una misma cosa? ¡Oh! no, no, eso es horriblemente monótono, y es una prueba palpable de lo que yo he dicho siempre: «¡La humanidad carece de imaginación!».
Sin embargo, debo hacer constar que a pesar de mis teorías, sobre esta tesis de la mentira, en la práctica, mi rutinario sentido moral no se encuentra todavía completamente de acuerdo con ellas. Lo sentí ayer en el punzante aguijón del remordimiento, que es, a mi ver, el alerta centinela que vigila las puertas de dicho sentido moral y acostumbra a anunciarnos sus conquistas o decadencias.
Y fue que anoche, cuando ya vestida con mi traje de tafetán me iba a la comida, comparecí primero ante la presencia de Abuelita. Ella me vio y sonrió, con esa sonrisa suya que como la sonrisa de Gioconda, encierra un misterio en su expresión que conozco muy bien… ¡sí… ese misterio es el de una inmensa vanidad maternal que me halaga y me satisface muchísimo, porque es tan muda y tan elocuente como el elogio de los espejos… Pues bien, al verme venir Abuelita, acercó inmediatamente a sus ojos los impertinentes de carey y dijo acentuando más que nunca dicha misteriosa sonrisa:
—¡Tanto vestirte, y tanto componerte para ir a comer sola con Mercedes! ¡Qué presunciones, Señor!
Y yo mientras, pensaba: «Abuelita me encuentra preciosa, pero no me lo dice para no envanecerme más de lo que estoy»; sentí a un mismo tiempo en vista de su credulidad y candidez, el agudísimo y punzante aguijón del remordimiento. Tan grande fue, que tuve verdaderas tentaciones de exclamar rebosante de contrición:
—¡No creas lo que te dije, Abuelita linda! Aunque me llames «hija sin corazón» sabe que voy a comer con Mercedes, acompañada de un ejército de personas si es que ella ha tenido a bien el invitarlas.
Pero como la mentira no admite en sus filas a los prófugos ni a los pusilánimes, no tuve más remedio que decir interiormente como los soldados heroicos: «¡Adelante, siempre adelante!», y respondí:
—Tengo en mucho la opinión de Mercedes, Abuelita. Para mí una sola persona de buen gusto equivale a una muchedumbre de gente que no se sepa vestir.
En realidad no hubo ejércitos ni muchedumbres en la comida de anoche. Había sido dispuesta en honor mío, y en consideraciones a mi duelo, a más de tío Pancho, Mercedes y su marido, sólo se encontraba en ella, como lo había previsto ya, el tan anunciado Gabriel Olmedo. A decir verdad creo que tío Pancho exageró muchísimo cuando le describió, tanto, que anoche, al verle entrar en el salón de Mercedes, tuve una verdadera decepción, si es que la palabra «decepción» puede usarse al hablar de aquellas personas hacia quienes sentimos desbordarse nuestra indiferencia. En primer lugar tiene los ojos y el pelo negros como carbón, cosa esta que me produce un efecto detestable; además sus piernas son demasiado largas para el busto, usa unos zapatos de forma muy corta, y, según recuerdo ahora, tiene los tobillos más bien gruesos que delgados. Sin embargo, viéndolo despacio no resulta mal para aquellas personas que encuentran agradable el color trigueño, pero como a mí no me gusta ver el pelo negro azabache, sino en el lomo de los gatos, y que en las personas me crispa y me desagrada muchísimo, Gabriel Olmedo, con su lisa y perfumada cabeza color «ala de cuervo» me impresionó anoche bastante mal. Moralmente lo hallé muy pretencioso. Creo que Mercedes debe haberle comunicado ya «aquel proyecto», porque él, aunque amable y correcto en apariencia, tomaba a ratos actitudes de rey coronado y adherido a la soltería, a quien su gobierno anda buscándole novia.
Afortunadamente que yo, por mi parte, tengo la conciencia y la inmensa satisfacción de haberme dado cien veces más tono que él. ¿Fue debido a las amabilidades, y al exquisito tacto de Mercedes? ¿Fue debido al perfumado cocktail seguido de varias copas de champagne?… ¿Fue debido más bien a la multitud de espejos, que reflejaban continuamente la armonía de mi figura?… No sé; pero es el caso que anoche, lejos de experimentar timidez alguna, tuve constantemente el delicioso sentimiento de mi propia importancia, cosa que me hacía estar muy a gusto con los demás y conmigo misma. Hoy cuando pienso en ello, noto que desde anoche ha bajado en mi conciencia dicho sentimiento de importancia. Esto me hace creer, que decididamente debió ser el cocktail y el champagne quienes, al subirse un poco hacia mi cabeza, hicieron subir junto con ellos y en varios grados el termómetro de mi vanidad, termómetro que, dicho sea de paso, según he observado últimamente, es muy sensible, y mucho más dado a subir que a bajar. Pero de todos modos; ¡bendito sea! puesto que me ayudó a demostrar ayer ante los negrísimos ojos de Gabriel Olmedo el inmenso caudal de indiferencia y desdén que atesora mi alma para enterrar en ella a los hombres pretenciosos.
La casa de Mercedes, es muy elegante, y su mesa, tan suntuosa y rica como la de un palacio. Los más finos objetos de plata, alternan por todos lados con porcelanas de Sajonia y de Sévres; tiene en las paredes espejos, tapices, y cuadros de muchísimo gusto, y las plantas surgen alegremente por toda la casa, en legítimos jarrones de la China. Pero tiene sobre todo un boudoir oriental que es un encanto… ¡Ah, la maravilla de aquel diván bajito, cuadrado e inmenso, poblado de cojines oscuros de todas formas y matices; suaves, mullidos y tibios como un beso! ¡Cuánto no daría yo por tener uno igual, a fin de hundirme y desaparecer en él durante días enteros, leyendo torres, montañas, y cordilleras de libros, entre un pebetero turco, una piel de leopardo, y un arca de marfil tallada en el Japón!
—¡Todo esto son los restos del naufragio!
Dijo Mercedes al enseñarme la casa, iluminando «el naufragio» con una sonrisa y aludiendo a los tiempos en que vivía en París, en un precioso hotel propio, rica y bien relacionada como una princesa. Y es que, debido a los despilfarros y desaciertos de su marido, han perdido, los dos, casi toda su fortuna, y a eso llaman ellos: el naufragio.
Alberto Palacios, marido de Mercedes, es muy simpático y, como ella, tiene mucho mundo y mucho don de gentes. Noté, sin embargo, que no obstante su galantería y amabilidad exterior, le habló varias veces a ella en un tono que tenía cierto matiz de brusquedad, lo cual me hizo pensar: «Abuelita y tía Clara, deben tener