—Desde entonces —añade Gregoria, sacando las negrísimas manos de la blanquísima espuma, y escogiendo entre su repertorio las más sentimentales expresiones—, desde entonces ¡se acabó la Niña Clara! ¡Ya no volvió a salir más, se metió en la iglesia, y empezó a ponerse delgada y pálida, pálida como está ahora, que más que la Niña Clara de antes, parece la pobre un mismo cirio, de esos que llevan el jueves santo en las procesiones!…
Y con semejante frase, terminó Gregoria una de sus largas disertaciones acerca de tía Clara, ayer a cosa de las once y media de la mañana.
Ahora bien, como soy tan aficionada a metáforas o símbolos, y como para desarrollar un tema apropiado tengo esta elegancia y esta fecundidad que ya desearía tener cualquiera de esos admirables poetas llamados simbolistas u orfebres, es claro, al oír que Gregoria esbozaba el símbolo del cirio, no quise perder la ocasión de desarrollar un tema tan adecuado, y así, mientras ella volvía en silencio a su trabajo, yo me hundía en el terreno de las afinidades psicológicas, y acostada siempre en el baúl, y mirando a lo lejos la montaña, me puse a comentar el caso diciéndome a mí misma llena de la más dulce melancolía:
—Sí; pobre tía Clara, sí… Eres el cirio votivo, cuyo fuego idealista va consumiendo, consumiendo tu propia vida; y tu vida, es la luz mística y perseverante que olvidada de todos, arde en la sombra, bajo el silencio y bajo la soledad de los altares. A nadie alumbró nunca esa luz tuya, y el día en que te apagues no dejarás a tu alrededor ni oscuridades, ni fríos de tristeza porque sólo has sido fuego lírico de sacrificio, porque en el lento consumirse de tu vida, ni fuiste jamás lumbre en el hogar, ni serás nunca luz para el camino…
Así andaban más o menos mis poéticas consideraciones, y así hubieran andado muchísimo tiempo más, si no fuera porque, de pronto, se abrió bruscamente la puerta del corral y como al conjuro de algún encantamiento apareció en ella la cabeza de tía Clara; pero no en aquella actitud macilenta, propia de los cirios, no, sino agitadísima, encendidos los ojos y un tanto molesta, que decía encarándose conmigo:
—¡Mira, María Eugenia, si en lugar de estar en el corral a puerta cerrada, ensuciando con tu cabeza la ropa que nos vamos a poner, estuvieras «donde te corresponde», no sería menester llamarte a gritos por toda la casa, exactamente lo mismo que a Chispita, cuando le da por esconderse debajo de algún mueble. Hace ya más de media hora que, sin acordarme de tu dichosa manía por el corral, ando loca detrás de ti registrando la casa entera: ¡te llaman por teléfono!
—¡¡Eureka!! —exclamé, por ser ésta, aunque un poco pretenciosa, la única interjección a que me ha dejado reducida Abuelita—. ¡Eureka! y ¡eureka! ¿Quién podrá ser y para qué me querrán?
Y levantándome en un salto de encima del baúl, atravesé como corriente de aire por patios y puertas, hasta llegar al teléfono y pronunciar la mágica palabra:
—¿Quién es?
Y era la mil veces bendita Mercedes Galindo, que me llamaba para invitarme a que fuese en la noche a comer con ella. Tío Pancho haría las veces de acompañante o chaperon, vendría a buscarme y volvería a traerme, ya estaba convenido. Mercedes añadió:
—… y quiero que a la noche estés muy bonita, es decir, tan bonita como el otro día, que es lo más bonito a que puede llegar una persona.
Esta frase que me pareció resplandeciente de verdad, lo mismo que me parece resplandeciente de luz el sol del mediodía, me puso de un admirable buen humor. Y como afortunadamente, por el teléfono, yo no podía percibir el perfume turbador que usa Mercedes, ni la fastuosa palidez de sus perlas, ni el suave brillo de su vestido de terciopelo, ni aquella encantadora sonrisa que es un escándalo de labios rojos y de dientes blancos; como por el teléfono, repito, no me era dado el percibir esta serie de circunstancias, las cuales a más de la persona, contribuyeron a despertar en mí el día de su visita aquel importuno sentimiento de timidez, libre por completo de dicho sentimiento, me fue dado el contestar con mucha elegancia a su amabilidad diciendo: que si tal opinaba ella, yo entonces, me vería obligada a creer que su casa era como los severos y desnudos claustros de los conventos en donde los monjes acaban por olvidarse de sí mismos a fuerza de no mirarse nunca en los espejos.
Esto dije a Mercedes, lo cual era decir en pocas palabras que su belleza es superior a la mía, cosa que puede pasar como finura, pero cuya falsedad salta inmediatamente a la vista. Mercedes es muy linda, sí, Mercedes es preciosísima, pero yo soy todavía mucho más bonita que ella. No cabe duda; soy más alta; más blanca; tengo más sedoso el pelo; tengo mejor boca y muchísima mejor forma de uñas. La gran ventaja de Mercedes sobre mí es aquel refinamiento suyo, sí; aquel chic incomparable… ¡claro! si todo lo encarga siempre a París… ¡Ah, si yo tuviera dinero!… ¡Ah, si tío Eduardo no me hubiera quitado las tres cuartas partes que me correspondían en San Nicolás!
Pero volviendo al teléfono:
Después de aquellas mutuas y galantes réplicas, y después de muy cariñosas despedidas, se dio por terminada nuestra conversación. Yo entonces, me vine aquí, a mi cuarto, le eché dos vueltas de llave a la puerta, con el objeto de que tía Clara no entrase de sopetón, a cortar por segunda vez el hilo de mis pensamientos, y así, tomada esta precaución, comencé a deliberar. Lo primero que hice, fue abrir la hoja de mi armario de luna e instalarme de pie frente a él, es decir, hacia el lado derecho del armario, que es donde se alinean en fila todos mis vestidos. Una vez allí, con los dos brazos en jarras sobre la cintura, actitud esta que diga lo que diga Abuelita es sumamente propicia en los momentos de gran indecisión, poco a poco, fui pasando revista. Y así mientras mis ojos iban de un vestido a otro vestido, mis labios murmuraban por lo bajo a modo de letanía:
—¿Cuál me pondré? ¿Cuál me pondré? ¿Cual me pondré?
Y por fin resolví ponerme mi vestido de tafetán.
Ya resuelto este primer problema, arrastré mi silloncito hasta colocarlo junto a la ventana, me senté en él adoptando una posición muy cómoda, y comencé a pensar así:
—Seguramente que esta noche irá también a la comida el tan anunciado y tan cacareado Gabriel Olmedo. Sí; no hay duda que irá y que me lo presentarán hoy mismo. Bien. Hay que tener en cuenta las leyes draconianas que Abuelita y tía Clara suelen aplicar a la cuestión del luto: un invitado extraño puede dar a una comida cierto aspecto de fiesta, y si ellas, por desgracia, se dan cuenta del aspecto: ¡patratrás! o me llaman «hija sin corazón» lo cual es muy desagradable, o me dejan sin ir a la comida lo cual es mucho más desagradable todavía. ¿Qué hacer?
Y como en el almacén de mi cabeza, nunca faltan recursos para allanar el conflicto, a guisa de precaución, decidí elaborar la siguiente mentira: Diría que Mercedes se encontraba sola, solísima, completamente sola, que su marido estaba ausente y que por esta razón me invitaba ella para que fuese a acompañarla.
Y es claro, luego de haber resuelto este segundo interesantísimo problema de la eliminación de comensales, me quedé tan satisfecha como debe quedarse un general