En definitiva, la experiencia etnográfica de documentar los acontecimientos y las autoconcepciones de las personas sobre la vida colectiva e individual nos ubicó en la vida rural de la ciudad, haciéndonos conscientes de la falta de estimulación de la tierra y la venta de alimentos locales en las plazas de mercado de Santa Marta. Aún se desconoce la agricultura familiar en las montañas que rodean la ciudad y sus habitantes continúan sin tener los medios óptimos para producir y comercializar los productos, sin el respaldo suficiente para competir con los precios que se imponen desde la ciudad. En ese sentido, cada uno de los relatos campesinos nos dejó ver el potencial productivo a lo largo de la historia y cómo fue desplazado por cultivos de uso ilícito, hidroeléctricas, extracción de carbón, conflicto armado, turismo y balnearios de fin de semana; todo esto, dejando atrás el potencial para producir alimentos, generar mercados locales y desarrollo rural.
Características del campesinado del Magdalena Grande
Al hablar del Magdalena Grande debemos tener claro que este nombre hace referencia a los territorios comprendidos por los actuales departamentos del Cesar, Magdalena y La Guajira, y que fue definido de esta forma a partir de 1886, cuando el Magdalena fue reconocido como departamento. Este amplio territorio, que comprende montañas, sabanas, llanuras, ciénagas y ríos, ha sido escenario de confluencia para muchos grupos de indígenas, campesinos, afros y pescadores que van y vienen por estos paisajes motivados por la esperanza de una mejor vida y huyendo de los múltiples conflictos que han afectado sus territorios y que han convertido el Caribe en la mayor diáspora campesina del país.
Los orígenes del campesinado del Magdalena Grande parecen tener diferentes vertientes: por un lado, entre los años de 1948 y 1964 una gran cantidad de colonos llegó del interior del país huyendo de la violencia y refugiándose en las zonas montañosas de los departamentos de Magdalena, Cesar y La Guajira. Por otro lado, una minoría es proveniente de un proceso de mestizaje entre los arrochelados o libres que se refugiaron en los palenques y que pudieron mantener pequeñas propiedades o posesiones precarias aledañas a las grandes haciendas ganaderas que se expandieron desde mediados del siglo XX —mantenidos como reservas de mano de obra para dichas haciendas ganaderas—, pero sin mezclarse con los indígenas, como sí sucedió en el caso de la margen occidental del Bajo Magdalena en lo que hoy son los departamentos de Atlántico, Bolívar, Sucre, Córdoba y parte del Urabá chocoano y antioqueño. En el Magdalena Grande los indígenas que perdieron sus tierras bajas (a excepción de los chimilas, que se mantuvieron hasta la segunda mitad del siglo XX) fueron desplazados y tuvieron que refugiarse en las partes medias y altas de las montañas, especialmente en la Sierra Nevada y la Serranía de Perijá, hacia donde fueron empujados por los procesos de colonización que se dieron a raíz de las diferentes bonanzas económicas que se desarrollaron en estos territorios. Queda un grupo más reducido de pequeños agricultores y pescadores que vive aún a orillas de las grandes ciénagas de la margen derecha del río Magdalena; sin ninguna propiedad de las tierras, solo las utilizan en verano cuando no están inundadas, aunque también buscan ser utilizadas por los ganaderos cuando no hay pastos en las sabanas y deben llevar el ganado a donde hay agua. Estas tierras son disputadas por los agricultores no solo por su fertilidad, sino porque aún sin tener títulos (pues están inundadas más de seis meses al año y legalmente son tierras de la nación) permiten un manejo adecuado del pulso de inundación, para luego, durante la bajada de las aguas, sembrar cultivos de secano como el arroz, la yuca y el maíz. Sin embargo, actualmente, con el avance de la mecanización, los grandes ganaderos han hecho diques inmensos en sus fincas y en los linderos de los parques nacionales (Semana, 2015) con el fin de desecar amplias zonas para solicitar su adjudicación como baldío, aunque estos sean espacios protegidos por convenciones internacionales como la Convención Ramsar.
En resumen, los campesinos del Magdalena Grande, a título de hipótesis, se pueden caracterizar como el resultado de procesos sociales en tres grandes grupos:
La colonización rocera en las zonas montañosas, proveniente del interior del país hacia la mitad del siglo XX (la llamada “colonización cachaca”).
Los pequeños asentamientos de grupos de afrodescendientes en los lugares de los antiguos palenques y rochelas, muchos de ellos propietarios de sus parcelas en las zonas planas (“el campesinado negro y mestizo”, que se declara mayoritariamente como afrocolombiano en el Censo de Población de 2005, caso Chiriguaná, el Paso, Pailitas).
Los pescadores y agricultores tradicionales de los bordes de los ríos y de las áreas de inundación de más de seis meses al año (de ascendencia indígena predominantemente, en muchas partes mezclados con grupos negros, pero que no se declaran mayoritariamente como afrocolombianos, caso Ciénaga Grande de Santa Marta, por ejemplo).
Es evidente que estos grupos son solo un tipo ideal que no puede existir en su estado puro, pues hay toda clase de mezclas posibles, lo que aumentaría la tipología del campesinado hasta hacerla prácticamente incomprensible. Sin embargo, una característica constante en cada comunidad es la falta de claridad frente a la tenencia de la tierra, pues según Reyes (2009) no están inscritos en los catastros rurales o estos catastros están completamente desactualizados. Por ello, solo tienen compraventas avaladas por notarios e inspectores de policía rurales, como predios adquiridos de “buena fe”, pero que no están registrados, por lo cual no son papeles suficientes para probar la “buena fe” a la hora de un litigio. No obstante, aunque la posesión en “propiedad” predomina en los Censos Agropecuarios de 1960, 1970, 1971 y 2014, no ha sido suficiente para evitar que más de 20 mil campesinos hayan sido desplazados en la Costa Caribe durante el período comprendido entre 1996 y 2005 (Defensoría del Pueblo, 2016).
Además, todas las comunidades fueron sometidas a procesos de dominación paramilitar y guerrillera en los últimos años del siglo XX y, en algunos sitios, persiste la presencia de bandas criminales derivadas, desde el 2005, del proceso de Justicia y Paz con los paramilitares (caso Zona Bananera, Alta y Baja Guajira), así como la guerrilla del ELN que, actualmente, hace presencia en algunas zonas de la Sierra Nevada de Santa Marta y de la Serranía del Perijá.
La colonización rocera
“Roza” es el proceso de deforestar pequeños parches de bosque primario o secundario con el fin de sembrar cultivos de pancoger —es decir, de subsistencia, como el maíz, el fríjol, la yuca— para entregarlos en pastos a los dueños de la tierra cuando la tierra es “prestada” (en arriendo o aparcería, principalmente; esto es, cuando hay un propietario que la entrega informalmente al campesino para desarrollar su roza). También puede ser “apropiada” cuando la “roza” es hecha por colonos sobre tierras baldías; es decir, pertenecientes al Estado y que podrían ser reclamadas como propias después de un proceso de reclamación ante las autoridades competentes, demasiado dispendioso para un campesino pobre. La principal característica económica es que la roza no da para que el campesino viva. Solo sobrevive endeudado con el tendero o el prestamista que le da el dinero para comprar los productos que el rocero no produce (ropas, herramientas, medicamentos, etc.). Como por lo regular el producto de la roza (lo que logra vender en los lejanos mercados) no le permite pagar las deudas al rocero, este está obligado a seguir a otras tierras esperando encontrar una mejor producción después de dos cosechas como máximo. Sin embargo, la tierra rápidamente se agota y el rocero debe convertirla en pastizales: así la puede vender o entregarla como parte de las deudas a sus acreedores y seguir a otra roza hasta que, al fin, se da cuenta de que no queda más selva que tumbar y sigue a otro sitio más distante de colonización. Estas secuencias están ampliamente documentadas en los principales procesos de colonización de baldíos en la Costa Caribe de Colombia, como los descritos por Fals Borda (1976; 1986), Rodríguez Navarro (1990), Molano (1988), Reyes Posada (1976; 2009) y Zambrano (2002).
Este proceso de la “colonización rocera” se inició, al parecer, en los municipios del Sur del Cesar a mediados del siglo XX, especialmente en lo que hoy son los municipios