La ciudad en el imaginario venezolano. Arturo Almandoz Marte. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arturo Almandoz Marte
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412337129
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y hasta vergonzosa, especialmente al considerar que el Nuevo Ideal Nacional se jactaba de haber dejado apenas siete mil, según recordara el mismo Pérez Jiménez desde su exilio madrileño.[64] Pero la situación era peor de lo que el entonces Presidente llegó a pensar: frisando incluso las 580 mil unidades en zonas de ranchos definidas en el Plan general urbano de Caracas 1970-1990, elaborado por la misma OMPU –lo que representaba 22 por ciento de la población del Área Metropolitana de Caracas (AMC) para 1966– la magnitud de la vivienda informal confirmaba un déficit habitacional que –para un experto como Leopoldo Martínez Olavarría, director del Banco Obrero– ya para finales del período de Rómulo Betancourt alcanzaba 800 mil viviendas a nivel nacional, según las estimaciones más dramáticas.[65]

      Después de convocar al Director de la OMPU, Caldera se alivió pensando que en los así llamados «ranchos» estaban siendo incluidas «muchas viviendas con piso de mosaico, platabanda, varias plantas, diversas habitaciones y todas las comodidades, pero ubicadas en áreas marginales».[66] Era un ejemplo, para el otrora profesor de sociología, de que las ciencias sociales debían hacer más ajustadas y precisas sus definiciones, ya que la diferencia de conceptuaciones implícitas en el criterio «podía conducir a una evaluación sustancialmente diferente del problema y, consecuencialmente, a una programación totalmente distinta».[67] Quizás era también un escamoteo del político hábil frente a una herencia nefasta, engrosada por su propia administración, a pesar de que uno de sus lemas electorales había sido la construcción de «100 mil casas por año».[68] Si bien esta meta fue superada en 1973, devendría legendaria entre las incumplidas promesas políticas en la Venezuela de Puntofijo.

      2. Beneficiado en parte por los ofrecimientos incumplidos de Caldera, así como por el fortalecimiento de Acción Democrática (AD) –escindido desde mediados de los sesenta– el delfín de Rómulo Betancourt, Carlos Andrés Pérez (CAP), logró contundente victoria en las elecciones de 1973, ensombrecida empero por el fantasma de la polarización y el bipartidismo que alternaría a adecos y copeyanos hasta finales de los años ochenta.[69] El enérgico candidato había dejado de usar «sus sombríos trajes oscuros de Ministro de Relaciones Interiores» de Betancourt, sustituyéndoles por llamativos fluxes a cuadros con toques de «marginal urbano», según contrapone Luis Britto García con sarcasmo desde la izquierda radical.[70] Excluida del pacto de Puntofijo, ésta no olvidaría el pasado represivo del ministro, dando pábulo al resentimiento contra el líder carismático y controversial de las décadas venideras.

      Disponiendo de ingresos de más de 45 millardos de dólares, el primer gobierno de CAP (1974-79) se dio el lujo de crear el Fondo de Inversiones de Venezuela (FIV) –destinado a administrar el excedente de renta producido por los altos precios del crudo desatados por la crisis de 1973–[71], así como de nacionalizar el hierro y el petróleo en enero de 1975 y 1976, respectivamente. Fueron hitos históricos de ese período de frenesí económico y social conocido como la «Gran Venezuela», cuyo manifiesto prospectivo fuera el V Plan de la Nación, concebido desde el Cordiplán de Gumersindo Rodríguez.[72]

      Uno de los más espectaculares escenarios regionales de ese proyecto desarrollista fue Guayana, donde se domicilió el holding de empresas básicas agrupadas por la Corporación Venezolana de Guayana (CVG), incluyendo la Siderúrgica del Orinoco (Sidor), Aluminios del Caroní (Alcasa), Venezolana de Aluminios (Venalum), entre otras. Ellas pasarían a estar bajo el comando de Leopoldo Sucre Figarella, otrora Ministro de Obras Públicas, así como titular de Transporte y Comunicaciones durante los años setenta, designado Presidente y Ministro de Estado de la CVG desde 1984.[73] El así llamado «zar» de Guayana no pudo, sin embargo, recuperar económicamente el consorcio de empresas básicas, como una prefiguración del agotamiento de la Gran Venezuela.

      Porque ese Estado corporativo hipertrofió la administración central y descentralizada: si durante la primera década democrática se habían creado, aproximadamente, unas 90 fundaciones, compañías anónimas, asociaciones civiles –incluyendo aluminios Alcasa, Cementos Guayana y la línea aérea Viasa– en los setenta esa cifra pasó a 154 empresas estatales, 28 compañías de economía mixta y 30 institutos autónomos, incluyendo el FIV y Corpoindustria.[74] Con un presupuesto tan acelerado como el paso de CAP el caminante, la Gran Venezuela devino ese descomunal e improductivo «Estado blando», asociado por el economista sueco Gunnar Myrdal, desde la década de 1950, con los desbalances del subdesarrollo y el creciente Tercer Mundo.[75] Después de las nacionalizaciones del hierro y del petróleo, saludadas por Uslar Pietri como señeras oportunidades de enrumbarse hacia el progreso sostenido, la Gran Venezuela trocose en ese leviatán administrativo, que para comienzos de los ochenta, el otrora ministro de Medina Angarita señalaba como una de las patologías de nuestro subdesarrollo: «Un adiposo Estado, sin esqueleto ni músculos, que crece como los protozoarios por adición y segmentación cubriendo un espacio inerte».[76]

      Sin importar los intentos por generar industria básica y de capital, la industrialización se concentró en bienes de consumo final, altamente dependientes de ciudades aglutinantes de mercados urbanos, acentuando el proceso de concentración demográfica en el territorio. Al mismo tiempo, más que el aparato productivo, fue el Estado quien terminó jugando rol «determinante a través de la difusión del gasto corriente»; a esa debilidad estructural del ingreso se sumó la distorsión causada por la demanda de bienes y servicios suntuarios de una sociedad crecida como rica sin verdaderamente serlo, lo que llevó, por ejemplo, al incremento desmesurado de importaciones suntuarias y, en siete veces, el consumo directo en el extranjero durante la década de 1970.[77]

      3. Al recibir de CAP, en 1979, una «Venezuela hipotecada» por una deuda pública que, según el presidente saliente no llegaba a 74 millardos de bolívares, pero que según el entrante superaba los 110,[78] el gobierno de Luis Herrera Campins (1979-84) se propuso «sincerar la economía» mediante la eliminación de subsidios y liberación de precios, en medio de una inflación rayana en el 20 por ciento.[79] Mientras la productividad laboral declinaba, no se incrementaron las inversiones públicas, siguiendo un relativo enfriamiento de la economía, según una política «monetarista» influida en parte por el libre mercado de los Chicago Boys en Chile. La famosa Venezuela hipotecada denunciada por Herrera no solo no pudo con la deuda externa, sino que ésta más bien aumentó; el fin de la prosperidad de la Gran Venezuela llevó al fatídico Viernes Negro, 18 de febrero de 1983, cuando comenzando el año de celebraciones bicentenarias del natalicio del Libertador, el gobierno hubo de devaluar el bolívar y controlar el cambio para frenar la fuga de capitales.[80] Desde la década de 1960, la libre convertibilidad de la divisa venezolana había permanecido en torno a 4,30 por dólar, suerte de piedra angular de la estabilidad económica, política y hasta psicosocial de la democracia venezolana, inmune en apariencia a las hiperinflaciones y dictaduras de los vecinos latinoamericanos.[81] Pero con 128 millones de bolívares fugados del país entre el 7 de enero y el 4 de febrero de 1983, el Banco Central debió suspender la venta de divisas el viernes 18, por primera vez en décadas, para proceder a devaluar de 4,30 a 6,50, según decreto 1.841 del 22 de febrero. «La decisión tenía no solo implicaciones económicas sino políticas y hasta psicológicas», al decir de Manuel Felipe Sierra: «Una larga estabilidad de la moneda había convertido al bolívar en una suerte de fetiche o referencia mítica».[82]

      Junto a la devaluación de la moneda emblemática, después del sonado caso del buque Sierra Nevada que ensombreciera la salida de CAP de la presidencia, continuaron los escándalos de corrupción durante las administraciones de Herrera y Jaime Lusinchi (1984-89). Fueron epitomados por los chanchullos en el control cambiario de Recadi y las intrigas palaciegas de Blanca Ibáñez, secretaria privada de Lusinchi, a pesar de que erradicar la corrupción había sido consigna electoral de ambos presidentes.[83] La descomposición en esta segunda etapa del Estado liberal democrático pareció así conducir a un desengaño y frustración colectivos, agravados por la hipertrofia burocrática: ya para 1980 había 300 entes descentralizados, los cuales consumían 70 por ciento del presupuesto nacional, participación que solo alcanzaba el 30 por ciento en 1960. El gasto público socavó las reservas internacionales de 10 millardos a apenas 300 millones de dólares para 1988.[84] El cuadro político se había vuelto asimismo inestable y tercermundista, especialmente durante el folletinesco gobierno de Lusinchi, cuyas cuitas secretariales daban pábulo al culebrón palaciego, como el de las telenovelas venezolanas