La ciudad en el imaginario venezolano. Arturo Almandoz Marte. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arturo Almandoz Marte
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412337129
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occidental, liderada por Estados Unidos desde la segunda posguerra.[4]

      Resonaba en Liscano algo del arielismo de los humanistas venezolanos de las generaciones del 18 y 28, si se nos permite retomar estos años sin connotaciones políticas contra el gomecismo, como ocurriera de hecho en el caso de don Juan. Algunos de sus miembros, como Mariano Picón Salas, habían escuchado los ecos de Darío y Rodó, de Manuel Ugarte y Francisco García Calderón, lo que de jóvenes les sublevó ante al supuesto materialismo anglosajón.[5] Pero la Segunda Guerra Mundial los haría capitular ante el portento estadounidense, tal como reconocería el mismo don Mariano en sus visitas a ciudades y universidades norteamericanas en los años de la Buena Vecindad. También se habían opuesto algunos de aquellos humanistas a la penetración del consumismo y la sociedad de masas, sobre todo en la insensata bonanza de la Venezuela petrolera, tal como hiciera Mario Briceño Iragorry en Mensaje sin destino (1951).[6]

      Eran cuestiones que parecían superadas entre la intelectualidad venezolana del último cuarto del siglo XX, como ya veremos, de manera que podemos atribuirlas al pesimismo generacional de Liscano, inaudible ya, como él mismo sabía, en un país de escritores crecidos en ciudades grandes, aunque no fueran grandes ciudades. Una Venezuela de aparente estabilidad económica y política, respetada en una Latinoamérica sintonizada con los avances del fin de siglo, aunque fuera un continente todavía subdesarrollado. Pero allende los supuestos atributos de su generación que no eran exigibles a las siguientes, como el argos seguramente reconocía en su fuero interno, había un aspecto vigente de aquella crítica formulada en la segunda edición de su Panorama…, reconfirmado por don Juan en 1999. Se trataba del «nihilismo como negación de todo», el cual formaba parte «del alma juvenil actual», llevando a las nuevas generaciones a desconocer a escritores consagrados; era una postura diferente de la suya, por ejemplo, al asumir la dirección del Papel Literario de El Nacional en 1943, cuando abrió sus páginas «a los jóvenes de entonces y a los mayores de entonces».[7]

      2. Junto a los resabios sobre el olvidado humanismo y el creciente nihilismo entre los escritores venezolanos del fin de siglo, los cuales podrían pensarse más asociados con el ensayo, también en el dominio narrativo había una posición literaria diferente, la cual contraponía Liscano en términos generacionales y culturales. Como llevando al terreno de la ficción su tesis sobre el humanismo eclipsado del intelectual secular, al comentar con admiración la obra narrativa de grandes nombres de los años setenta y ochenta, como Ednodio Quintero, José Balza y Luis Barrera Linares, entre otros, resintió empero el autor de Panorama de la literatura venezolana actual:

      A diferencia de mi generación y de las que le precedieron, carentes de verdadera formación profesional literaria, las actuales dominan técnica, métodos críticos, lecturas, procedimientos, estilos, lenguajes pero carecen, casi siempre, de un cuerpo de ideas que otorgue a la obra un sentido metaliterario. Son dueños de la técnica, pero no de las ideas monumentales de los narradores del siglo XIX, desde Tolstoi y Dostoievski, Balzac y Flaubert, Dickens y Kipling, hasta Melville, Henri [sic] James, Conrad, Thomas Mann, Hermann Hesse, André Malraux, D. H. Lawrence, Kafka, Aldous Huxley…[8]

      Es discutible esa falta de sentido metaliterario, como la llamara don Juan, en los casos de académicos arriba mencionados, como Balza, Barrera y Quintero, cuyas obras ensayísticas y fictivas demuestran su familiaridad con esos clásicos universales; no solo en el caso de Balza, con estudios sobre Proust y otros autores trabajados a lo largo de su carrera docente, sino también en el de Quintero, quien no obstante venir de la ingeniería, ha enseñado literatura y reconocido influencias diversas en su propia obra, desde Hesse y Cortázar en la etapa juvenil, hasta Flaubert y los japoneses en la madurez.[9] A pesar de ello, creo que resulta válida la actualización planteada por Liscano en lo concerniente a la relación entre generalismo y especialización del narrador, la cual ya ha sido abordada en libros anteriores de esta investigación a propósito del ensayo.[10] Ese manejo profesional de las técnicas narrativas por parte del novelista, debido a su propia formación académica y crítica, va a ser uno de los rasgos del corpus de obras a revisar en este cuarto libro de la investigación; algunas de ellas han sido escritas por especialistas en literatura, haciendo que éstos puedan aparecer aquí referidos en la doble condición de novelista y crítico.

      3. Otra cuestión que pudiera aducirse como parte de una característica generacional es el modo de entender el tema urbano en tanto algo diferenciado de la realidad natural del escritor. Sabemos que la «temática urbana» no le interesaba a don Juan, a diferencia de «la agrarista tradicional o bien la fantástica», tal como confesaría él mismo al comentar la obra de Alberto Jiménez Ure, cuentista novel del fin de siglo.[11] Pero más que ese desinterés propio de un hombre nacido en la todavía rural Venezuela gomecista, quien había dedicado buena parte de su obra ensayística a la cultura popular y la relación con la tierra, resulta significativa su crítica a lo que él llamara el «costumbrismo urbano» de la generación posterior a Los pequeños seres (1959).

      Negar el costumbrismo decimonónico y la narrativa agraria para caer en un costumbrismo urbano (el barrio, el malandro, la clase media empobrecida, la jerga, etc.) no significa superación creativa alguna. Y es lo que guía a algunos narradores jóvenes. Por supuesto no cabe incluir la creación de Salvador Garmendia en esta observación, porque su obra aunque se afinque en la realidad popular del barrio, contiene elementos trascendentales de penetración en las conductas humanas alienadas, distorsionadas por el envolvente y exasperante ambiente urbano de los pequeños seres. De todos modos, hay un riesgo en querer ser demasiado fiel al tema de la vida en los barrios de la ciudad.[12]

      Sin embargo, la del costumbrismo urbano no ha sido cuestión planteada tan solo por un autor con la perspectiva generacional de Liscano, sino también por críticos más jóvenes como Julio Ortega. Justamente en conferencia dictada en Caracas en 1993 sobre las voces de la ciudad posmoderna, el profesor peruano advirtió que «el registro de esas voces pasa todavía por un anacronismo bastante empobrecedor: el costumbrismo, el criollismo, el pintoresquismo literario»; ello ha llevado a escritores jóvenes a creer que «dar cuenta de la intimidad urbana es reproducir esas voces desde el paradigma costumbista, esto es, desde una reproducción que se quiere fiel pero que es estereotípica, que pretende ser astuta y humorística pero que es denigratoria y empobrecedora».[13]

      Actuando como crítico literario, además de poeta, Harry Almela también cuestionó la asociación establecida por la narrativa venezolana entre modernidad, experimentalidad formal y ciudad a partir de la novelística de Guillermo Meneses, con la cual se habría pretendido contraponer y superar el regionalismo a lo Rómulo Gallegos:

      La pasión que despierta El falso cuaderno viene de allí, de su capacidad de convertirse en texto que reflexiona sobre la escritura, creando con su entretejido experimental y autorreferencial una cáscara de cierto espesor que protege al texto de la realidad y de la vida misma. Al fin, la narrativa venezolana abandona su pasión costumbrista y criollista, acercándose a los prestigios de la narrativa occidental y contemporánea. Como si el costumbrismo y el criollismo sean propiedad exclusiva de la falsa contradicción campo/ ciudad. Como si al [sic] hablar de la ciudad, aún en clave experimental, no sea otra forma de costumbrismo.[14]

      Almela cuestionó así las categorías de costumbrismo y criollismo, que remiten a la dicotomía entre campo y ciudad todavía presente en los estudios culturales de mediados del siglo XX, pero desdibujada ya en el medio venezolano de fin de siglo, así como en el dominio conceptual y teórico del urbanismo.[15] Si bien este planteamiento demanda, desde la perspectiva sociológica y geográfica, referencias que esperamos ir desarrollando a lo largo de este libro, es relevante desde ahora el cuestionamiento de Almela a esa «ciudad letrada moderna» que «supo rematar su tarea, imponiendo un canon estético que dura hasta los ochenta en la poesía y hasta los noventa en la narrativa».[16]

      Más que por haber sufrido ese costumbrismo urbano un agotamiento temático y lingüístico, como advirtiera Ortega, creo que una de las particularidades narrativas del fin de siglo estriba en que, sobre todo para generaciones venezolanas posteriores a 1958, lo urbano no era un tema entre otros, sino una irrenunciable condición o talante del escritor, como se desprende del planteamiento de Almela. Es un talante ensayístico o narrativo –para recordar los dos géneros entrecruzados