Hablando claro. Antoni Beltrán. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antoni Beltrán
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9788418411519
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ningún tipo de dudas que el trasplante fue definitivo en mi restablecimiento y no va a ser aquí donde descubra las ventajas que representó la donación del órgano que hoy forma parte de mi ser. Pero tampoco son menos ciertas, todas las peripecias que sufrí, en los tres años y medio que transcurrieron para poder llegar a él.13

      Sí, es esa fuerza interior que siempre me ha acompañado, la que produjo en mí un estado proclive a la curación, debido a mi voluntad para que sucediera. Eso se podría entender, si se siguen las afirmaciones del biólogo Bruce Lipton (1944), el cual desarrolla una teoría que habla de la influencia que puede ejercer la psiquis en el organismo. De otro modo, es lo mismo a decir que las convicciones pueden llegar a ser deterministas. No obstante, la cosa no la dejé allí y buscando aún más, fue cuando hallé los «campos morfogenéticos». —Que es precisamente, los que le dan el título a este episodio y de los que más adelante informaré, con todo tipo de detalle—.

      Pero atención, todo está escrito en primera persona, porque fue exactamente lo que yo experimenté. Los que me han leído, ya saben que no soy amigo de usar soluciones ilusas o esotéricas y no va a ser ahora cuando comience. Si algo se me reconoce, es que, en todos mis escritos, busco el modo de documentarlos, ofreciendo nombres y fechas comprobables. Y, en eso, es en lo que fundamento el aval de este relato. Con esto finalizo este preámbulo, aunque después volvamos otra vez a retomar las reflexiones que aquí he dejado.

      Para comprender mejor la esencia de este capítulo, es necesario viajar en el tiempo y llegar a los principios de la socialización del Homo sapiens… dentro del eslabón perdido de la transición, de lo que posteriormente alumbraría el nacimiento de nuestra especie. Nacería con esta «la consciencia y, con ella, el conocimiento de la enfermedad». Perturbación que creaba el malestar de las personas. Si bien, pronto se quiso buscar al sujeto responsable, hasta que se encontró. ¡Vaya si se encontró! Fue esa, precisamente, una de las razones fundamentales para encontrar en el animismo las respuestas de los misterios insoldables del universo, el cual, por cierto, quedaba muy reducido en aquellos arcaicos tiempos.

      «Animismo» —palabra que en latín significa: alma—. Concepto que bien pudo ser la primera forma de credo que tuvo el Homo sapiens. Ahí coincidían diversos modos de entender la magia de las cosas que les sucedían. Las montañas, los ríos, el cielo, la tierra, las plantas, los árboles, los animales y hasta las rocas. Cualquiera de los elementos que los rodeaban poseían alma y, consecuentemente, conciencia propia.

      Por eso, dentro de esta configuración cabía la creencia que cualquiera de estos sujetos pudiera sufrir la transformación en seres espirituales, entre ellos se encontraban los propios parientes ya fallecidos, transformados en espíritus antecesores. Todo tomaba una extensión a lo sobrenatural, que se conformaba en los elfos, unos seres bondadosos, pero que, a la vez, también eran responsables de las enfermedades. Estos habitaban los espacios que ocupaban los humanos, pero no se dejaban ver.

      Precisamente, allí se encontraba la esencia de la enfermedad, proveída por espíritus maléficos que penetraban en el cuerpo de las personas, aquejándolas de un mal que, de no superarse, llegaban a fallecer. Ahí fue, necesariamente, donde se toparon con los que ostentaban el oficio más antiguo, el de hechicero o gran sacerdote que, inmediatamente, se convirtió en sanador —del latín, médico—, lo que provocó con seguridad que fueran interpelados del siguiente modo… «¿Quiénes son esas gentes que osan violentar la voluntad de los espíritus?». Esta pregunta bien se la pudieron haber planteado a los primeros sanadores, que se atrevieron a entrometerse en el destino final de los humanos.

      Sí, me estoy refiriendo a lo que anunciaba al principio del capítulo anterior, cuando indagaba: «¿cómo eran los que tenían el deber de intentar curar al enfermo?». Más adelante, lo completaba con otras preguntas, donde trataba de averiguar; «¿quiénes éramos, de dónde veníamos y hacia dónde íbamos?». Añadiendo la advertencia que, tanto médicos como clientes —pacientes— éramos los mismos. ¿Recuerdas? Pues bien, las preguntas ya fueron contestadas a lo largo del episodio al que me estoy refiriendo. Y lo que quedó pendiente de concretar fue; «¿cómo son los médicos? A lo que ahora, para complementar, creo conveniente añadir; «¿cuáles son las peculiaridades y conocimientos que deben poseer?».

      El modelo mental es, considero, la clave que ha de permitir que los profesionales de la salud desarrollen su labor de acuerdo a las necesidades que la sociedad actual precisa. Si bien, el hándicap que se plantea es la negación que hacen las universidades de estas cuestiones. El asunto no es tan solo una asignatura pendiente, sino que es preciso sensibilizar a los «órganos responsables de la medicina» de la tendencia que hay a no querer reconocer la importancia que tiene la mente en la curación.

      Estos son los que se escudan detrás de las distintas pruebas analíticas, impidiendo esta nueva concienciación que, a mi juicio, se ajusta científicamente a lo que deseo presentar; los «campos mórficos» que, supongo, son un conocimiento del que presumiblemente pueden adolecer. Cuya fuerza es la compensación a la medicina mecanicista que se practica y que, aunque ya se posee, no se tiene consciencia de ella. Si la entendemos como un impulso, puede representar una gran ayuda en el trabajo, pero, a la vez, y depende cómo, puede resultar devastadora para los enfermos cuando son consultados.

      Observadas estas particulares, volvamos nuevamente al argumento con que iniciaba el segundo apartado de este capítulo. Como anteriormente ya relataba, desde los principios del Homo sapiens la enfermedad estuvo considerada un castigo que enviaban los lémures, por algún incumplimiento de los deberes a que estaban obligados, ya fuera el interesado o su propio clan. Cualquiera que estuviera en aquella situación y lo contemplara desde el mundo de hoy tendría que apreciar la grandeza de aquellos heroicos ungidos que, enfrentándose a los espíritus, les discutían con todo tipo de argucias, entre las que abundaban las ofrendas a cambio del destino que habían deparado para los aquejados desvalidos.

      Y ello fue, sin ningún tipo de duda, lo que le dio a esta profesión un plus muy distinto a cualquiera otra que la civilización haya podido conformar. Ser médico: «equivale a salvar vidas. O, al menos, a intentarlo». ¿Puede haber una labor más grande a la que dedicarse en este mundo? No. La pregunta no es baladí, de sus conocimientos y de su voluntad surge que se estén alcanzando las edades, cada vez más longevas, que disfrutamos. Pero, no es solo eso, también la calidad de vida que en la actualidad gozamos se la debemos a estos profesionales, los cuales lo hacen sin buscar más prebendas que el éxito en su trabajo. Sin duda, no hay nada que pueda compensar tan importante ofrecimiento como es la vida.

      A todo esto, quisiera añadir que los que eligen por profesión la medicina están aceptando una forma de vivir propia de un sacerdocio, o diría más, de la disciplina de un samurái, con los valores que le acompañan, como son: honradez, respeto, cortesía, benevolencia, honestidad y lealtad. Desgraciadamente, todos esos méritos en conjunto escasean y solo los que sean capaces de cumplirlos «podrán desarrollar la capacidad de empatía», imprescindible hoy en día, para el adecuado desarrollo de su labor.

      También se les exigirá guardar los secretos de los enfermos que atiendan. Ahora bien, durante muchos años, la obligación del enfermo a decir la verdad era propia de las confesiones con los sacerdotes, hoy, esta verdad es imprescindible que sea transmitida al médico. Razón por la cual, el médico jamás debe mentir en sus relaciones sociales, so pena de quedar desacreditado profesionalmente. Pues una mentira pondrá en duda todas las verdades que, a lo largo de su vida, haya podido ofrecer.

      Además, es conveniente que mantengan una vida discreta, fuera de las estridencias del mundanal ruido. Hay que reconocer que, la gran mayoría, obran de buena fe, con un desapego total en el momento de ejercer su labor. No buscando en ella otra compensación fuera de su propio entusiasmo,