Nunca digas tu nombre. Jackson Bellami. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jackson Bellami
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416366514
Скачать книгу
casa. Adivino que para enjuagar cualquier debilidad.

      Me quedo a solas con mis pensamientos. Ni siquiera Caleb se atreve a decir nada. Puedo sentirle, aunque él no lo sepa, y está afligido. Quizá por esa razón no habla. No quiere demostrar que, aun con todo el daño que le causé, sigo siendo su amigo.

      —Puede que fuese al atravesarle —opina Beth, irrumpiendo en el porche—. Quizá eso te dio la oportunidad de entrar en él.

      —No me importa haber entrado en Caleb, solo quiero salir.

      —Déjala expresarse, Connor —susurra el dueño de mi cuerpo temporal.

      —Creo que tuviste que desearlo. De lo contrario no habrías poseído el cuerpo.

      —No recuerdo ni haberlo pensado.

      —Hay cosas que no pensamos hasta que las hemos hecho.

      —Eso es cierto —vuelve a decir Caleb.

      —Caleb, necesito que pienses, no que hables —le digo.

      —¿Sigue ahí dentro? ¿Puedes oírle? —quiere saber Beth.

      —Sí, sigue aquí. Yo controlo el cuerpo, pero oigo su voz.

      —Curioso…

      —Lo curioso es que tengo que ir al baño —anuncio.

      —Claro, puedes pasar. Es la puerta de la izquierda.

      —No, no lo has entendido.

      —Joder, Connor, vas a tener que…

      —Caleb lo ha pillado —Señalo la cabeza, como si él se encontrase ahí.

      —Oh, vaya…

      —Exacto, voy a tener que hacerlo con la herramienta de otro chico.

      —Es asqueroso —murmura Caleb—. Solo de pensar en ti agarrando mi…

      —Sí, Caleb, a mí tampoco me gusta la idea, pero tengo que hacerlo.

      Beth me mira con asombro.

      —Los chicos sois increíbles —nos dice—. En el lío paranormal que andáis metidos y os repugna la idea de ir a mear.

      —Tú no lo entiendes, Beth.

      —Por supuesto que no. Yo tengo cerebro.

      Beth se levanta y abre la puerta de su casa.

      —Vamos, la puerta de la izquierda.

      —Tus padres…

      —Han ido a hacer la compra, como cada sábado.

      —Vale.

      En el aseo, demoro el momento todo el tiempo que me es posible. Cuando llega, bajo la cremallera de los vaqueros e introduzco los dedos para extraer a mini Caleb. Mi expresión debe hablar por sí sola, porque además de la incómoda situación me doy cuenta de que Caleb no tiene nada de lo que avergonzarse. Hay que ser idiota para sentir envidia en un momento como este. Ese soy yo, el más idiota del mundo y, pronto, del inframundo.

      Al incorporarnos al porche, las teorías de Beth abarcan toda la cultura cinéfila y literaria sobre fantasmas e historias paranormales. Perdemos la noción del tiempo allí sentados mientras hablamos de la ouija, sesiones de espiritismo y exorcismos.

      —A ver, Beth, esto no es como invocar a un fantasma pronunciando tres veces su nombre —le aclaro, sin saber de lo que estoy hablando—. No va a arreglarse por decir Beetlejuice, Beetlejuice, Beetlejuice…

      —Eso no funcionaría. No eres un demonio o un espíritu travieso —responde, indignada—. Por suerte, tampoco es como en Candyman

      Aunque la escucho, mi mente ha dejado su porche y ha volado hacia casa. ¿Seguiré allí, sobre mi cama? Pienso en mamá, en papá volviendo de la refinería al saber que su hijo mayor ha muerto y en Daisy… Mi hermana pequeña. Mi inocente compañera de juegos. Maldita sea la vida.

      —¿Por qué no pruebas a desearlo? —me sugiere Beth—. Pero no de cualquier manera. Deséalo de verdad, con el alma. Ruega a tu ser poder devolverle el cuerpo a Reynolds.

      —Sí, por favor, deséalo de corazón, Connor. Estoy muy asustado y quiero volver a casa.

      «Lo sé, Caleb. Lo siento».

      —Lo intentaré, aunque creo haberlo deseado con fuerzas antes…

      Me pongo de pie, frente a Beth. Cierro los ojos y estiro los brazos, como si de alguna manera la postura pudiese ayudarme a lograrlo. Respiro…

      —Está bien.

      Intento concentrarme, ignorar los sonidos y acceder al interior. Oigo el corazón de Caleb. Su ritmo es suave y constante. La respiración me llena por completo. Una brisa acaricia el cabello de Caleb, me hace cosquillas sobre la frente.

      Lo deseo.

      Lo imploro.

      Lo hago por él, ese chico que abandoné por cierta posición en clase. El único amigo real que he tenido, pues nuestra amistad no era una farsa, no tenía objetivos. Solo diversión y buenos momentos.

      Rezo por salir.

      Lo anhelo por encima de todo en este instante.

      Porque Caleb merece vivir en plenitud. O al menos no con un egoísta en su interior. Sí, Caleb, vive. Disfruta de la vida que yo ya no tengo. Decide con el corazón, nunca desde la arrogancia de días que aún no han llegado, y que no llegarán.

      Te libero.

      Te añoro, amigo.

      La luz se funde con la oscuridad tras los párpados de Caleb y todo se vuelve cegador. Grito llevado por el miedo de lo que pueda ocurrir. Aunque quiero devolverle su cuerpo a mi viejo amigo, no quiero desaparecer del todo. Y me temo que eso es lo que va a ocurrir.

      No importa si cierro los ojos. A mi alrededor, el fulgor es penetrante, doloroso.

      En un instante, oscuridad.

      Una oscuridad silenciosa.

      Sin final.

image
image

      Buenos días, América

      El niño pedaleaba con fuerza en contra de todo pronóstico a sus diez años. Subía por la calle con el sol de frente. Le gustaba salir temprano en septiembre, después de las vacaciones, por el olor a césped recién cortado y la brisa que anunciaba el otoño. Jugaba a esquivar las primeras hojas que se desprendían irremediablemente de los árboles que discurrían por todo el vecindario, su zona de responsabilidad. Sonreía a aquellos vecinos que pillaba en la puerta y le premiaban con un dólar o una moneda de cincuenta centavos. Poco a poco se acercaba al precio de esas zapatillas con ruedas para la que ahorraba su humilde salario. Se esmeraba en el lanzamiento como si su futuro laboral dependiera de ello. Una casa tras otra, el rollo de papel recién impreso surcaba el aire y la distancia para acabar donde su tirador se había propuesto. Conocía bien las casas y a los que dentro comenzaban a despertar una mañana más. Como la vieja vivienda de la señora Petting, quien encerraba a sus gatos en el porche para evitar que los ratones se colasen. O la de los Barrel, un joven matrimonio que dejaba un par de galletas en una bolsa colgada en la puerta para que el chico desayunara algo durante el trayecto. Pero su favorita, la que hacía que dejara la bicicleta tirada sobre el césped un par de