—¿De dónde ha salido? —preguntó Chris.
—Yo siempre estoy al acecho —respondió Jess.
Los tres se abrieron paso por el pasillo principal mientras el resto de los alumnos miraban el desfile de glamur y vidas arruinadas. Miembros del equipo y alguna que otra animadora se unieron a la marcha de neuronas atrofiadas a medida que avanzaban por las cristaleras marcadas por manos sucias, labios pintados y frases del tipo: «Las clases apestan». El timbre sonó en alguna parte de manera intermitente como la bocina de un viejo coche destartalado. El altavoz continuó con la sinfonía de graznidos hasta que la voz rasgada del director Chambers provocó que todos se taparan las orejas.
—¡Queridos alumnos del William Mayo! —gritó para despertar a los más despistados—. Comienza un nuevo curso y… a lo largo del año escolar… os deseo…
El mensaje quedó empañado por los problemas técnicos de un sistema de audio demasiado antiguo.
—Menuda megafonía de mierda —comentó Chris al entrar en clase de Literatura.
La profesora Brendworth hizo oídos sordos a las palabras del chico. Era el primer día. Ya habría tiempo de reprender a los rebeldes.
—A los miembros de nuestro equipo… —continuó Chamber con el discurso—. Entrenamiento a la hora de Educación Física… Maldito centro asqueroso. Aquí todo está roto…
Fue lo último que se oyó.
—Bienvenidos un año más —interrumpió Brendworth para paliar la mofa multitudinaria que amenazaba con alzarse entre los jóvenes—. Es vuestro año final antes de pasar a la enseñanza universitaria. Espero que juntos logremos tomarnos este último trago de la mejor manera posible.
Bethany levantó la mano.
—¿Qué ocurre, Brown?
—Profesora, lo que esperamos todos es que no nos amargue el curso con lecturas aburridas. El año pasado nos obligó a leer un libro sobre la importancia de la fe en el mundo. ¿Para cuándo uno sobre la influencia de lo maligno?
—Para eso ya tenéis a Stephen King. No admitiré consejos sobre cómo llevar mi clase.
—Pero…
—Cállese, Brown. No estropee el primer día.
Connor miró a su compañera y no pudo evitar darle un like físico con el pulgar acompañado de una sonrisa bobalicona.
Un saludo tras otro, los profesores fueron dando la bienvenida a los alumnos mientras estos se dedicaban a otros menesteres. Como Brian Jones, el camello juvenil de moda, quien aprovechaba las clases para repartir entre sus compañeros una tarjeta de visita con su contacto en caso de precisar terapia narcótica para los estudios. O Ty Meetmore y sus breves vídeos durante las clases en busca de más seguidores en TikTok. Tampoco pasó desapercibido el nuevo look del profesor Zimmer y su barba hípster a sus cincuenta años.
Reencuentros tras las vacaciones, cambios de aspectos y algún que otro estirón. El primer día del curso siempre es una toma de contacto para todos, jóvenes y adultos. Lo que convirtió aquel día en una fecha señalada para Connor ocurrió después del almuerzo, durante la clase de Educación Física.
La mayor parte del equipo de fútbol cursaba su último año en el único instituto de Valley Rock. Coincidieron durante la clase de Educación Física, como anunció el director Chambers de un modo desastroso. Los Timberwolves a la derecha del terreno de juego y el resto de la clase a la izquierda. Alan Monroe llamó a las armas en cuanto todos estuvieron listos.
—Bien, chicos, el entrenador Hastings se retrasará un poco —informó el capitán del equipo—. Me ha pedido que comencemos con el primer entrenamiento y nos ha dejado esto aquí.
Alan señaló hacia el material que descansaba a unos metros de ellos. Protecciones, vallas de salto, testigos de carrera, neumáticos pintados con el gris azulado del equipo… Todo lo necesario para montar una pista de obstáculos y dejarse la piel recorriéndola durante una hora.
—¿Dónde están los conos? —se preguntó Alan al ver el material—. Payton, acércate al almacén de deportes y tráete una docena de conos. No podemos montar esto sin un pasillo de zigzag. Tenemos que entrenar los movimientos.
Connor dejó la formación para entrar en el edificio. Solo tenía que recorrer el pasillo de ciencias hasta la entrada al gimnasio. Allí, junto a las gradas, se encontraba el trastero que utilizaban para guardar el material del equipo de fútbol y gimnasia. Al abrir la silenciosa puerta esperaba escuchar el chirrido del viejo metal, pero no fue eso lo que le sorprendió. Se oía algo, sí, aunque nada tenía que ver con la puerta. Eran respiraciones, alientos de esfuerzos y algún que otro jadeo. Connor se adentró unos pasos. No necesitó más para ver el origen de aquel concierto de resuellos de placer.
El entrenador Hastings, con el pantalón corto a la altura de los tobillos, abrazaba con sus brazos las piernas que le rodeaban la cintura, mientras embestía contra quien fuese que estuviese al otro lado de la repugnante escena. Entonces, tras el enorme cuerpo de piel oscura, un rostro asomó por encima del hombro derecho del entrenador. La profesora Cass Sting, de la clase de Química, se encontraba ligeramente tumbada sobre la montaña de colchonetas antes de ver que alguien les estaba espiando.
—¡Joder! —gritó ella cuando vio a Connor.
—¿Qué…?
El entrenador miró hacia atrás en el instante que Connor se disponía a huir de allí.
—Mierda, es Payton —dijo Hastings.
—Ve tras él, esto no puede saberse.
Hastings se apresuró en guardar sus atributos y corrió detrás de Connor. Le alcanzó en las puertas del gimnasio.
—¡Payton, espera!
Connor se detuvo. La voz grave y autoritaria del entrenador Hastings siempre le había sacado su lado más obediente, pues le recordaba al imponente Michel Clarke Duncan.
—No sé lo que has visto, pero seguro que no es lo que parece. Si quieres seguir en el equipo, más te vale olvidar los últimos minutos de tu vida.
Connor no era un chico fácil de amedrentar. Devoraba las películas de terror con la intención de echarse unas risas a costa de sus estúpidos protagonistas. Sin embargo, no fue la valentía televisiva lo que le hizo reaccionar de una manera desafiante. Si Connor hinchó su pecho para estar a la altura de un hombre en forma con un metro noventa de envergadura fue por su obsesión. Siempre su maldita obsesión.
De manera fugaz, el chico pensó en cómo darle la vuelta a aquella embarazosa situación. Y Connor era el mejor en los juegos de improvisaciones. Así que dejó que la puerta del gimnasio se cerrara y se acercó a Hastings. Mientras lo hacía, se imaginaba fuera del equipo, volviendo a ser un joven sin demasiadas oportunidades de cara a la universidad. La relación con su billete directo al Macalester College se esfumaría en el instante de entregar el uniforme del equipo. Sería de nuevo como los chicos que le miraban por los pasillos. Una estrella estrellada en tiempo récord. No más fiestas. No más privilegios sociales.
Y supo lo que tenía que hacer.
—Verá, entrenador, pensaba olvidarme de todo. No me importa con quién pase el rato.
—Pero…
—Pero no voy a dejar que me amenace —sonrió el chico—. Ni siquiera me ha dado la oportunidad de decirle que no debía preocuparse.
—Pero…
—Pero lo ha hecho. Y lo hecho, hecho está.
—Suéltalo de una vez. ¿Qué es lo que quieres? —dijo Hastings con enfado.
—Quiero ser titular de hoy en adelante. Se acabó