La Roma cristiana
Después de más de tres siglos de persecución contra los cristianos, en el año 391 d. C. Roma adoptó el cristianismo como única religión oficial. Este paso desacralizó en parte la dignidad imperial: el Dios único cristiano no toleraría un rival. El emperador dejó de considerarse divino y tuvo que aceptar el desarrollo de la Iglesia como institución separada en el seno de su imperio. Tales cambios fueron facilitados por la adopción, por parte de la Iglesia, de una jerarquía clerical basada en el modelo de la infraestructura imperial romana. Los obispos cristianos residían en las capitales locales, desde donde ejercían jurisdicciones espirituales (diócesis) que, por lo general, coincidían con las fronteras políticas de las provincias del imperio. No obstante, aunque el emperador ya no era considerado un dios, este seguía teniendo un rol sacro de mediador entre el cielo y la tierra. La Pax Romana continuó siendo una misión imperial, pero pasó de proporcionar un paraíso en la tierra a convertir el cristianismo en la única vía hacia la salvación.
El Imperio romano tardío se enfrentó a tensiones internas y presiones externas. Ya en 284, algunas de sus regiones habían quedado controladas por coemperadores, una práctica que se retomó tras la breve reunificación de Constantino I, quien, en la década de 330, revivió la antigua localidad griega de Bizancio y la convirtió en su capital, renombrándola, sin falsa modestia, Constantinopla. La brecha entre los imperios oriental y occidental se hizo permanente en 395. Ambas mitades sobrevivieron mediante la asimilación de guerreros invasores, en especial el de Occidente, que fue absorbiendo sucesivas oleadas de invasores germánicos, en particular godos y más tarde vándalos. Estos cazadores furtivos, convertidos en guardabosques gracias a los atractivos de la cultura romana y de la vida sedentaria, abandonaron sus incursiones para servir como guardias fronterizos del imperio. Se romanizaron en parte e incluso adoptaron algunas variantes del cristianismo.
Su lealtad a Roma dependió siempre de que los beneficios de la subordinación pesaran más que el atractivo de la independencia. Este equilibro se inclinó en contra del Imperio de Occidente durante los siglos IV y V. En 410, los visigodos saquearon Roma y en 418 se establecieron en el sur de la Galia, para, posteriormente, asentarse en Hispania de forma paulatina. Los francos –otra tribu de la que no tardaremos en volver a hablar– asumieron el control del norte de la Galia hacia 420, después de 170 años de alternar el combate y el servicio a los defensores romanos de la región.2 El Imperio, aliado con los visigodos, pudo rechazar a los hunos a mediados del siglo, pero en 476 un hérulo, Odoacro, derrocó al último emperador de occidente, que respondía al adecuado nombre de Augustulus, «el pequeño Augusto».
Este hecho no fue considerado «la caída del Imperio romano» hasta pasado un tiempo. Para los contemporáneos, Roma había quedado reducida a su mitad oriental con base en Constantinopla, la cual seguía considerándose a sí misma la continuación directa de la antigua Roma. Pero los hechos de 476 no dejan de ser significativos. La ciudad de Roma había dejado de ser la capital del mundo conocido y se había convertido en un precario puesto avanzado en la periferia occidental de un imperio cuyos principales intereses se centraban ahora en los Balcanes, Tierra Santa y el norte de África, y cuya cultura, hacia el siglo VII, era sobre todo griega, no latina. Bizancio experimentó resurgimientos periódicos, pero estaba escaso de recursos humanos, en especial después de las costosas guerras contra los árabes islámicos que se convirtieron en el nuevo enemigo principal después de invadir Palestina y el norte de África hacia 640.
Bizancio tuvo que confiar en los ostrogodos para asegurar el control de Roma. Los ostrogodos eran otra tribu desplazada por la irrupción de los hunos en Europa central durante el siglo V. Conforme a la práctica habitual, Bizancio ofreció estatus y legitimidad a cambio de subordinación política y servicio militar. El líder ostrogodo, Teodorico, educado en Constantinopla, combinaba la cultura romana con los valores del guerrero gótico. Tras derrocar a Odoacro, Bizancio le reconoció como soberano de Italia en 497. La cooperación se rompió durante el reinado del emperador Justiniano, quien aprovechó su reconquista temporal del norte de África para tratar de imponer un control más directo sobre Italia. La subsiguiente Guerra Gótica (535-562) se saldó con la derrota de los ostrogodos y el establecimiento de una presencia bizantina permanente en Italia. Esta presencia, el exarcado, tenía su base política y militar en el norte, en Rávena. El resto de la península quedó dividida en provincias, cada una de las cuales subordinada a un comandante militar, un dux, origen tanto de la palabra «duque» como del título duce adoptado por Benito Mussolini.
El éxito fue temporal, pues los lombardos, otra tribu germánica que había servido como auxiliar de los bizantinos en el conflicto anterior, desencadenaron su propia invasión de Italia en 568. No consiguieron tomar Roma, ni el nuevo puesto avanzado bizantino de Rávena, pero a pesar de ello, establecieron su propio reino, con capital primero en Milán y, a partir de 616, en Pavía.3 Italia quedó dividida en tres. El nuevo reino de los invasores, Langobardia, se extendía a lo largo del valle del Po y dio a esa región su nombre moderno, Lombardía. Los reyes lombardos ejercían un control laxo sobre el sur de Italia, que constituía el ducado lombardo de Benevento. El resto era conocido como la Romaña, o territorio «romano» perteneciente a Bizancio, término que ha sobrevivido hasta nuestros días para dar nombre a la región en la que se encuentra Rávena.
El surgimiento del papado
La influencia creciente del papado, con sede en Roma, dio lugar al surgimiento de un cuarto factor político. Los papas remontaban sus orígenes al «padre» (papa) de la Iglesia por medio de la «sucesión apostólica» desde san Pedro, aunque tan solo tuvieron verdadera libertad de actuación después de que la antigua Roma tolerase el cristianismo. Roma era tan solo uno de los cinco centros cristianos principales, pero la pérdida de Jerusalén, Antioquía y Alejandría a manos de los árabes (638-642) aumentó su importancia, así como la de Constantinopla. La relevancia de Roma como ciudad imperial le proporcionaba prestigio adicional, así como su significación emotiva y espiritual en el desarrollo del cristianismo primigenio. A partir de la ejecución de san Pedro y san Pablo, en el año 64, los 30 obispos previos al Edicto de tolerancia de Milán (313) fueron elevados por la Iglesia a la condición de santos y mártires.4
El que la evolución del papado romano fuera diferente a la del patriarcado oriental de Constantinopla fue importante para el futuro Sacro Imperio Romano. Bizancio retuvo la estructura centralizada imperial, con una cultura de subordinación jerárquica y administración escrita que descendía directamente de la antigua Roma. Esto le proporcionó dos características de las que la Iglesia occidental carecía casi por completo. El patriarca continuó subordinado al emperador y la pretensión de fijar la doctrina teológica por escrito hizo que las diferencias doctrinales fueran mucho más pronunciadas que en la Iglesia occidental, más descentralizada y mucho menos interesada en la comunicación escrita. La Iglesia oriental se distanció de la variante del cristianismo denominada arrianismo, que contaba con numerosos seguidores entre los lombardos, y la disputa en torno a los aspectos humano y divino de la naturaleza de Cristo provocó el surgimiento de una Iglesia copta independiente en Siria y Egipto cuando estas regiones todavía eran provincias bizantinas.
La ausencia de estructuras imperiales duraderas privó a los papas romanos del fuerte apoyo político de que gozaba el patriarca oriental.