Este hilo argumental nunca logró explicar por qué los centroeuropeos siguieron siendo tan poco receptivos al liberalismo decimonónico. Tal vez estaban demasiado acobardados por el represivo estado policial, o puede que engañados por una ingenua fe en la benevolencia de los príncipes y su profundo sentido de subordinación.25 Pero los liberales descubrieron que el pueblo llano rechazaba su versión de la libertad, pues la igualdad uniforme entraba en conflicto con unos derechos corporativos guardados con gran celo, que les parecían una salvaguardia contra la explotación del mercado capitalista.26 Los problemas del futuro surgieron, al menos en parte, del rápido desmantelamiento de estos derechos corporativos por la rápida industrialización y urbanización posterior a la década de 1840. Tales cuestiones quedan fuera del ámbito del presente libro.
La pertenencia a las identidades y derechos gremiales ayuda a explicar por qué el imperio resistió a pesar de las tensiones internas y sus desigualdades marcadas. No obstante, no fue ni una bucólica y armoniosa utopía del viejo mundo, ni un primer esbozo de la Unión Europea.27 Al final del Capítulo 12 abordaremos la cuestión de la viabilidad imperial de larga duración a finales del siglo XVIII. Por ahora, nos limitaremos a observar un importante factor de cambio del imperio a largo plazo: el cambio de una cultura de presencia personal y comunicación oral a una basada en la comunicación por escrito. Esta transición, común a toda Europa y uno de los indicadores generales de la transición hacia la modernidad, tuvo consecuencias particulares en el imperio, dada la importancia crucial que se daba en este a la búsqueda de consenso y a la delineación de poder, derechos y responsabilidades con arreglo a una jerarquía de estatus.
La comunicación oral y la cultura escrita coexistieron a lo largo de toda la vida del imperio, por lo que la transición se dio de forma gradual, no por cambios absolutos. Dado que el cristianismo es una religión del libro, tanto las autoridades eclesiásticas como las seculares emplearon normativas y comunicación escritas (vid. Capítulo 7, págs. 318-320 y Capítulo 12, págs. 599-605). Pero, aun así, los mensajes no adquirían plena significación a no ser que fueran entregados en persona por alguien de rango apropiado. La teología de principios del Medievo consideraba que las intenciones de Dios eran transparentes y que las acciones de los individuos no hacían sino mostrar la voluntad divina. Por lo general, era necesario el contacto cara a cara para lograr acuerdos vinculantes. Por otra parte, la escritura era un buen método para fijar tales decisiones y evitar posibles ambigüedades y malentendidos. Al igual que ocurre con la reciente revolución de los medios de comunicación, más reciente y, ciertamente, más rápida, las nuevas formas de comunicación escrita desconcertaron a los contemporáneos. Sin embargo, también se dieron cuenta de sus ventajas. En los siglos XI y XII se desarrollaron técnicas complementarias, tales como el uso de sellos y ciertas formas de tratamiento y estilos de redacción para convencer a los receptores de cartas de que representaban la auténtica voz del autor, pues dotaban al texto de una autoridad permanente.28 El uso de papel en lugar del pergamino facilitó un significativo crecimiento de la cultura escrita a partir de mediados del siglo XIV, mientras que la invención de la imprenta, un siglo más tarde, cambió tanto su volumen como su uso.
Por desgracia, la escritura también hace más obvias las discrepancias, como el papado ya había descubierto durante el siglo XII, cuando comenzó a recibir críticas por impartir dictámenes marcadamente contradictorios. Un rastro documental también puede demostrar cómo se transmite el conocimiento, lo cual hace que a las autoridades les resulte más difícil alegar que ignoraba que estaban haciendo algo mal. Teólogos y teóricos de la política respondieron con la elaboración de una jerarquía de comunicación. La idea de que las intenciones divinas se manifestaban de forma directa en la acción humana amenazaba con reducir a Dios a la categoría de siervo de su propia creación. Esto llevó a desarrollar la idea de un Dios misterioso cuyos designios quedaban fuera del alcance de la comprensión de los simples mortales. Para elevarse a sí mismo sobre sus súbditos, se atribuyó a las autoridades seculares la exclusiva capacidad de comprender «los misterios del Estado» que dejaron perplejos al pueblo llano. Los que detentaban el poder ajustaron su gama de palabras e imágenes en función de la audiencia específica a la que se dirigían. La comunicación buscaba así mostrar la superioridad de las autoridades sobre sus súbditos, tanto –o tal vez más– que transmitir mensajes.29
El lenguaje mistérico del Estado empleado en otros puntos de Europa para promover la centralización se ajustaba mal a una gobernanza imperial basada en el consenso, no en el ordeno y mando, y donde la alta política continuó empleando la comunicación cara a cara. Aunque en el transcurso del siglo XVI los príncipes adoptaron un estilo de gobierno más exaltado, estos continuaron unidos por un marco común, que exponía sus acciones y pronunciamientos a audiencias que no podían controlar. Aunque la cancillería imperial fue pionera en el uso de la cultura escrita, optó por emplearla para dejar constancia y fijar el estatus y los privilegios de aquellos con derecho a participar en el proceso político. Dentro de los territorios que conformaban el imperio, tuvieron lugar procesos, similares en cierto modo, en los que los derechos comunales y corporativos quedaron consagrados en cartas y otros documentos legales. Cada vez más, las instituciones imperiales tuvieron que intervenir para arbitrar disputas en la interpretación de tales derechos. Aunque el sistema mantuvo cierta flexibilidad, los contemporáneos eran cada vez más conscientes de sus discrepancias: dado que los acuerdos se basaban en el compromiso y la improvisación, era casi inevitable que contravinieran algunas reglas formales. A finales del siglo XVIII, la brecha entre estatus formal y poder material se hizo evidente al nivel político más alto con el ascenso de Austria y Prusia a la categoría de potencias europeas de pleno derecho. Si bien la renuencia a abandonar prácticas consagradas daba al imperio cierta coherencia, esto mismo también hacía imposible que sus habitantes concibieran ninguna estructura alternativa. La reforma quedó reducida al mero retoque de estructuras ya existentes y, en último término, se mostró incapaz de soportar el impacto arrollador de las guerras de la Revolución francesa, lo cual forzó la decisión de Francisco II de disolver el imperio.
1 Escrito de Madison, J., 8 de diciembre de 1787, The Federalist 19, en Scott, E. H. (ed.), 1888, 103-108, 105. Para una lectura crítica, vid. Neuhaus, H., «The federal principle and the Holy Roman Empire», en Wellenreuther, H. (ed.), 1990, 27-49. Para una comparación más positiva entre el imperio y Estados Unidos, véase también Burgdorf, W., 23 mayo 2014, [http://www.focus.de/wissen/experten/burgdorf].
2 Pufendorf, S., 1994. Es evidente que Madison leyó esto, pues hace referencia a «las deformidades de este monstruo político»: Scott, E. H. (ed.), ibid., 106. El comentario de Voltaire apareció en 1761, vid. Voltaire, 1963, I, 683.
3 Schneidmüller, B., 2005, 225-246, 236-238. Para ejemplos recientes de su persistencia, vid. Winkler, H. A., 2006-2007 y Myers, H., 1982, 120-121. Para un debate más detallado, vid. Wolgast, E., «Die Sicht des Alten Reiches bei Treitschke und Erdmannsdörffer», en Schnettger, M. (ed.), 2002, 169-188.