Al igual que sus predecesores romanos, los gobernantes del imperio no llegaron a asumir condición de sacerdotes, si bien, hacia mediados del siglo X, su ritual de coronación se asemejaba al ordenamiento de un obispo, pues incluía ungimiento y recepción de vestiduras y de objetos que simbolizaban autoridad tanto espiritual como secular.33 En los dos siglos posteriores a Carlomagno, los emperadores siguieron el ejemplo de Constantino de 325 y convocaron sínodos eclesiásticos para debatir de doctrina y gobierno de la Iglesia. Otón II introdujo nuevas imágenes en monedas, sellos y textos litúrgicos iluminados que le mostraban en un trono elevado y recibiendo su corona directamente de Dios, al tiempo que las insignias reales cada vez se trataban más como reliquias sacras.34 Otón y sus tres sucesores siguientes asumieron puestos de canónigos catedralicios y abaciales, con lo que combinaban roles seculares y eclesiásticos, aunque no en los cargos más altos del clero.35
Esta tendencia fue interrumpida por el choque sísmico con el papado, la llamada querella de las investiduras (vid. págs. 50-53), en la que Enrique IV sufrió la humillación de ser excomulgado por el papa en 1076. Tras este golpe resultaba difícil creer que el emperador fuera santo, ni siquiera pío; el énfasis en la divinidad de su misión imperial sonaba cada vez más discordante. A los reyes les resultaba imposible estar a la altura del ideal de Cristo en sus vidas personales y en sus actos públicos. Es más, tal y como observó Gottschalk, notario de Enrique IV, las pretensiones de sacralidad del emperador dependían del ungimiento por parte del papa, con lo que corría el riesgo de reconocer la superioridad del pontífice.36 El imperio no aspiraba a la monarquía sacra como la de Inglaterra o la de Francia, donde los reyes afirmaban tener el poder taumatúrgico del Toque Real.37 Esto explica, probablemente, por qué el culto a san Carlomagno arraigó con más firmeza en Francia, donde se celebró con un día festivo desde 1475 hasta la revolución de 1789.38 Ni Carlomagno, ni Enrique II y su esposa Cunegunda (los dos canonizados, en 1146 y en 1200, respectivamente) acabaron convirtiéndose en santos reales nacionales del imperio, al contrario que Venceslao de Bohemia (desde 985), Esteban de Hungría (1083), Canuto de Dinamarca (1100), Eduardo el Confesor de Inglaterra (1165) o Luis IX de Francia (1297).
El rebrote de la tensión papado-imperio de mediados del siglo XII (vid. págs. 59-63) confirmó la imposibilidad de legitimar el poder del imperio por medio de un reinado sacro. La familia Hohenstaufen, en el poder a partir de 1138, trasladó el énfasis del monarca a un imperio sacro y transpersonal al emplear por vez primera el título Sacrum Imperium en marzo de 1157.39 El imperio quedaba santificado por su misión divina, de modo que ya no necesitaba la aprobación papal. Esta idea poderosa sobrevivió a la eliminación política de los Hohenstaufen en 1250 y persistió más adelante, incluso durante los largos periodos en los que no se coronó emperador a ningún rey alemán.
ROMANO
El legado de Roma
El legado romano tenía un atractivo poderoso, pero difícil de asimilar en el nuevo imperio. El conocimiento de la antigua Roma era imperfecto, si bien en el siglo IX mejoró gracias a un movimiento intelectual y literario, el llamado renacimiento carolingio.40 La Biblia y las fuentes clásicas presentaban a Roma como la última y más grande de una sucesión de imperios mundiales. Tanto la palabra germana káiser (Kaiser) como el ruso zar (tsar) derivan de Caesar (césar) y el nombre Augusto (Augustus) es también sinónimo de «emperador». Carlomagno era representado en las monedas vestido de emperador romano y coronado con hojas de roble.41 Pero Carlomagno no tardó en dejar de usar el título Imperator Romanorum impuesto por León III, tal vez para evitar provocar a Bizancio, que seguía considerándose a sí mismo el Imperio romano (vid. págs. 137-143). Otra razón era que el adjetivo «romano» no era considerado necesario, pues no había necesidad de emplear dicho calificativo en una época en la que no se tenía por «imperial» a ninguna otra potencia.
También existían presiones domésticas contrarias a la unión con Roma. Carlomagno era soberano de su propio reino, lo cual estimuló imitaciones: tanto el polaco król, como el checo král y el ruso korol, que significan «rey», derivan de «Carlos». Los francos no estaban dispuestos a renunciar a su identidad y entremezclarse con los pueblos recién conquistados y convertirse en un único grupo de ciudadanos romanos. Pues, aunque los francos estaban romanizados, el centro de su poder se hallaba en y más allá del Limes, las fronteras del antiguo Imperio romano. Perduraba el recuerdo, como las conocidas historias que explicaban cómo César en persona había puesto los cimientos de varios edificios de importancia. No obstante, la mayoría de asentamientos romanos habían perdido importancia o estaban abandonados por completo. Las instituciones romanas influían en la gobernanza merovingia, pero también habían sido modificadas en profundidad o reemplazadas por métodos completamente nuevos.42 En Italia la situación era diferente, pues allí tres cuartas partes de las antiguas ciudades seguían siendo centros económicos y de población en el siglo X y, a menudo, conservaban su trazado urbano original.43 El control franco de Italia era muy reciente, se remontaba a 774 y fue desbaratado por la partición del imperio carolingio en 843. Italia y el título imperial fueron reunidos con los antiguos territorios francos orientales en 962, pero en ese momento estaban bajo soberanía de la dinastía otónida de Sajonia, región que nunca había formado parte del Imperio romano.
Para ganar el favor de las tierras al norte de los Alpes los otónidas adoptaron las tradiciones francas con gran ostentación. Otón I vestía como un noble franco y se presentó en Aquisgrán como continuador directo de la soberanía carolingia, no de la romana. El cronista de su corte, Viduquindo de Corvey, ignora en su historia la espléndida coronación imperial en Roma (962) y presenta a Otón en 955, después de su victoria sobre los magiares en Lechfeld, como «padre de la Patria, amo del mundo y emperador».44 Aun así, las tradiciones romanas fueron relevantes para Otón I y sus sucesores. Es improbable que la adopción en 998 por parte de Otón III del lema Renovatio imperii Romanorum formase parte de un plan coherente, pero la ulterior controversia histórica sirve para revelar la importancia dual de Roma, como centro imperial secular y como ciudad de los apóstoles y madre de la Iglesia cristiana.45
En su origen, el título imperator quería decir «comandante militar». Adquirió un sentido político con César, pero sobre todo con su sucesor e hijo adoptivo, Octavio, que asumió el nombre de Augusto y reinó como primer emperador pleno a partir de 27 a. C. El título evitaba herir la identidad romana, basada en la expulsión de los reyes originales a finales del siglo VI a. C. y disfrazaba la transición del gobierno republicano a gobierno monárquico. El que los soldados aclamasen emperador a un general victorioso indicaba elección por mérito y capacidad, no una sucesión hereditaria, lo cual podía ser reconciliado con la continuación del Senado romano, que daba respaldo formal a la decisión de la tropa.46 Este método podía adaptarse con facilidad a las tradiciones francas y cristianas. La monarquía germánica también