Antes de proseguir, es menester clarificar el término «imperio». El imperio carecía de un título establecido. Aun así, siempre se le calificó con el adjetivo imperial, incluso durante los prolongados periodos en los que lo dirigía un rey en vez de un emperador. A partir del siglo XIII, el término latino imperium fue desplazado de forma gradual por el germánico Reich. Como adjetivo, la palabra Reich significa «rico», mientras que como sustantivo significa tanto «imperio» como «dominio», pues está presente en los términos Kaiserreich (imperio) y Königreich (reino).6 No existe una definición aceptada de manera universal de qué es un imperio, aunque la mayoría de interpretaciones tiene tres elementos en común.7 El criterio menos útil es el tamaño. Canadá abarca casi 10 millones de kilómetros cuadrados, más de 4 millones más que el antiguo Imperio persa o que el de Alejandro Magno, pero pocos defenderían que se trata de un Estado imperial. Los emperadores y sus súbditos han carecido, por lo general, de la obsesión de los sociólogos por la cuantificación. Por tanto, una característica definitoria más significativa de un imperio sería su absoluto rechazo a definir límites, tanto a su extensión física como a sus ambiciones de poder.8
La longevidad es un segundo factor. Según este, los imperios son considerados «de importancia mundial» si superan «el umbral de Augusto», término derivado de la transformación de la República romana en un Imperio estable llevada a término por el emperador Augusto.9 Esta interpretación tiene el mérito de centrarse en las causas por las que algunos imperios sobrevivieron a sus fundadores, pero debe aceptarse que muchos de los que no lo hicieron, como los de Alejandro o Napoleón, también dejaron importantes legados.
La hegemonía es el tercer elemento y, tal vez, el de mayor carga ideológica. Ciertos debates de la idea de imperio reducen a este al dominio de un único pueblo sobre otros.10 En función de la perspectiva, la historia imperial deviene un relato de conquista o de resistencia. Los imperios traen opresión y explotación, mientras que la resistencia se asocia, por lo general, a autodeterminación y democracia. Es indudable que este enfoque tiene sentido dentro de ciertos contextos.11 No obstante, a menudo no logra explicar por qué los imperios se expanden y perviven, en especial cuando estos procesos son, al menos en parte, pacíficos. También tiende a concebir los imperios como entidades compuestas de un pueblo o territorio «central» de razonable estabilidad, que ejerce su dominio sobre una serie de regiones periféricas. Aquí –para utilizar otra metáfora común–, el dominio imperial se convierte en «una rueda sin llanta» en la que las periferias están conectadas al centro, pero no entre sí. Esto permite al centro imperial gobernar por medio del divide et impera, pues mantiene separadas entre sí a las poblaciones periféricas y les impide sumar fuerzas contra el centro, que está en inferioridad numérica. Un sistema como este se apoya, sobre todo, en la mediación de las élites locales, que ejercen el papel de intermediarios entre el centro y cada una de las periferias. La dominación no tiene por qué ser abiertamente opresiva, dado que los mediadores pueden ser incorporados al sistema y transmitir a la población periférica algunos de los beneficios de la dominación imperial. No obstante, el dominio imperial está asociado a numerosos pactos locales que hacen difícil movilizar recursos de importancia para propósitos comunes, debido a que el centro tiene que negociar por separado con cada grupo de mediadores.12 El modelo centro-periferia es útil para explicar cómo un grupo de personas relativamente reducido puede gobernar grandes áreas. Si bien la mediación ha sido un elemento constituyente de la expansión y consolidación de la mayoría de Estados, esta, por sí misma, no es necesariamente «imperial».
Una de las principales causas del relativo abandono académico del estudio del imperio es que su historia es sumamente difícil de narrar. Carecía de los aspectos que definen la historia nacional convencional: un núcleo territorial estable, una capital, instituciones políticas centralizadas y, quizá lo más fundamental, una única «nación». También fue muy extenso y perduró mucho tiempo. Un enfoque cronológico convencional sería inviablemente largo, o correría el riesgo de transmitir una falsa idea de desarrollo lineal, lo cual reduciría la historia del imperio a un relato de alta política. Por tanto, quiero hacer hincapié en los múltiples caminos, desvíos y vías muertas del desarrollo imperial y dar al lector una idea clara de qué era, cómo funcionaba, por qué es importante y cuál es su legado para el momento presente. Tras los apéndices, he incluido una extensa cronología que facilite una orientación general. El resto del libro se divide en doce capítulos, agrupados en cuatro partes iguales, que examinan el imperio por temas: ideales, pertenencia, gobernanza y sociedad. Para darle una progresión natural, los temas se han agrupado de forma que el lector pueda abarcar el material como si fuera un águila que sobrevolase el imperio. Los trazos básicos se harán visibles en la Parte I, mientras que los demás detalles se harán haciendo más claros a medida que los lectores se acerquen a tierra en la Parte IV.
Tiene sentido examinar cómo legitimó el imperio su existencia y cómo se definió a sí mismo en relación con los foráneos. Esta es la misión de la Parte I, que se inicia con un estudio de la base del Sacro Imperio Romano como brazo secular de la cristiandad occidental. Desde la perspectiva histórica, el desarrollo europeo se ha caracterizado por tres niveles de organización: el nivel universal de ideales trascendentes que proporcionan un sentido de unidad y vínculos comunes (esto es, cristiandad, derecho romano); el nivel particular y local de la acción cotidiana (extracción de recursos, cumplimiento de las leyes); y el nivel intermedio del Estado soberano.13 El imperio se caracterizó, durante la mayor parte de su existencia, tan solo por dos de esos niveles. La emergencia del tercero, a partir del siglo XIII, fue un factor de gran importancia para su posterior desaparición. No obstante, el progreso evolutivo imaginado por los historiadores de otro tiempo, que culmina en una Europa de Estados nación rivales, ha dejado de ser el punto final del desarrollo de la historia política, lo cual explica el reciente y renovado interés en el imperio y las comparaciones entre este y la Unión Europea.
El Capítulo 1 abre con las circunstancias de la fundación del imperio, surgido de un acuerdo entre Carlomagno y el papado, que expresaba la creencia en que la cristiandad constituía un orden singular con la doble dirección de emperador y papa. Esta idea confería una misión imperial duradera, basada en la premisa de que el emperador era el monarca cristiano preeminente, dentro de un orden común que abarcaba a los monarcas de menor rango. Las misiones del emperador eran el liderazgo moral y la protección de la Iglesia, no el dominio directo, hegemónico, sobre el continente. Al igual que otros imperios, esta idea impartía «un sentido de misión cuasi religioso» que trascendía los intereses particulares más inmediatos.14 La creencia de que el imperio era mucho más grande que su monarca y que trascendía a quien quiera que fuese el emperador se asentó en fecha muy temprana, lo cual explica por qué tantos emperadores trataron de cumplir esa misión en lugar de conformarse con lo que, visto a posteriori, parecía ser una opción más realista, la monarquía nacional. El resto del capítulo examina los elementos sacros, romanos e imperiales de esta misión y explica la relación, a menudo difícil, entre imperio y papado hasta principios de la Era Moderna.15
Esta dimensión religiosa específica se explora en el Capítulo 2, que narra cómo el imperio asumió la distinción, típicamente «imperial», entre una civilización única y todos los extranjeros, considerados