La gobernanza imperial implica el fomento de un consenso entre la élite política del imperio para asegurar, al menos, un cumplimiento mínimo de la política consensuada, lo cual permitía al emperador ahorrarse la pesada tarea de imponer la cooperación y dirigir de forma directa al grueso de la población.22 El consenso no significa de forma necesaria armonía o estabilidad, pero alcanzaba la «ruda simplicidad» del dominio imperial, que permitía al emperador y a las élites imponer políticas sin necesidad de una transformación radical en las sociedades que gobernaban.23 Esto aplicaba limitaciones a lo que los emperadores podían hacer. Necesitaban sostener la legitimidad del gobierno imperial por medio de actos demostrativos, tales como castigar a patentes malhechores; pero los emperadores también debían evitar los fracasos personales, pues estos socavaban su aura de poder y podían interpretarse como una pérdida del favor divino.
Una característica clave de la gobernanza imperial era que el desarrollo institucional tenía como necesidad primordial el fomento y sostenimiento del consenso, más que los intentos del centro de llegar de forma directa a periferias y localidades. Durante el siglo X, el linaje real otónida gobernó por medio de una jerarquía relativamente simple de altos señores legos y espirituales. Los salios, sus sucesores a partir de 1024, cambiaron el estilo de mando sin romper la pauta establecida. Una serie de cambios generales socioeconómicos permitió el mantenimiento de una jerarquía señorial más larga y compleja, que redujo el tamaño medio de cada jurisdicción al tiempo que multiplicaba su número. La familia Staufen, que gobernó tras 1138, respondió con la formalización de la jerarquía señorial, pues creó una élite principesca más diferenciada, estratificada internamente por los rangos asociados a cada título, pero unida por su común inmediatez con respecto al emperador. Los señores de menor rango y los súbditos quedaban así «mediados» de una forma más clara, en el sentido de que su relación con el emperador y el imperio pasaba por, al menos, un nivel intermedio de autoridad. Esta jerarquía cristalizó en torno a 1200 y consolidó la división complementaria de responsabilidades en el seno del imperio. El emperador continuó empeñado en su misión imperial asistido por la élite principesca más cercana, que, mientras tanto, asumió nuevas funciones en sus propias jurisdicciones, entre las que se incluían la pacificación, resolución de conflictos y movilización de recursos. Tales jurisdicciones quedaron «territorializadas» por medio de la necesidad de demarcar áreas de responsabilidad. La caída de los Staufen, en torno a 1250, fue un defecto personal, no estructural, dado que la pauta básica de gobernanza imperial continuó este patrón evolutivo hasta entrado el siglo XIV.
El siguiente cambio llegó con la casa de Luxemburgo (1347-1437) que trasladó el énfasis de las prerrogativas imperiales a las posesiones dinásticas hereditarias como base material sobre la que sostener la gobernanza imperial. Los nuevos métodos fueron perfeccionados después de 1438 por los Habsburgo, quienes no solo amasaron la mayor cantidad de tierra hereditaria del imperio, sino que también se hicieron con un imperio dinástico separado, que, en un principio, incluía España y el Nuevo Mundo. La transición al dominio Habsburgo tuvo lugar entre nuevos desafíos internos y externos, que provocaron el periodo de reformas imperiales que se intensificó en torno a 1480-1520. Las reformas encauzaron las pautas establecidas de búsqueda de consenso hacia nuevas instituciones formales y consolidó la distribución complementaria de responsabilidades entre las estructuras imperiales y los territorios principescos y cívicos.
El desarrollo de la gobernanza imperial por medio de una extensa jerarquía señorial parece alejar al imperio de sus súbditos. Ciertamente, así es como la mayor parte de relatos han presentado esta historia: alta política, muy alejada de la vida cotidiana. Esto ha tenido la desgraciada consecuencia de ayudar a difundir la idea de la irrelevancia del imperio, en particular de la mano de los historiadores de la sociedad y de la economía, que siguieron a sus homólogos de la historia política y estudiaron la evolución del tamaño de la población o la producción económica dentro de fronteras nacionales anacrónicas. La Parte IV rectifica esta cuestión y argumenta que tanto la gobernanza como las pautas de identidad en el seno del imperio estaban estrechamente entrelazadas con las cuestiones socioeconómicas, más concretamente con la emergencia de una estructura social corporativa que combina por igual elementos jerárquico-autoritarios y de asociación horizontal. Esta estructura se replicaba –con variantes– a todos los niveles del orden sociopolítico del imperio.
Una historia social completa del imperio queda fuera del alcance del presente libro, si bien el Capítulo 10 traza la emergencia del orden social corporativo y muestra cómo lo asumieron tanto señores como pueblo llano y cómo arraigó en las comunidades rurales y urbanas con grados diversos, pero por lo general amplios, de autogobernanza. Tales aspectos asociativos se exploran con más detalle en el Capítulo 11, donde se demuestra la importancia del estatus corporativo en todas las ligas y organizaciones comunales surgidas desde la Alta Edad Media en adelante, desde el gremio más pequeño a agrupaciones que plantearon importantes desafíos al gobierno imperial, como la Liga Lombarda o la Confederación Suiza. Al igual que las jurisdicciones, las identidades corporativas y los derechos eran locales, específicos y asociados al estatus. Estas reflejaban la creencia en un orden sociopolítico idealizado, que daba la mayor importancia a la preservación de la paz por medio del consenso y no por medio de conceptos de justicia absolutos y abstractos. Las consecuencias de todo ello se analizan en el Capítulo 12, que muestra cómo la resolución de conflictos siguió siendo abierta, al igual que la generalidad de los procesos políticos del imperio. Las instituciones imperiales podían juzgar, castigar e imponer pero, por lo general, solían arbitrar acuerdos, entendidos como compromisos razonables más que como juicios definitivos basados en conceptos absolutos de lo correcto y lo incorrecto.
El imperio fomentó así un ideal, profundamente enraizado y conservador, de libertad entendida como local y particular, ideal que era compartido por grupos corporativos y comunidades. Eran libertades locales y particulares, no una Libertad abstracta compartida por todos los habitantes. El presente libro ofrece una explicación alternativa para la cuestión, muy debatida, de la «génesis del conservadurismo alemán», aunque sin sostener, bajo ningún concepto, que este conservadurismo perdure más allá de mediados del siglo XIX. El autoritarismo de la Alemania del XIX y principios del XX se atribuye, en general, al desarrollo político supuestamente dual previo a la desaparición del imperio en 1806.24 Los intentos de lograr una genuina libertad igualitaria se atribuyen únicamente «al pueblo» que es aplastado «por los príncipes», en concreto en la sangrienta guerra campesina de 1524-1526. Mientras tanto, los príncipes usurparon el ideal de libertad para sí mismos para legitimar su posición de privilegio como gobernantes autónomos.