Los desacuerdos quedaban plasmados en textos de los cuales tan solo circulaban un puñado de copias manuscritas que hoy son mucho más conocidas que en su época. Se trataba de declaraciones de principios para su uso en un debate oral, no para la propaganda de masas.24 Su impacto sobre la vida diaria era limitado. El clero y los legos solían trabajar juntos y las autoridades espiritual y secular tendían a reforzarse mutuamente, no a entrar en conflicto. Aunque los problemas seguían siendo bastante evidentes. El poder secular era inconcebible sin un referente de autoridad divina y el clero no podía vivir sin el mundo material, a pesar de las oleadas de entusiasmo de aquellos que buscaban «liberarse» de las limitaciones terrenales haciéndose monjes o eremitas. En 754, los francos entregaron Rávena al papa por medio de la Donación de Pipino, que presentaron como una restitución de la ciudad al Patrimonium. No obstante, conservaron la jurisdicción secular sobre toda la zona, de acuerdo con reivindicaciones no muy diferentes a las de los lombardos que acababan de expulsar.
El problema de la autoridad fue obvio desde el mismo nacimiento del imperio. La obsequiosidad pública del papa León le llevó incluso –si hemos de creer las crónicas francas– a postrarse ante el recién coronado emperador. Pero este, momentos antes, había colocado la corona sobre la testa de Carlomagno en una ceremonia inventada para la ocasión, pues los emperadores bizantinos no emplearon corona antes del siglo X. La coronación permitió a ambas partes reclamar una posición de autoridad. A Carlomagno no le interesaba enfrentarse de forma directa a las pretensiones papales, dado que el proceso de trasladar su título imperial de oriente a occidente necesitaba un pontífice de amplia autoridad. Así, los francos no cuestionaron seriamente las invenciones de los papas anteriores, en particular la de Símaco, que había afirmado en 502, según precedentes dudosos, que ningún poder secular podía juzgar a un pontífice. Y tampoco pusieron en duda la Donación de Constantino, datada, supuestamente, en 317 pero que es probable que fuera redactada hacia 760, la cual afirmaba que el papa era el señor temporal del Imperio de Occidente, además de ser cabeza de la Iglesia.25
De reinado sacralizado a Sacro Imperio
Existían otros argumentos a favor de la supremacía imperial. La idea de la espada secular elevó al emperador por encima de otros reyes dada su condición de «defensor de la Iglesia» (defensor ecclesiae) y extendió la misión evangelizadora de los francos, ya existente, a la defensa contra la amenaza externa de árabes, magiares y vikingos. El concepto de defensa también podía implicar combatir enemigos internos, entre ellos a un clero corrupto o herético, lo cual indicaría una misión no solo político-militar sino también espiritual. Petrus Damiani, quien no tardó en convertirse en uno de los críticos más destacados del imperio, le denominó en 1055 sanctum imperium. Para entonces, muchos habían llegado al extremo de sostener que el emperador no era meramente santificado, sino que era intrínsecamente sacro (sacrum).26
Los emperadores de la antigua Roma eran considerados semidioses y César fue divinizado por el Senado a título póstumo. La idea continuó con sus sucesores, pero la necesidad de respetar las tradiciones republicanas de Roma, todavía poderosas, impidieron que el imperio se acabase convirtiendo en un reino teocrático de pleno. La conversión al cristianismo de principios del siglo IV lo hizo aún más difícil. Mientras en Bizancio se mantuvieron las prácticas antiguas, el Imperio de Occidente se basó en ideas posrromanas que consideraban la piedad como guía de conducta pública.
El hijo y sucesor de Carlomagno, Luis I, es conocido en Alemania como el Piadoso, pero en Francia se le conoce como le Débonnaire [cortés, gentil]; ambos sobrenombres recogen aspectos de su conducta. Era lo bastante pecador como para necesitar durante su reinado tres ritos de penitencia, pero también lo bastante devoto como para cumplirlos. Sus pecados más graves incluyeron enclaustrar a sus familiares en 814 para eliminarlos como candidatos al trono, cegar y herir de muerte a su sobrino por rebelarse, incumplir un tratado juramentado con sus hijos y dejar que su matrimonio se deteriorase hasta el punto de que su esposa acabó teniendo una aventura con un cortesano. Existe controversia de si los obispos carolingios le consideraban un miembro descarriado de su grey o si utilizaban los ritos de penitencia como juicios espectáculo con los que desacreditarlo políticamente.27 De uno u otro modo, Luis salía reforzado en último término, si bien nunca logró acallar a sus oponentes.
La ventaja de los actos de contrición era que permitían hacer maldades y salir indemne. Por ejemplo, el emperador del siglo X Otón III caminó descalzo de Roma a Benevento, donde vivió dos semanas como un ermitaño tras haber aplastado una rebelión en 996.28 La piedad llegó a su cúspide con Enrique III, quien, en 1043, expulsó a los músicos que buscaban tocar en su boda y que, a menudo, vestía ropas de penitente y llegó incluso a pedir perdón después de su victoria sobre los húngaros en Ménfő en 1044, cuando lo habitual era rezar antes de entrar en batalla.29 Sin embargo, como muestra la controversia en torno a la conducta de Luis, la penitencia podía parecer con facilidad una humillación, como veremos más adelante con la experiencia de Enrique IV en Canosa (vid. págs. 53-54).
La piedad continuó siendo importante, en particular tras el inicio de la primera cruzada, en 1095. Pero, por otra parte, se mantendría menos politizada hasta el surgimiento del catolicismo barroco en el siglo XVII; en esta época, los emperadores encabezaban con regularidad procesiones religiosas y dedicaban recargados monumentos para dar gracias por las victorias obtenidas o por haber evitado un peligro. Durante la existencia del imperio, la rutina de la corte imperial siguió siendo regulada por el calendario cristiano y por la presencia de la familia imperial, muy visible, en los principales servicios religiosos.30
La noción de que los emperadores eran sacros, no meramente piadosos, se asentó durante el siglo X. Su expresión más visible era la práctica de presentarse acompañados por doce obispos en actos públicos tales como la consagración de nuevas catedrales. Sus coetáneos veían en esto una clara imitatio Christi con los apóstoles. La Renovatio de Otón I, o renovación del imperio, durante la década de 960, hizo énfasis en su papel como vicario de Cristo (vicarius Christi) que reinaba por mandato divino.31 Es necesaria cierta cautela para interpretar tales actos, en no menor medida porque la principal prueba son los textos litúrgicos. Los emperadores de comienzos de la Edad Media siguieron siendo guerreros. Entre estos se incluía Enrique II, que fue canonizado posteriormente en 1146 y que presentaba al imperio, de forma consciente, como la Casa de Dios. No obstante, el lapso entre 960 y 1050 fue testigo de un estilo de reinado más sacro (regale sacerdotium) con el fin de manifestar su misión imperial divina por medio de actos públicos. El más destacado de dichos actos fue el gran tour de Otón III en el milenio, en el año 1000, que tomó forma de peregrinaje. Tras recorrer Roma y Gniezno, culminó en Aquisgrán, donde el joven emperador abrió en persona la tumba de Carlomagno. Al encontrar a su predecesor sentado recto, «como si estuviera vivo», Otón, «le cubrió allí mismo de ropajes blancos, le cortó las uñas y [sustituyó su nariz corrompida] por oro, tomó un diente de boca de Carlos, tapió la entrada a la cámara y se volvió a retirar».