En 1314, una nueva doble elección al trono germano enfrentó a Luis IV el Bávaro contra Federico el Hermoso. El enfrentamiento finalizó con la renuncia del segundo en 1325. El papa Juan XXII, escarmentado por el fracaso de Inocencio III en 1198, se abstuvo de tratar de hacer de árbitro. En lugar de ello, declaró vacante el trono, con lo que estableció una nueva noción, el vacante imperio, para reforzar la pretensión papal de ejercer las prerrogativas imperiales en ausencia de un emperador.133 Luis estaba determinado a combatir esta idea y dio lugar al último asalto del choque papado-imperio a la antigua usanza. En 1323, Luis nombró al conde Bertoldo de Neuffen vicario imperial para que ejerciera prerrogativas en Italia, con lo que desafiaba abiertamente las pretensiones pontificias. El papa Juan respondió con la panoplia de medidas desarrolladas desde 1073, pero esta vez reforzadas por una administración mucho más sustancial. Se incoó procedimiento en la corte papal de Aviñón, que, como era de esperar, condenó a Luis por usurpador. De ahí que Juan se refiriera a él simplemente como el Bávaro para negar su legitimidad sobre Alemania. La escalada del conflicto dio lugar a la excomunión de Luis (1324) y a una cruzada (1327).134
Luis, al contrario que sus predecesores, contó con el apoyo de destacados intelectuales, distanciados del papado por su traslado a Aviñón y por su condena de movimientos populares como los espirituales franciscanos, que aplicaban a rajatabla el voto de pobreza. Entre los que sostenían que la supremacía imperial era el camino hacia un nuevo orden se contaban Dante, Guillermo de Ockham, Marsilio de Padua y Johannes de Jandun. Sin embargo, sus escritos no fueron difundidos hasta un siglo más tarde.135 En la práctica, Luis empleó métodos tradicionales, pues entró a la fuerza en Italia en 1327-1328 con ayuda de sus partidarios locales. Su coronación imperial, oficiada por dos obispos italianos el 17 de enero de 1328, era la primera desde 817 sin la participación del papa o al menos de un legado papal. Luis citó el ejemplo de Otón I para deponer a Juan XXII, con el argumento de que había abandonado Roma e instauró a su propio pontífice, con lo que provocó el primer cisma desde 1180. Esto tuvo escaso efecto, pues Juan estaba seguro en Aviñón bajo protección francesa.
La implicación de los franceses continuó la pauta iniciada en 1170, como mínimo, de abrir las disputas papado-imperio a influencias externas. Francia obstaculizó las negociaciones de forma reiterada, pues el enfrentamiento le permitía prolongar el, en palabras de Petrarca, «cautiverio babilónico» de Aviñón. La imposición por parte de Juan de un entredicho que suspendía los servicios religiosos en Alemania fue motivo de amplio resentimiento e ignorado, además de costarle un elevado precio moral, pues parecía como si quisiera castigar al común de los alemanes. En 1300, los principales señores germanos habían rechazado el intento papal de extender su disputa con el rey Alberto I y, en 1338, apoyaron el decreto Licet iuris de Luis que respaldaba de manera explícita la antigua idea de los Hohenstaufen de que el monarca alemán era ya emperador, con derecho automático de ejercer prerrogativas imperiales una vez elegido. Por una vez, un intelectual influyó de forma directa sobre los hechos históricos: Lupold de Bebenburg proporcionó los argumentos legales e históricos del decreto de Luis. Su programa fue continuado por Carlos IV, aspirante al trono de Luis y luego sucesor y culminó en la bula de oro de 1356, que excluía por completo al papa de la elección del rey germano (vid. págs. 300-301 y 306).
Los Luxemburgo y el papado
Al igual que el decreto Venerabilem del papa Inocencio, los dictámenes imperiales también reconocían límites. Resultaba difícil nacionalizar el título imperial sin antes aceptar que este ya no proporcionaba superioridad sobre el resto de monarcas. En pocas palabras: Luis y Carlos seguían aspirando a la cooperación idealizada con el papado que sus predecesores no habían logrado obtener. Carlos aprovechó un breve lapso de unanimidad entre güelfos y gibelinos y viajó a Italia con tan solo 300 soldados para hacerse coronar emperador. La coronación fue oficiada por un legado papal en Roma en abril de 1355 y fue la primera desde 1046 que no se veía perturbada por actos violentos.136 El papado seguía insistiendo en la prerrogativas reclamadas en el Venerabilem, mientras que los señores alemanes se mantuvieron en la línea reemprendida en 1338. En 1376, Gregorio XI fue ignorado cuando el hijo de Carlos, Venceslao, fue elegido rey de romanos, título empleado desde entonces por el sucesor designado para el imperio.
La muerte de Gregorio, en marzo de 1378, cambió la dirección de las relaciones papado-imperio. Tan solo hacía 22 meses que Gregorio había llevado al papado de regreso a Roma desde Aviñón. Los romanos se habían acostumbrado al autogobierno; los cardenales se veían a sí mismos como los electores del imperio y no estaban dispuestos a dejarse tratar como funcionarios papales. La reticencia de Francia a perder su influencia añadió un tercer factor. El resultado fue el Gran Cisma, que duró hasta 1417 y que coincidió con un periodo de dramáticos acontecimientos intelectuales y religiosos. La fundación de universidades durante el siglo XII puso fin al monopolio de la Iglesia de la educación. El Gran Cisma aceleró esta tendencia, pues los pobladores de Centroeuropa ya no podían acceder a la universidad de París o a las universidades italianas a causa de la desorganización de la vida pública. Ya en 1348, Carlos IV había proporcionado una alternativa con la fundación de la universidad de Praga. A esta le siguió la de Viena (1365) y otras quince universidades más hasta el año 1500. El número de estudiantes del imperio se duplicó con creces hasta superar los 4200 durante el siglo XV.137 Las verdades establecidas fueron puestas en entredicho por los nuevos enfoques críticos del Humanismo renacentista. Entre las certezas cuestionadas estaba la Donación de Constantino, que Lorenzo Valla demostró en 1440 que se trataba de una falsificación.138 Tales críticas resultaban en extremo sospechosas para la oleada de religiosidad popular que amenazaba con escapar a la supervisión oficial. Esta incluía nuevos santuarios que atraían a millares de peregrinos, como el de Wilsnack, en Brandeburgo, entre 1383 y 1552, además de cultos marianos, nuevas oleadas de monasticismo y coleccionismo de reliquias.139
Los debates en torno a la fe y a la práctica religiosa imprimieron urgencia a la controversia sobre la gobernanza eclesiástica, dado que ambos no podían ser resueltos por separado. También se fusionaron con las discusiones de la reforma del imperio, donde la noción de que electores y señores ejercieran la responsabilidad colectiva se entrelazó con el nuevo concepto denominado conciliarismo. Esta idea, surgida en la universidad de París, sostenía que la monarquía papal debía equilibrarse con un consejo general de obispos y cardenales. La política práctica añadió ímpetu adicional. Tanto Venceslao como Ricardo II de Inglaterra fueron depuestos por conspiraciones aristocráticas con menos de un año de diferencia y en Francia estalló una guerra civil en 1407 que se amplió con la intervención inglesa cuatro años más tarde. La inestabilidad impidió en 1400 la coronación imperial de Venceslao o la de su rival, Ruperto del Palatinado. La negativa de Venceslao a renunciar, incluso después de que su hermano menor, Segismundo, fuera elegido en 1410, prolongó la incertidumbre política hasta su muerte, acaecida en 1419. Para entonces, el imperio se enfrentaba a su propio movimiento herético, los husitas de Bohemia, además del amenazador avance de los otomanos, que marchaban por el este, a través del reino de Segismundo, Hungría.
La intervención decisiva de Segismundo demostró que el ideal imperial seguía conservando su potencia. También mostró las muchas cosas que habían cambiado desde que Enrique III había puesto fin al anterior cisma de 1046. Mientras que Enrique había actuado de forma unilateral, Segismundo tuvo que tener en cuenta