De todos los emperadores (fue coronado en 1220), es probable que Federico II sea el más controvertido. El cronista inglés Mateo Paris le llamó Stupor Mundi, «asombro del mundo». Era ciertamente asombroso. Inteligente, encantador, despiadado e impredecible, a menudo parecía actuar de forma caprichosa. Sus seguidores consideraban que cumplía una misión mesiánica, en particular después de que recuperase Jerusalén en 1229 (vid. págs. 145-146). Sus adversarios papales le denominaban la Bestia del Apocalipsis y le comparaban con Nerón destruyendo el imperio. Las generaciones posteriores han compartido esta combinación de asombro y repulsión: fue detestado por Lutero y celebrado por Nietzsche, que le calificó de «espíritu libre» El emperador tuvo 19 hijos de 12 mujeres diferentes y depuso a su hijo y heredero. Federico se consideraba a sí mismo un verdadero cristiano, pero hablaba algo de árabe, toleraba a los musulmanes y, de hecho, tenía una guardia personal de sarracenos. Sin embargo, no era un multiculturalista moderno, ni tan innovador como defienden algunos de sus biógrafos.126
Tan pronto como se sintió lo bastante seguro en Alemania, Federico renegó de su acuerdo con el papa Inocencio. Hacia 1220 era obvio que había retomado el programa paterno de unificar Sicilia y el imperio. El pontífice, a regañadientes, contemporizó, con la esperanza de que el emperador encabezase una nueva cruzada. En 1227, no obstante, rompieron relaciones y Federico fue excomulgado. La recuperación no sangrienta de Jerusalén, no obstante, forzó la retirada de la excomunión. Los conflictos volvieron en 1236. Esto provocó una nueva excomunión, tres años más tarde, por supuesta herejía; esta vez sería permanente. Las cuestiones siguieron siendo las mismas que durante los tres emperadores anteriores, pero ahora el papa empleaba la nueva arma de las indulgencias para cruzados para obtener apoyo militar, además de secundar, a partir de 1246, una serie de antirreyes alemanes. La situación volvió a ser como bajo Barbarroja. Ninguna de las dos partes podía alcanzar una preponderancia decisiva, pero esta vez nadie estaba dispuesto a negociar. Las derrotas imperiales en Italia de 1246-1248 fueron revertidas por contraataques posteriores y en 1250, año en que muere Federico, la situación seguía estando abierta. El fracaso de los Hohenstaufen se debió a las circunstancias, no fue estructural (vid. págs. 375-376).
El hijo de Federico, Conrado IV, y sus familiares perdieron con rapidez el control de Alemania después de 1250, lo cual, a su vez, aceleró su derrota en Italia a causa de revueltas locales en Nápoles y el apoyo pontificio a Carlos de Anjou, hermano menor del rey de Francia, que dio carácter de cruzada a la conquista de Sicilia por parte de Carlos.127 La muerte del último pretendiente Hohenstaufen, en 1268, garantizó el importante objetivo del papado de preservar su soberanía sobre Sicilia y Nápoles, al tiempo que los mantenía separados del imperio. Sin embargo, el que ni papas ni emperadores consiguieran imponerse en la prolongada guerra que libraban desde 1236 hizo que un número creciente de contemporáneos considerase a ambos meros monarcas.128
PAPADO E IMPERIO DESDE 1250
Imperio y papado en la era de los «reyes menores»
El periodo que va desde la muerte de Federico II en 1250 hasta la coronación imperial de Enrique VII en 1312 fue el más prolongado de la historia del imperio sin un emperador coronado. Sin viajes de coronación, tampoco había presencia real en Italia. Aunque la idea imperial se mantenía potente, pues atrajo a los primeros candidatos «foráneos». En la segunda «doble elección» de 1257, fueron elegidos reyes de Alemania Alfonso X de Castilla y Ricardo, earl de Cornualles. Entre 1273 y 1313, el reino germano fue gobernado por una sucesión de hombres que, previamente a su elección, habían sido meros condes. Todos ellos consideraban el título imperial un medio con el que imponerse a duques más poderosos (vid. págs. 375-392). Las tradiciones imperiales se mantuvieron fuertes. Rodolfo I, Adolfo de Nassau y Alberto I fueron enterrados en la cripta imperial de la catedral de Espira, junto con los ilustres emperadores salios. Enrique llegó incluso a trasladar allí de forma expresa a Adolfo y Alberto para transmitir la idea de continuidad legítima, tras la breve reanudación de la guerra civil en 1298.
El papado también seguía interesándose por el imperio. Como había ocurrido con otros protectores elegidos en el pasado, los pontífices pronto vieron cómo los angevinos (la casa de Anjou) escapaban a su control, pues sumaron Sicilia y Nápoles a sus posesiones de Provenza. La revuelta de las vísperas sicilianas provocó la pérdida de la isla a manos del rey de Aragón en 1282. Esto cortó el vínculo entre Sicilia y Nápoles que había existido desde la conquista normanda de 1070 y liberó al papado de la amenaza de cerco.129 Sin embargo, los angevinos seguían siendo poderosos e incluso ejercieron a partir de 1313 un protectorado sobre el papado que se prolongó veinte años. Además, los papas tenían que enfrentarse a monarcas occidentales cada vez más osados, como fue el caso de los reyes de Francia. Estos, embarcados en una prolongada serie de guerras con Inglaterra, se quedaban con las tasas anuales que su clero pagaba al papado. Ante tales problemas, a los pontífices les volvía a parecer una opción atractiva un emperador fuerte pero casi siempre ausente.
A la muerte de Ricardo de Cornualles, en 1272, el papa Gregorio X urgió a los electores alemanes a no repetir la doble elección de 1257. Tres años más tarde, persuadió a Alfonso de Castilla para que renunciase al título real germano, que nunca había llegado a ejercer. El nuevo rey, Rodolfo I, planeó tres veces viajar a Roma para hacerse coronar, pero en las tres ocasiones las circunstancias lo impidieron.130 Asimismo, los franceses incrementaron su presión sobre el papado y animaron a Clemente V a que aceptase la llegada de Enrique VII, elegido rey alemán en noviembre de 1308.131 La llegada de Enrique, a finales de 1310, suscitó expectativas poco realistas entre aquellos que, como Dante, se identificaban con la causa gibelina. Estos esperaban que Enrique restaurase el orden y pusiera fin al faccionalismo violento que afectaba a numerosas ciudades italianas. En un principio, todo fue bien, pues Enrique fue coronado rey de Italia en Milán en enero de 1311. Pero las ciudades italianas ya no estaban habituadas a alojar expediciones imperiales y los angevinos marcharon al norte desde Nápoles para impedir cualquier pretensión de reafirmar la jurisdicción imperial sobre Italia meridional. Algunas ciudades pagaron a Enrique para que se marchase, pero otras resistieron, lo cual dio una excusa a su ejército, en su mayoría mercenario, para repetir la «furia teutona» de antaño. Walrum, hermano de Enrique, resultó muerto, al igual que su esposa (aunque por causas naturales) y la mayor parte de sus tropas regresó a sus casas. Los retrasos hicieron que Enrique no llegase a tiempo para la fecha de su coronación imperial, el 2 de febrero de 1312, que debía coincidir con el 350.° aniversario de la coronación de Otón I. La resistencia romana tuvo que superarse con un violento asalto en el que el arzobispo Balduino de Tréveris, el único gran señor germano que acompañaba a Enrique, le partió en dos el cráneo a un defensor con su espada (vid. Lámina 6).
Clemente, por su parte, había partido a Aviñón, donde las presiones francesas obligaron a permanecer al papado hasta 1377. Dado que San Pedro seguía en manos de sus adversarios, Enrique se vio obligado a escenificar su coronación imperial (la primera desde 1220) en el palacio de Letrán el 29 de junio de 1312. Tan solo oficiaron