Hubo dos hechos que conspiraron para enfrentar a papas y emperadores por la cuestión del programa de reformas. Primero, los salios fueron víctimas de su propio éxito, pues su rehabilitación del papado, entre 1046 y 1056, convirtió a este último en agente, no en objeto de la reforma. Entre 1049 y 1053, León IX celebró no menos de doce sínodos por propia iniciativa en Italia, Francia y Alemania. Con sus decretos contra la simonía y el nicolaísmo, dio muestra de un liderazgo activo y creíble. La acción papal fue apoyada por el desarrollo simultáneo del derecho canónico, que buscaba la creación de una normativa para la gestión de la Iglesia basada en las Escrituras, los escritos de los padres de la Iglesia y los archivos papales. La codificación parcial del canon (esto es, las decisiones canónicas) y otros decretos papales permitió eliminar algunas de sus ambigüedades y otorgaron mayor credibilidad a la aspiración papal de dirigir la Iglesia.95 El papa se estableció a sí mismo como el juez último de doctrina y ritos y exigía que todos los cristianos verdaderos compartieran sus dictámenes. La búsqueda de claridad y uniformidad abrió una brecha con Bizancio, la cual se fue ensanchando hasta provocar, hacia 1054, la separación de las Iglesias latina y ortodoxa. En el oeste, el latín desplazó de forma definitiva a las lenguas vernáculas en la comunicación del cristianismo y la posición de los sacerdotes ganó importancia, al convertirse estos en el único intercesor oficial entre Dios y el laicado. A principios del siglo XII, el papado había logrado arrancar a obispos y sínodos locales el control de la canonización; menos de un siglo más tarde, tenía la iniciativa de escoger y aprobar los aspirantes a la santidad.96
Tales medidas se pudieron ejecutar gracias a la sofisticada burocracia papal surgida durante la segunda mitad del siglo XI, combinada con un tesoro cuyos recursos crecieron de forma exponencial gracias a los nuevos tributos impuestos a partir de 1095 para el sostenimiento de las cruzadas. La biblioteca y los archivos papales garantizaron que el pontífice fuera menos olvidadizo que otros monarcas y le solían permitir basar sus demandas en pruebas documentales. Al mismo tiempo, el grupo de consejeros de León IX asumió mayor coherencia y se constituyó en curia romana. Formada en un principio por loreneses profundamente implicados en la reforma monástica, la curia incrementó la capacidad del papa de actuar de forma constante y restringió la influencia perniciosa de los clanes romanos. En diciembre de 1058 llegó el momento de los reformadores: consiguieron que uno de ellos fuera elegido papa. El nuevo pontífice, Nicolás II, convocó un sínodo reformista que revisó el reglamento para la elección papal y restringió la elección a los cardenales existentes en la época (siete) o a los obispos auxiliares de Roma. Aunque la normativa hacía una vaga referencia a notificar al emperador, la posibilidad de manipulación externa había quedado severamente restringida.97 Los reformadores, después de hacerse con el control del papado, tenían menos necesidad de respetar los intereses imperiales.
El contexto político general supuso un segundo factor en el deterioro de las relaciones entre papado e imperio. En la década de 1040, los salios se enfrentaron al duque de Lorena. Este se casó con la familia que dominaba la Toscana, provincia que había demostrado gran lealtad al emperador y que ocupaba una posición estratégica entre Roma y los principales centros imperiales de Pavía y Rávena. Aunque el problema de Lorena fue neutralizado, la heredera toscana, Matilde de Canosa, se mantuvo firme en su postura antiimperial.98 La subsiguiente defección de Toscana fue relevante debido a que coincidió con un cambio aún más decisivo en el sur. En 1059, Nicolás II abandonó dos siglos de apoyo al inexistente control imperial sobre el mediodía italiano y se alió con los normandos. Estos, llegados en torno al año 1000, eran despiadados corsarios que, tras eliminar las últimas avanzadas bizantinas y los restos de los principados lombardos, asumieron el control de todo el sur. En 1080, cuando la alianza fue renovada por Gregorio VII, la conquista normanda de Sicilia estaba muy avanzada. Por primera vez, el papa tenía una alternativa creíble a la protección imperial, pues los normandos no solo estaban cerca y tenían un ejército efectivo, sino que, al ser recién llegados, ansiaban que se les reconociese. Esto hizo que aceptasen la soberanía papal sobre sus posesiones a cambio de ser aceptados como sus gobernantes legítimos.99
La muerte de Enrique III en 1056 frustró una respuesta imperial efectiva. Su hijo, Enrique IV, aunque fue reconocido rey de Alemania, solo tenía seis años y no podría ser coronado emperador hasta que llegase a la edad adulta. El gobierno del imperio quedó en manos de un consejo regente hasta 1065, pero tenía asuntos más importantes de que ocuparse y no supo ver los peligros que le esperaban. La intervención en la elección papal de 1061 a favor de Alejandro II fue particularmente desafortunada, pues hizo que la corte imperial fuera criticada por dividir la Iglesia en lugar de defenderla. El prestigio imperial quedó en entredicho y la identificación del pontífice con las reformas salió reforzada.100
El siguiente papa, Gregorio VII, siguió considerando al emperador un socio valioso, pero secundario. Oriundo de Toscana y considerado, a menudo, de orígenes humildes, en realidad procedía de una familia bien conectada con el papado. Ascendió con rapidez en su administración y, tras abrazar la reforma, a partir de la década de 1050 se convirtió en uno de los protagonistas principales de las elecciones papales, hasta, al fin, ser elegido papa en 1073. Controvertido ya en vida, en 1075 sobrevivió a un intento de asesinato. Dio a la reforma el nombre con el que se conoció en la posteridad: «gregoriana».101 Aunque Gregorio no la inició, es indudable que la radicalizó con su inquebrantable convicción de que sus adversarios debían ser agentes del anticristo. Su pensamiento político se condensa en su Dictatus Papae de 1027, un conjunto de 27 máximas que fue publicado más tarde. La Iglesia, en tanto que alma inmortal, era superior al cuerpo mortal del Estado. El papa reinaba supremo sobre ambos y tenía derecho a rechazar a obispos y reyes no aptos para el cargo. El pensamiento gregoriano, no obstante, se mantuvo moral, no constitucional. Ni Gregorio ni sus partidarios sistematizaron nunca tales ideas o resolvieron lo que estas implicaban.
Gregorio, aunque en un principio bien dispuesto hacia Enrique IV, subestimó la necesidad del joven rey de mostrar firmeza ante los múltiples desafíos a su autoridad a que se enfrentaba en Alemania. Enrique, no menos obstinado, entre 1073 y 1076 contribuyó a alimentar una serie de malentendidos y oportunidades perdidas que llevaron a ambos personajes a considerarse rivales, no aliados. El choque fue in crescendo a medida que uno y otro reforzaban sus posturas con argumentos ideológicos y atraían el apoyo de otros, que, con frecuencia, tenían motivaciones propias. La complejidad y multiplicidad de los problemas quebró los antiguos vínculos y produjo una situación explosiva que no podía resolverse por medios convencionales.102
El problema de las investiduras
Esta disputa desembocó en la querella de las investiduras, que, con el tiempo, dio nombre a todo el periodo de pugna papado-imperio que se prolongó hasta 1122.103 El desencadenante fue la investidura del arzobispo Godofredo de Milán, acusado de simonía por los reformadores en 1073. La investidura fue tan controvertida porque ponía en cuestión tanto las bases materiales como las ideológicas del imperio. Las vastas donaciones eclesiásticas eran consideradas parte integral de las tierras de la corona, en particular al norte de los Alpes. En una época en la que apenas se utilizaban normas escritas, las obligaciones se certificaban por medio de rituales. El proceso de nombramiento de un abad o un obispo requería su investidura. El patronazgo real también daba un papel al rey y el clero consideraba un honor especial ser investido por el monarca, dado que esto reforzaba su posición dentro del orden social. Las congregaciones locales y el clero desempeñaban