Desde un punto de vista político, al emperador le resultaba imposible cooperar de forma incondicional con la contrarreforma emprendida por el papado con el Concilio de Trento (1545-1563). Los derechos constitucionales obtenidos por los luteranos en la Paz de Augsburgo formaban parte de la red de libertades colectivas del imperio, cada vez más compleja, que solo podían alterarse previo mutuo acuerdo. Los Habsburgo gestionaron el imperio presentándose como guardianes imparciales de todas las libertades, al tiempo que ellos mismos seguían siendo católicos e imponían su fe a sus súbditos directos. Si bien el papa aplaudió los esfuerzos de los Habsburgo en sus propios territorios, fervientes católicos como el emperador Fernando II fueron criticados con dureza por no aprovechar los momentos de fortaleza militar para rescindir todos los derechos de los protestantes del imperio (vid. págs. 120-123). Francia, y en particular España (independiente de la Austria Habsburgo desde 1558) desplazaron al emperador en el papel de campeones internacionales del papa.148
La influencia pontificia sobre el imperio declinó marcadamente y sus esfuerzos por fomentar una línea más católica al posponer el reconocimiento de Fernando III en 1637 no consiguieron causar inconvenientes al emperador. A partir de 1641, la publicación de los decretos papales en las tierras patrimoniales de los Habsburgo requería del permiso del emperador. Un año más tarde, las exigencias papales de censura de publicaciones fueron rechazadas con el argumento de que era un derecho soberano de todos los monarcas. Se ignoró la reforma papal de los días de fiesta, pues esta interfería con fechas importantes del calendario político. Es más, las protestas del papa contra el tratado de la Paz de Westfalia que puso fin en 1648 a la Guerra de los Treinta Años habían sido desactivadas de antemano por una cláusula que ratificaba la validez del tratado con independencia de lo que opinase el pontífice.149
El último choque entre papado e imperio –el primero desde 1527– tuvo lugar en 1708-1709, cuando tropas austríacas invadieron los Estados pontificios para imponer las jurisdicción de los Habsburgo y las jurisdicciones feudales imperiales en Italia contra las pretensiones del pontífice. También hubo momentos de tensión a finales del siglo XVIII, cuando el emperador José II promovió la disolución de la orden jesuita y secularizó centenares de monasterios austríacos. En 1782-1783, no obstante, José y el papa Pío VI intercambiaron visitas oficiales.150 Las relaciones entre ambos nunca fueron exactamente las mismas que las existentes entre Estados soberanos. Los vestigios del pasado común perduraron más allá de la desaparición del imperio en 1806, en particular ahora que el papado veía en Austria a un protector más fiable que Francia, contaminada por la revolución de 1789. Su preocupación por su posición tradicional de cabeza del catolicismo universal impidió a Pío IX asumir el liderazgo de la Italia liberal unificada de 1848, pues esto hubiera supuesto declararle la guerra a Austria, que seguía controlando la mayor parte del norte. Hasta 1870, Austria permitió servir como voluntarios en el ejército papal a miles de sus soldados, algo que también hizo durante el fracasado proyecto católico-imperial del archiduque Maximiliano en México (1864-1867). En 1860, Pío IX llevó a cabo una traslación simbólica del antiguo imperio al modificar la oración, todavía oficial, por el Imperator Romanorum y reemplazarla por una referencia específica al emperador Habsburgo. Por último, Austria mantuvo hasta 1904 derecho de veto formal de todas las elecciones papales.151 La persistencia de tales conexiones, como veremos más adelante, son típicas del legado del imperio en la historia futura de Europa.
1 Koch, G., 1972, 273; Müller-Mertens, E., 2007, 561-595, 573-575. Acerca de los diversos títulos y su uso, vid. Weisert, H., 1994, 441-513.
2 Heather, P., 1996.
3 Todd, M., 2004, 225-238; Collins, R., 1991.
4 Mierau, H. J., 2010, 26-39.
5 Noble, T. F. X. 1984. Información adicional del Patrimonium en 189-193.
6 Bullough, D. A., 2003, 377-387, 384-385.
7 McKitterick, R., 1983, 16-76; Costambeys, M. et al., 2011, 31-79.
8 Schieffer, R., 2006.
9 Hack, A. T., 1999, 409-464.
10 Entre las numerosas biografías existentes, las más útiles incluyen Collins, R., 1998; Becher, M., 2003; Barbero, A., 2007; Williams, H., 2010.
11 McKitterick, R., 103, 378.
12 Collins, R., 141-150; Costambeys, M. et al., op. cit., 160-170; Becher, M., 2003, 7-17; Folz, R., 1974.
13 Collins, R., 1991, 269.
14 Es evidente que las circunstancias de la fundación del imperio fueron más complejas que las descritas en los relatos que afirman que el papa se limitó a buscar un aliado más sólido para reemplazar a Bizancio. Vid., por ejemplo, Ullmann, W., 1964, 89-108; Muldoon, J., 1999, 64-86.
15 Beumann, H., 1958, 515-549.
16 Schneidmüller, B., 2007, 30. Para la coronación, vid. Folz, R., op. cit., 132-150.
17 Según lo especificado por Mayr-Harting, H., 1996, 1113-11 33.
18 Collins, R., 1998, 148; también su capítulo titulado «Charlemagne’s imperial coronation and the Annals of Lorsch», en Story, J. (ed.), 2005, 52-70.
19 Bullough, D. A., op. cit., 385-387;