La oposición posterior provocó una respuesta igualmente dura. En 998, el líder del clan de los Crescenti fue decapitado y colgado por los pies junto con doce de sus seguidores y el antipapa Juan XVI fue cegado, mutilado y paseado por Roma a lomos de un asno. El tumulto que siguió a la coronación de Enrique II como rey de Italia en Pavía en 1002 se saldó con una masacre a manos de las tropas imperiales y el incendio de la ciudad. Los disturbios que siguieron a la coronación imperial de 1027 llevaron a Conrado II a forzar a los romanos a caminar descalzos. No obstante, por esta vez se salvaron de ser ejecutados. Esta «furia teutona» (furor teutonicus) era reflejo del concepto de justicia imperial que autorizaba a castigar con dureza a aquellos que ignoraban la oportunidad de negociar, o que se rebelaban después de haber sido perdonados.88 También revela la principal debilidad estratégica de la presencia imperial en Italia durante todo el Medievo. Roma no era un alojamiento agradable para un ejército imperial, pues las ciénagas pestilentes de las inmediaciones provocaban epidemias de malaria en verano. La de 964 acabó con el arzobispo de Tréveris, el duque de Lorena y con buena parte del ejército de Otón. Las campañas en la Italia meridional se encontraban a menudo con el mismo problema: la malaria mató tanto a Otón II (983) como a Otón III (1002) y Conrado II perdió en 1038 a su esposa y a la mayor parte de sus tropas a causa de esta enfermedad. Encajar pérdidas era un duro problema, pues los ejércitos otónidas y salios eran bastante pequeños (vid. págs. 318-321) y, aunque tenían cierta capacidad para los asedios, Italia era un país de ciudades numerosas y bien fortificadas. El uso de violencia indiscriminada parecía una solución rápida para tales problemas, pero, como descubrieron regímenes posteriores, lo único que conseguían era perder apoyos locales y el descrédito para quienes la aplicasen.
El imperio y la reforma eclesiástica
A partir de 1044, los conflictos internos en Roma provocaron un nuevo cisma, con tres papas rivales, entre los cuales figuraba el pío pero ingenuo Gregorio VI, que había comprado su título. Enrique III, temeroso de que esto supusiera una mancha para su reinado, los depuso a los tres en el sínodo de Sutri de diciembre de 1046 y nombró papa a Suitger, obispo de Bamberg, con el nombre de Clemente II. Este nombramiento inició una sucesión de cuatro pontífices elegidos entre cuatro leales obispos germanos que se prolongó hasta 1057, es probable que con intención de volver a hacer del papado un aliado fiable, más que subordinarlo de forma directa a la Iglesia del imperio.89
La intervención imperial llegó en el preciso momento en que el papado se enfrentaba a los nuevos desafíos provocados por la inquietud ocasionada por el crecimiento poblacional acelerado y los cambios económicos.90 Eran muchos los que creían que el nuevo materialismo estaba llevando a la Iglesia por mal camino y reclamaban un amplio programa de reformas que se resumía en el eslogan «libertad de la Iglesia» (libertas ecclesiae). Se exigía a la Iglesia estándares más elevados. Hacia mediados del siglo XI, los consejeros clave del papa aumentaron sus críticas de ciertos problemas presentes desde hacía tiempo. La destitución de Gregorio VI puso de relieve el problema de la simonía, o compra de cargos eclesiásticos, que recibe su nombre de Simón el Mago, que trató de comprar su salvación a los apóstoles. Esto llevó a una condena generalizada de la venta de cargos y de favores espirituales. El nicolaísmo o amancebamiento clerical constituía una segunda plaga. Debía su nombre a Nicolás, miembro de la Iglesia cristiana primitiva que había defendido prácticas paganas. Ambos elementos eran parte de una renuncia general a la vida terrenal que requería a todos los clérigos vivir como monjes y abandonar la vida mundana. Alrededor de 1100, los reformadores también exigían al clero que se hiciera una tonsura en el cabello para diferenciarse de los legos. Tales exigencias, eran, de hecho, parte de una reconceptualización general del orden social de acuerdo con aspectos funcionales, que daban a cada grupo una misión que cumplir en beneficio de todos.
Al mismo tiempo, la exigencia de mayor espiritualidad seglar planteó un elemento contradictorio. Esta exigencia tenía sus raíces en la aspiración de algunos individuos de una vida más sencilla, libre de cargas mundanas. La manifestación más obvia fue una nueva oleada monástica asociada en particular con Gorze, en Lorena, y con Cluny, en la Borgoña francesa. Durante el siglo XI se multiplicó por cinco la cifra de monasterios cluniacenses. Un elemento clave de la nueva oleada monástica fue el cese del control local y el emplazamiento de todos los centros religiosos bajo el control –eso sí, nominal– del papa. El movimiento se extendió a Italia, donde se conoció como Fruttuaria, y a Alemania donde, gracias a la influyente abadía de Hirsau, lo adoptaron más de doscientos monasterios.91 La reforma monástica respondía, sobre todo, a los intereses de la élite y su conexión con una piedad más generalizada era compleja y no siempre amigable. No obstante, la coincidencia con un amplio anhelo generalizado de una vida más simple y más cristiana se sumó a la sensación general de cambio.92
El que la reforma surgiera en Lorena y Borgoña, lugares donde el gobierno real era relativamente débil, no fue una coincidencia. Tanto Gorze como Cluny se beneficiaron de un fuerte patronazgo señorial, factor que pone de relieve una de las principales contradicciones de la reforma. El nuevo ascetismo aumentó el prestigio social del clero e incrementó el atractivo de los monasterios, que eran ahora lugares adecuados donde la nobleza podía dar acomodo a sus hijos solteros. La fundación y patronazgo de iglesias era una forma útil de extender la influencia local y ganar prestigio espiritual. Para escapar a la jurisdicción de los obispos locales, los señores no tenían ningún inconveniente en colocar a los monjes bajo la autoridad del papa, pues este solía confiarles, en tanto que principales donantes, derechos de protección y supervisión.93 El ascetismo también atraía a la población urbana en crecimiento, la mayor parte de la cual seguía bajo la jurisdicción de los obispos, señores de las villas catedralicias. El ataque contra la simonía y el amancebamiento confirió fuerza moral a las peticiones de autonomía política de las ciudades. Los movimientos populares denominados patarinos, surgidos en Milán y Cremona en la década de 1030, exigían la formación de congregaciones pías que proporcionasen un gobierno más moral y autónomo.
Las exigencias de los reformadores no eran necesariamente antiimperiales. En 1024, Enrique II celebró un sínodo en Pavía que convirtió la mayor parte del programa moral en ley imperial, que incluía la prohibición del matrimonio clerical, el amancebamiento y ciertos tipos de simonía. Enrique en persona impuso la regla de Gorze a la abadía de Fulda y otros miembros de la familia imperial fomentaron el nuevo monasticismo durante la década de 1070. No cabe duda de que el apoyo imperial se debió, en gran medida, a la convicción personal y a la misión general de fomentar el cristianismo. Pero también buscaba objetivos políticos concretos: la mayor disciplina del clero mejoró la gestión de las inmensas propiedades que los emperadores habían donado a la Iglesia, lo cual permitió a abades y obispos sostener el patrimonio imperial y sus campañas militares.94