En 875, la extinción de la rama principal lotaringia intensificó las guerras civiles entre la élite carolingia. El destronamiento, en 887, de Carlos III el Gordo deshizo la última reunificación de Francia occidental y oriental y puso fin al dominio carolingio de Italia, que quedó controlada por la alta aristocracia carolingio-lombarda, en particular por los duques de Spoleto. Tales hechos remarcan lo importante que era para el papado un imperio sólido. En ese momento, los pontífices se veían de nuevo atrapados entre los clanes romanos y hombres fuertes de la región como Guido de Spoleto, al cual el papa Esteban V se vio forzado a coronar emperador en 891. Para tratar de eludir la subordinación a los Spoleto, el sucesor de Esteban, Formoso, transfirió en 896 el título al rey de Francia oriental, Arnulfo de Carintia. Formoso, no obstante, quedó paralizado por una apoplejía y, tras el pontificado de quince días de Bonifacio VI, fue reemplazado por Esteban VI. El nuevo papa fue obligado a reconocer emperador al hijo de Guido, Lamberto II, desenterrar el cadáver recién sepultado de Formoso y someterlo a un simulacro de juicio. El cadáver, como cabía esperar, fue condenado y arrojado al Tíber. Sin embargo, Esteban VI, desacreditado por una sucesión de noticias de milagros, fue estrangulado en agosto de 897. Su sucesor, el papa Romano, tan solo duró cuatro meses. Fue sucedido por Teodoro II, cuyo pontificado apenas duró 20 días, suficientes, no obstante, para anular el veredicto contra Formoso y volver a dar sepultura a sus restos desperdigados.81
En 901, con la toma del poder por parte del clan de los Teofilacto, el papado recuperó cierta estabilidad y estableció una relación más perdurable con los duques de Spoleto y más tarde con el poderoso señor del sur de los Alpes, Hugo de Arlés, quien, pese a no recibir el título imperial, fue rey de Italia entre 926 y 947.82 Algunos de los papas de los Teofilacto no eran más pecadores que otros pontífices medievales, pero la situación del papado seguía siendo escandalosa, en particular para el alto clero del norte de los Alpes, el cual se sentía cada vez más fuerte para expandir el cristianismo por su cuenta. Surgió un sentimiento que más tarde fue calificado de «reforma». Aunque este careció de coherencia ideológica clara hasta mediados del siglo XI, desde un principio sostuvo que la Iglesia debía liberarse de impíos y ponerse en mejores manos. Antes de finales del siglo IX, todos los reformistas esperaban que fuera el emperador quien lograse dicho objetivo.
El reinado imperial de los otónidas
La ausencia de un emperador coronado, entre 925 y 961, se debió, principalmente, a la renuencia de los papas del clan de los Teofilacto a jugar su última carta en su partida contra los reyes de Italia, cada vez más poderosos. A Hugo de Arlés le sucedió Berengario II, margrave de Ivrea, que, en 959, había conquistado Spoleto y amenazaba Roma, como los lombardos dos siglos antes. Los otónidas, que habían sucedido en 919 a los carolingios en Francia oriental, parecían ser la mejor baza papal. En 951-952, Otón I había llevado a cabo dos torpes intentos de imponer su autoridad en el norte de Italia. Dedicó la década siguiente a consolidar su control de Alemania, al tiempo que cultivaba con esmero sus contactos con los obispos que huían de la turbulenta Italia; estaba decidido a presentarse como un libertador, no como conquistador, para así hacerse digno de la corona imperial.83 Su gran victoria de Lechfeld sobre los magiares paganos, en 955, convenció a muchos de sus coetáneos, entre ellos al papa Juan XII, de que Otón gozaba del favor divino. Aunque no pudo capturar a Berengario, en 961, Otón invadió con éxito el norte de Italia. Fue coronado emperador el 2 de febrero de 962.84
La coronación de Otón no «refundó» el imperio ni creó uno nuevo, dado que persistía la noción de que el reino carolingio original se había mantenido y que Carlomagno había sido sucedido por numerosos emperadores. A pesar de ello, su coronación fue un hecho importante, cuya clara intención era llevar las relaciones papado-imperio a nuevos niveles. A tal fin, Otón promulgó su propia legislación (el Ottonianum) que confirmaba las «donaciones» de Pipino y Carlomagno de extensas tierras en Italia central para el sostenimiento del pontífice. Al igual que sus antecesores, Otón preveía que tales tierras permanecieran bajo su soberanía. También se comprometió a proteger al papa, al que hizo entrega de elevadas cantidades de oro y plata, por lo que a cambio recibió un gran número de reliquias santas para su programa de cristianización al norte de los Alpes.85
La «expedición romana» de Otón (Romzug) duró tres años y tuvo todos los elementos que caracterizaron las futuras intervenciones imperiales en la Italia medieval. La convergencia de intereses que facilitó la coronación de Otón no era lo bastante estable para una colaboración prolongada entre papado e imperio. Los emperadores querían pontífices con suficiente integridad personal para no menoscabar la dignidad imperial que estos les conferían, pero que, a su vez, fueran diligentes ejecutores de la voluntad del emperador. En el caso de Otón, esto incluyó la controvertida conversión de Magdeburgo en arzobispado (vid. pág. 84). Al igual que sus sucesores, el papa Juan XII quería un protector, no un amo, por lo que, en 963, conspiró con Berengario y con los magiares para rebelarse contra el «monstruo de Frankenstein» de la dominación imperial otónida.86 La respuesta de Otón sentó la pauta de las futuras actuaciones imperiales contra pontífices poco sumisos. Otón regresó a Roma y Juan huyó a Tívoli. Después de un breve intercambio epistolar, que no logró restaurar la armonía, Otón convocó un sínodo en San Pedro, que destituyó a Juan con acusaciones de asesinato, incesto y apostasía, un pliego de cargos lo suficientemente grave como para justificar la primera deposición de la historia de un papa. Estas acusaciones se convirtieron en los cargos estándar para futuras destituciones papales. Otón ratificó la constitución papal de 824 de Lotario I, que concedía al clero romano un amplio grado de libertad para escoger sustituto. El pontífice elegido, en diciembre de 963, fue León VIII.
La deposición era la parte fácil. Como Otón y sus sucesores no tardaron en descubrir, sin un apoyo local firme, resultaba extremadamente difícil mantener a su propio papa. Esto, durante un siglo, aproximadamente, quería decir el apoyo de los clanes romanos y el de los obispos y señores italianos. Juan seguía estando en libertad, lo cual dio lugar a un cisma papal que ponía en peligro la integridad y legitimidad de la Iglesia. Los romanos se rebelaron tan pronto como Otón dejó la ciudad, en enero de 964, lo cual permitió a Juan regresar y convocar su propio sínodo para deponer a su rival. León fue restaurado a la fuerza