Tales creencias obstaculizaron cualquier aspiración de reconocimiento mutuo entre Bizancio y el imperio (vid. págs. 137-143) y son una de las razones por las cuales carolingios y otónidas no revelaban si estaban continuando el Imperio romano de forma directa o si se limitaban a revivir un poder que Bizancio había dejado extinguirse. En torno al año 1100, el estado de ánimo cambió en respuesta a la querella de las investiduras y al interés escolástico por la historia clásica. Frutolf de Michelsberg compiló una lista de 87 emperadores desde Augusto en la que sugería que Carlomagno había sucedido al Imperio romano original, en lugar de limitarse a revivirlo.53 La ideología de la traslación se hizo cada vez más flexible a medida que otros autores presentaron el cambio de Roma a Constantinopla (siglo IV), a Carlomagno (800), de ahí a sus sucesores carolingios en Italia (843) y, finalmente, al rey germano (962) como una mera sucesión de gloriosas dinastías que regían un mismo imperio. El papado se vio obligado a respaldar tales argumentos, dado que quería preservar su rol como agente en cada «traslación» del título imperial.
La creencia en que el Imperio romano era la última monarquía incluía la idea de que este era el Katechon, o impedimento, que aseguraba el cumplimiento del plan divino y evitaba la destrucción prematura del mundo por obra del anticristo. Las interpretaciones bizantinas del Apocalipsis dieron lugar a la noción de un «último emperador mundial» que uniría a todos los cristianos, derrotaría a los enemigos de Cristo y viajaría a Jerusalén, donde haría entrega a Dios del poder terrenal. Este concepto, una vez se difundió por Europa occidental, se prestaba con facilidad a elevar a Carlomagno. En la década de 970, eran muchos los que creían que este descansaba en Jerusalén, adonde, supuestamente, había peregrinado al final de su reinado.54 El abad Adso desarrolló ideas similares en su Libro del anticristo, escrito hacia 950 a petición de Gerberga, hermana de Otón I. Tanto Otón III como Enrique II poseían capas ceremoniales bordadas con símbolos cósmicos y es posible que se consideraran a sí mismos el emperador del fin de los tiempos. Se sabe que Federico Barbarroja presenció en 1160 una obra teatral acerca del anticristo y los emperadores se apoyaban en argumentos apocalípticos para deponer a «falsos» papas, que podrían ser el anticristo.55
Como ocurre con toda futurología, tales ideas llevaban al pueblo a asociar hechos reales con predicciones. Una de sus principales preocupaciones era diferenciar el bien del mal, esto es, poder distinguir entre el último emperador mundial y el anticristo maligno, pues los dos se asociaban a Jerusalén y a un imperio en expansión. Se creía que el imperio alcanzaría su perfección más elevada con el primero, como un paraíso terrenal, y que cualquier signo de decadencia sería portento del segundo. Ya en el siglo XI, el monje Rodolfus Glaber lo reconoció en el surgimiento de reinos cristianos separados.56 El autor más influyente fue Joaquín de Fiore (1135-1202), un abad cisterciense que afirmó que el mundo finalizaría 42 generaciones después de Cristo y predijo que el día del Juicio acaecería entre 1200 y 1260, justo en un momento de conflicto renovado entre papado e imperio. Muchas personas ansiaban la llegada del fin, pues esperaban que este diera inicio a una era dorada de justicia social y abriese a Dios a todos los corazones humanos. Tales nociones arraigaron entre los franciscanos, valdenses y otros grupos radicales que florecieron a partir de 1200, los cuales fueron condenados de inmediato por herejía por la nomenclatura eclesiástica, que, en 1215, retractó su aceptación inicial de los postulados de Joaquín.57
En 1229, el emperador Federico II recuperó Jerusalén. Esto intensificó el debate, pues Federico había actuado fuera del movimiento cruzado oficial y además había sido excomulgado por el papa. Su muerte, en 1250, reforzó su posición en la cronología joaquinista, pues no tardó en correr el rumor de que seguía vivo. Esto provocó la aparición de diversos impostores, uno de los cuales emitió por breve tiempo sus propios decretos en Renania por medio de un sello imperial falso. Hacia 1290, el rumor se había transformado, de forma similar a los mitos de Carlomagno: el emperador solo estaba descansando y retornaría con el fin de los tiempos. Aunque en un principio se dijo que Federico había desaparecido en el interior del Etna, alrededor de 1421 se creía que dormitaba bajo la abrupta montaña de Kyffhäuser, cerca de Nordhausen, en la región de Harz. Las expectativas irreales que acompañaron al ascenso al trono de Carlos V, en 1519, provocaron un último florecimiento de la fantasía joaquinista. Para entonces, a Federico II se le confundía con su abuelo, Federico Barbarroja. Es probable que esto se debiera a que las frecuentes visitas de Barbarroja a las montañas del Harz habían hecho que pasara a formar parte de la memoria local. También a que su muerte en la cruzada y la carencia de tumba encajaban mejor con el relato.58
IMPERIO
Singular y Universal
La creencia en la traslación imperial podría parecerle a los lectores modernos algo muy alejado de la realidad del imperio, en especial tras la caída de los Hohenstaufen, acaecida hacia 1250. Pero, de todos los Estados europeos latinos, el imperio fue el único que desarrolló un ideal consistente, plenamente imperial (contrapuesto a uno únicamente monárquico-soberano) antes de la nueva era de imperios marítimos globales del siglo XVI.59 Entre 1245 y 1415, tan solo pasaron 25 años sin un emperador coronado. Aun así, el monarca del imperio continuó siendo considerado algo más que un simple rey.
Los apologetas del imperio se daban perfecta cuenta de que el territorio imperial era mucho más pequeño que la extensión del mundo conocido (vid. Mapa 1). Al igual que los antiguos romanos, estos distinguían entre el territorio real del imperio y su misión imperial divina, que consideraban que carecía de límites. Los reyes de Francia, España y otros países occidentales ponían un énfasis creciente en su autoridad real soberana, pero esto no podía contrarrestar el argumento de que el emperador seguía siendo superior. Incluso cuando reconocían los límites prácticos de la autoridad imperial, la mayoría de autores seguía creyendo en la conveniencia de un único líder cristiano secular.60
Se consideraba que el imperio era indivisible, dado que la teoría de la traslación imperial dictaminaba que solo podía haber un imperio a la vez. El clero presionó a los francos para que abandonasen su práctica de repartir la herencia. No está claro hasta qué punto Carlomagno aceptó cambiar, dado que dos de sus hijos fallecieron antes que él, con lo que en 814 tan solo quedaba un único heredero, Luis I.61 Este declaró al imperio indivisible en 817 debido a su condición de don divino. Pero el concepto de imperio que se impuso fue el de los francos, esto es, un liderazgo imperial de reinos subordinados, no un Estado unitario y centralizado. Así, Luis asignó a sus hijos menores Aquitania (el sur de Francia) y Baviera; así como cedió la mayor parte de las tierras al mayor, Lotario I, en calidad de emperador. Su sobrino Bernardo continuó siendo rey de Italia.62 Estas disposiciones fueron desbaratadas por las disputas familiares, que, a partir de 829, desembocaron en una guerra civil y después del Tratado de Verdún de 843 en una serie de particiones (vid. Mapa 2). Aun así, los carolingios continuaron considerando sus tierras parte de un conjunto más amplio. Entre 843 y 877, se celebraron un mínimo de 70 reuniones en la cumbre.63 Es la convención histórica