La única cosa que Elliott no había tenido en cuenta cuando había insistido en que fueran a casa de su madre el domingo era que eso haría que Daisy y Selena se vieran por primera vez desde el baile, ya que Adelia no había dejado que Selena fuera a comer al domingo siguiente ni después del colegio entre semana. Habían cedido a las súplicas de Daisy de no estar juntas. Sabía que las dos niñas habían hablado por teléfono, pero mientras no se vieran, era difícil saber si el problema se había resuelto de verdad o no, sobre todo ya que Daisy no había dicho nada, al menos no a él, después de aquella conversación.
De camino a casa de su madre, miró por el espejo retrovisor. Daisy estaba mirando por la ventanilla con gesto pensativo e ignorando la charla de su hermano.
—¿Estás bien, Daisy? —le preguntó.
—Ajá —murmuró sin mirarlo.
A su lado, Karen frunció el ceño, claramente captando el estado de ánimo de su hija e imaginando el motivo.
—No te preocupa ver a Selena, ¿verdad? —le preguntó con delicadeza—. Creía que las cosas habían mejorado después de que te llamara el otro día.
Daisy se encogió de hombros.
—Supongo.
Elliott no tenía duda de que el asunto no se había resuelto como esperaba. Por desgracia, a pesar de tener hermanas, muy pocas veces entendía cómo funcionaba la mente femenina. Miró a Karen como diciendo «¿y ahora qué?».
Karen se giró.
—Cielito, dinos qué está pasando. Sea lo que sea, te ayudaremos a resolverlo.
Daisy puso cara de extrañeza.
—¿Por qué tengo que resolverlo? Es Selena la que fue mala. Ahora todos en el cole se están burlando de mí y es por culpa suya —su voz se fue alzando al hablar y comenzó a llorar.
Karen se giró hacia Elliott.
—A lo mejor no deberíamos hacer esto —dijo, aunque él ya estaba sacudiendo la cabeza.
—Posponer esto no hará más que retrasar lo inevitable. Son primas. Tienen que resolver el problema y el único modo de hacerlo es viéndose.
—No creo que sea tan simple. No, si los demás niños están utilizando el incidente para decirle a Daisy más cosas hirientes. Tal vez deberíamos hablar con la directora.
—¡No! —protestó Daisy alarmada—. La cosa ya está bastante mal. No quiero ser una acusica y tampoco quiero estar con Selena en casa de la abuela. Todos se pondrán de su parte, igual que pasa en el cole.
—Sabes muy bien que no es así —dijo Elliott intentando reconfortarla—. Yo he estado de tu parte desde el principio, ¿no? Y Adelia ha castigado a Selena.
—¿Y Ernesto? —se quejó—. No dijo nada y estaba allí cuando pasó.
Elliott no estaba muy seguro de cómo responder a eso y, además, se preguntaba si Ernesto estaría allí, aunque lo dudaba. Por lo que había visto y oído últimamente, no se había dejado ver desde que se había marchado de casa hacía un par de sábados en su presencia. Aunque había querido hablar del tema con Adelia, sus hermanas le habían recomendado que se mantuviera al margen. Estaban convencidas de que la pareja acabaría solucionando las cosas porque eso era lo que hacían los miembros de su familia.
Sin embargo, se preguntaba si su madre estaría al tanto de las tensiones existentes en ese matrimonio. Sabía que Adelia haría todo lo que estuviera en su mano para evitar que se enterara, así que ¿llegaría al extremo de convencer a Ernesto para que fuera a pasar el día y guardar así las apariencias?
—No te preocupes por Ernesto —le dijo a Daisy algo después mientras aparcaban en la calle de su madre—. Hoy habrá mucha gente. Si alguien te molesta, puedes quedarte a mi lado. Yo te protegeré.
Daisy sonrió.
—Eso es lo que me decías cuando me leías historias de miedo antes de irme a dormir cuando era pequeña.
—Lo decía en serio entonces, y lo digo en serio ahora. Siempre puedes contar conmigo —le aseguró.
Por mucho que no fuera su hija biológica, Daisy era su hija en alma y nadie volvería a hacerle daño estando él delante, y menos un miembro de su propia familia, ni siquiera aunque fuera sin querer.
En cuanto entraron en el caos en que se convertía la casa de los Cruz los domingos, Karen se fijó en que Adelia no estaba en la cocina ayudando con la comida como siempre. Se quedó en la puerta el tiempo justo para saludar y ofrecerse a ayudar, algo que se le rechazó automáticamente. Podía ser cocinera del mejor restaurante de la región, pero no estaba a la altura de los Cruz.
Tan pronto como salió, fue a buscar a la única cuñada con la que en los últimos días había desarrollado, al menos, un vacilante vínculo y la encontró sentada en el patio trasero viendo cómo los maridos jugaban al fútbol. Se fijó en que Ernesto no estaba allí.
Karen señaló una silla que había a su lado.
—¿Te parece bien que me siente contigo?
Adelia se encogió de hombros.
—Soy una compañía pésima —la advirtió.
Karen sonrió.
—¿Por eso te han desterrado del lugar que sueles ocupar en la cocina?
Para su sorpresa, Adelia se rio.
—Si te soy sincera, estoy evitando a mi madre.
—¿Porque Ernesto no está aquí y va a querer averiguar por qué?
—Has adivinado a la primera —dijo Adelia alzando una copa de vino a modo de brindis... Y no parecía ser la primera.
—¿Quieres hablar de ello con una tercera parte imparcial?
El último rastro que quedaba de la sonrisa de Adelia se desvaneció.
—No hay nada de qué hablar.
Karen se limitó a asentir y quedarse en silencio. Entendía perfectamente la necesidad de intimidad en una crisis, sobre todo estando entre una familia como esa, que compartía hasta el más mínimo detalle de las vidas de cada uno. Y aunque se ofrecían apoyo emocional, los juicios y fisgoneos podían ser más que abrumadores.
—No me estás presionando para sacarme información —dijo Adelia al cabo de un momento.
—Porque es asunto tuyo. Si decides que quieres hablar, aquí estoy. Si no, me parece bien —la miró a los ojos—. Ya sabes que he pasado por lo que estás pasando tú. Soy la única de la familia que ha vivido lo mismo.
Adelia sacudió la cabeza.
—Por lo que sé de tu matrimonio, por muy terrible que fuera, no se acerca a la burda parodia en que se ha convertido el mío —dijo con amargura y una lágrima resbalándole por la mejilla. Se la secó con impaciencia y se levantó—. No puedo hacer esto. Tengo que salir de aquí.
Antes de que Karen pudiera pensar en qué decir, Adelia ya se había marchado, y, un momento más tarde, oyó el motor de un coche.
—¿Se acaba de marchar Adelia? —preguntó Elliott de pronto ante ella y con gesto de preocupación.
Karen asintió.
—¿Qué le has dicho?
—No ha sido por nada que haya dicho yo —le contestó a la defensiva—. Ahora mismo es muy infeliz.
—Será mejor que vaya detrás —dijo lanzándole el balón a uno de sus cuñados.
Karen le agarró la mano.
—No lo hagas. Creo que necesita resolverlo sola.
—Lo que necesita es saber que estamos aquí.
Karen