—¿Tú? —Edna se atragantó con la palabra—. ¡Pero eso es absurdo!
—¿Tienes alguna idea mejor? —su plan iba cobrando formando mientras hablaba—. El matrimonio sería puramente nominal, por supuesto. Incluso podríamos tener preparados los papeles del divorcio. Cuando Quint vuelva a casa, lo único que tendré que hacer será firmarlos. Entonces Hannah y él serán libres para casarse.
Mary Gustavson lo miraba como si acabara de rescatar a su familia de una casa en llamas.
—Gracias —murmuró.
La mujer estaba emocionada. Judd le había ofrecido su ayuda movido por una sincera preocupación, pero… ¿y si le estaba complicando la vida a esa pobre chica? Él no era ningún modelo de hombre. Y ninguna mujer se merecía una suegra como Edna Seavers.
—No me lo agradezca todavía. Yo deseo casarme con su hija, señora Gustavson, pero ella tiene que desearlo también. Necesita conocer las condiciones y aceptarlas.
—Lo hará. Yo me aseguraré de ello.
Judd miró a su madre.
La cara de Edna estaba lívida de furia contenida, los labios convertidos en una fina línea. Nada de todo aquello iba a resultar fácil. Pero tenía que responsabilizarse del hijo de su hermano… y del nieto de su madre. Se volvió hacia Mary.
—Si no le importa, se lo pediré yo mismo. Lo menos que se merece la pobre chica es una proposición formal.
Mary pareció vacilar. Apretó los labios.
—Pasaré a buscarla esta noche, después de la cena. Dígale que me espere.
—¿Le cuento también el resto?
—¿Qué es lo que ya sabe?
—¿De todo esto? Nada. Ni siquiera sabe que estoy aquí. Le dije que quería visitar a una amiga que vive al otro lado del arroyo. Pero pronto lo descubrirá.
—Entonces lo dejo en sus manos. Usted la conoce mejor que yo —de hecho, apenas conocía a aquella chica. Quizá no hubiera sido una buena idea, después de todo…
—Me marcho entonces —Mary se volvió hacia Edna—. Gracias por su hospitalidad, señora Seavers.
La respuesta de Edna fue un simple gesto dirigido a Gretel, que había aparecido en el umbral para acompañar a la visita a la salida. Tan pronto como se hubo cerrado la puerta, estalló la tormenta en el salón.
—¿Cómo te atreves, Judd? ¡Vaya idea la tuya, la de casarte con esa desgraciada! ¡Piensa en el escándalo que se montará? ¿Qué dirá la gente?
—¿Y qué dirán si no me caso con ella? —replicó con toda tranquilidad—. En cuanto se le note el embarazo, la gente sabrá que es de Quint. Negarnos a ayudarla cuando tenemos los medios necesarios para ello… eso sí que sería una crueldad.
—¿Pero por qué tenemos que meterla en nuestra casa? ¡Dale algún dinero! ¡Envíala a algún lugar donde pueda tener al mocoso y luego entregarlo en adopción!
Le entraron ganas de compadecerse de ella. Pero lo que sentía era indignación.
—El mocoso, como tú lo llamas, es tu nieto… quizá el único que tendrás nunca. ¿Y si algo le sucede a Quint? ¿Y si no regresa a casa?
—No digas esas cosas tan horribles. Ni siquiera lo pienses —se llevó una mano a la cabeza—. En cualquier caso, tú estás aquí, ¿no? Seguro que querrás casarte como Dios manda, tener hijos que sean tuyos…
—No en mi estado actual.
—¡Qué tonterías! ¡Mírate! ¡Estás perfectamente! ¡Más fuerte cada día!
Judd suspiró profundamente.
—Madre, a veces envidio tu capacidad para ver solamente lo que quieres ver. Y ahora, si me disculpas… Los hombres han empezado a preparar el nuevo prado para los caballos.
Sin esperar su respuesta, abandonó el salón y salió a la veranda que recorría todo el ancho de la casa. En el largo viaje de vuelta a casa, había dispuesto de tiempo más que suficiente para reflexionar sobre su vida. No le habría importado formar una familia, desde luego. Pero tener que soportar su depresión y sus pesadillas… eso no se lo deseaba a ninguna mujer. No estaba hecho para ser un buen marido, ni tampoco un buen padre. En ese momento, sin embargo, tenía la oportunidad de rescatar a alguien de una situación terrible. ¿Qué clase de hombre sería si se negaba a actuar?
Haría lo que tenía que hacer por el bien de Quint y de su hijo. Trataría a Hannah como a una hermana, mantendría las distancias, evitaría cualquier contacto físico que pudiera ser malinterpretado. Y cuando volviera Quint, firmaría los papeles del divorcio y se la entregaría al padre de su hijo, intacta.
Su comportamiento estaría a salvo de todo reproche.
Hannah lavó los platos de la cena y se los pasó a su hermana Annie para que los secara. La brisa vespertina agitaba las cortinas de tela de saco de la ventana, refrescando el interior de la casa. Cantaban los grillos en los sauces del arroyo.
Annie, que tenía dieciséis años, charlaba animada sobre el vestido que se estaba haciendo. Hannah intentaba escucharla, pero sus pensamientos se agitaban inquietos como una bandada de mirlos. Tres días atrás, su madre había abordado el tema de su embarazo. La discusión había terminado en lágrimas. Era consciente de haberle fallado a su familia. A no ser que Quint volviera para casarse, se montaría un escándalo… y tendrían una boca más que alimentar. Peor aún; ella quedaría marcada como una mujer caída, deshonrada. Su reputación proyectaría su sombra sobre la familia entera, principalmente sobre sus hermanas.
Había estado tan enamorada… Aquella noche, había sido incapaz de negarle nada a Quint… ni siquiera su cuerpo joven y bien dispuesto. ¿Pero cuántas vidas quedarían afectadas por aquel insensato error?
Oyó roncar a su padre, repantigado en su sillón, y sintió una punzada de ternura. Soren Gustavson trabajaba de sol a sol, cultivando el huerto y atendiendo a los cerdos. Por fuerza tenía que haberse enterado del estado de su hija. Pero el embarazo era un asunto de mujeres, y él estaba demasiado agotado para lidiar con ello. Su cuerpo, gastado por el exceso de trabajo, empezaba a acusar las primeras señales de la vejez. El bebé de Hannah añadiría una carga más a sus encorvados hombros.
Sobre su cabeza, el suelo del altillo donde dormían los pequeños crujió bajo los pasos de su madre. Mary Gustavson siempre sacaba tiempo para acostarlos y hacerles rezar sus oraciones. Esa noche, sin embargo, no se oía aquella serena cadencia de costumbre en sus pasos. Parecía inquieta, nerviosa.
Durante la cena, había mencionado algo sobre una inminente visita de Judd Seavers. Pero la visita de un vecino no era razón para ponerla tan nerviosa. Judd iría seguramente a hablar del prado fronterizo a su rancho. Los Seavers llevaban intentando comprárselo a Soren durante años. Y Soren siempre se había negado. Esa vez no sería diferente.
Mary bajó las escaleras, alisándose el pelo. Se había cambiado su arrugado delantal por uno limpio, recién planchado.
—Lávate la cara, Hannah. Tienes una mancha en la mejilla. Luego ven aquí para que te peine. ¡Eres demasiado mayor para llevar esas trenzas!
Annie soltó una risita mientras Mary arrastraba a Hannah hacia el aguamanil. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué debería importarle a nadie el aspecto que ofreciera a Judd? Ciertamente la había visto con trenzas antes… y desde luego no se había parado a mirarla dos veces.
Esbozó una mueca mientras se dejaba peinar, con sus pensamientos viajando aún más veloces que las manos de su madre. ¿Cómo podía saber Mary que iba a ir Judd, a no ser que hubiera hablado antes con él? ¿Y qué podía querer él de ellos, que no fuera la tierra que deseaba comprarles?
El corazón le dio un vuelco en el pecho. ¿Y si algo malo le había sucedido a Quint? ¿Y si la familia había sabido algo, y era Judd el