La madre de Judd se había criado en una adinerada familia de Boston. Siempre se enorgullecía de hablar con extremada corrección y esperaba que sus hijos hicieran lo mismo en su presencia.
—Perfectamente, madre. Sólo sufro alguna molestia de cuando en cuando —su propio cuerpo lo estaba desmintiendo a gritos.
—Tu padre se habría sentido muy orgulloso de ti.
—Eso espero.
—No tendrás mucho tiempo para descansar —le dijo Quint—. Tenemos unas doscientas vacas esperando soltar sus terneros. Pero me rondaba por el cacumen que ya contabas con ello.
—¿Te rondaba por el cacumen? —su madre hizo un gesto desdeñoso—. Habla siempre correctamente, Quint. La gente te juzgará precisamente por tu manera de hablar. De todo lo que te he enseñado, recuerda eso al menos.
—Creo que empezaré a hablar mal en cuanto salga de aquí —musitó Quint al oído de su hermano.
El silbato del tren sonó de nuevo.
—¡Viajeros al tren! —gritó el maquinista.
Quint se volvió entonces hacia Hannah y le acunó el rostro entre las manos.
—Te escribiré en cuanto pueda —le prometió—. Y cuando vuelva rico… ¡tú y yo celebraremos una boda como este condado nunca ha visto ni volverá a ver!
A esas alturas, la chica ya estaba llorando.
—No me importa que te hagas rico. Lo único que quiero es que vuelvas conmigo, sano y salvo.
Quint le dio un beso duro y rápido antes de colgarse la mochila de un hombro.
—Madre —volviéndose hacia ella, la besó en una mejilla.
La anciana seguía apretando los labios. No le devolvió el beso. Por fin, Quint se dirigió a su hermano:
—Podéis mandarme las cartas a la estafeta de Skagway. Las recogeré allí siempre que pueda, y procuraré contestaros.
Judd volvió a estrecharle la mano.
—Sigue el consejo de tu chica. Vuelve sano y salvo.
—¡Viajeros al tren!
La máquina ya estaba soltando vapor. Estaba empezando a moverse cuando Quint saltó al estribo, sonriente, y desapareció dentro del vagón. Segundos después se asomaba por una de las ventanillas, saludando con la mano.
La chica echó a correr por el andén. Hasta que el tren ganó velocidad y la dejó atrás.
Sin aliento, Hannah deshizo el camino que había hecho corriendo. Sentía una punzada de dolor en un costado. Se le había roto un hombro del vestido, y se arrebujó en el chal para cubrirse.
La señora Seavers y Judd la esperaban bajo el techado del andén, tan fríos y orgullosos… No eran en absoluto como Quint, que la había querido y le había hecho reír, y no le había importado que su familia fuera pobre…
¿Qué haría sin Quint? ¿Y si no volvía? Aminorando el paso, intentó imaginar cómo sería Alaska. Había oído historias sobre osos gigantescos, manadas de lobos, horribles tormentas de nieve, aludes y hombres sin ley que se no se detenían ante nada. El pensamiento de Quint en un lugar semejante la llenaba de terror.
Judd se había colocado detrás de la silla de ruedas de su madre, listo para empujarla. Cuando salieron bajo la lluvia, la anciana abrió su pequeño paraguas negro. Empapada por la lluvia y luchando con las lágrimas, Hannah los siguió hasta la calesa.
Previsiblemente, la dejarían en su casa. Después de aquello, probablemente no volvería a poner los pies en el rancho Seavers hasta que volviera Quint. Los Seavers eran una familia acomodada, con un gran rancho, una gran casa y mucho dinero en el banco. Los padres de Hannah habían emigrado desde Noruega al poco de casarse. Habían trabajado duro en su pequeña granja, la única manera que habían tenido de alimentar a sus siete hijos. Como primogénita que era, no le faltaría trabajo mientras Quint estuviera fuera. Pero ya estaba pensando en las cartas que le escribiría a la luz de la vela, al final de sus jornadas.
La calesa los estaba esperando junto al almacén de la estación. Judd empujaba la silla de ruedas por el suelo irregular, procurando no manchar de barro a su madre. Sus manos grandes, llenas de cicatrices, estaban muy blancas, consecuencia de los largos meses que había pasado en el hospital. Hannah no pudo evitar preguntarse por la gravedad de sus heridas. Se movía como un hombre sano y fuerte, pero no le pasó desapercibida la manera en que tensó la mandíbula cuando levantó a su madre, que apenas pesaría cuarenta kilos, para sentarla en el asiento trasero de la calesa. Sus ojos grises tenían una mirada cansada, como si hubiera visto demasiado mundo.
Mientras Judd cargaba la silla de ruedas en el maletero de la calesa, Hannah se sentó al lado de Edna Seavers. La capota de fieltro las protegía de la lluvia, pero el viento era frío. Se arrebujó en su chal; los dientes le castañeteaban. Pensó una vez más en el tren que llevaría a Quint hasta Seattle, donde abordaría un barco para Alaska. Un misterioso lugar que no era más que un nombre para ella. Quizá le pidiera a la maestra de la escuela que le enseñara un mapa, para poder ver dónde estaba…
Judd se subió al pescante y, sin pronunciar una palabra, agarró las riendas. La calesa se puso en marcha, con sus ruedas hundiéndose en el barro. Hannah temblaba de frío cuando atravesaron la calle principal del pueblo, que apenas acababa de despertarse. El sol había salido ya, pero la luz tamizada por la lluvia era oscura, gris. El silencio de sus dos compañeros acentuaba la melancolía del ambiente.
Apretujada contra el pequeño y huesudo cuerpo de Edna, se esforzaba por permanecer quieta, Por fin, cuando la calesa estaba cruzando el puente del arroyo, ya no pudo soportar más aquel silencio.
—Seguro que tienes muchas historias de la guerra que contar, Judd… ¿Qué sentiste al galopar por San Juan Hill al lado de Teddy Roosevelt?
Judd soltó un gruñido.
—Fue Kettle Hill, no San Juan Hill. Y no galopábamos. Íbamos a pie. El único caballo que había a la vista era el que llevaba debajo el trasero gordo de Roosevelt.
—Oh. Pero tú estuviste en los Rough Riders. ¿No era una unidad de caballería?
—Las tropas de caballería necesitan caballos. Los nuestros no habían llegado a Florida para cuando zarpamos. Los Rough Riders desembarcamos en Cuba y luchamos como infantería. ¿Es que no lees los diarios?
Hannah se encogió como si hubiera recibido una bofetada. De hecho, su familia no podía permitirse comprar diarios. E incluso aunque su padre hubiera llevado alguno a casa, ella habría estado demasiado ocupada ordeñando, haciendo queso, desbrozando el huerto, fregando los suelos y ocupándose de sus hermanos para tener tiempo de sentarse un rato para leerlo.
—Bueno, era lo que había oído… Pero debió de ser glorioso cargar contra el enemigo…
—¡Glorioso! —resopló Judd con un gesto de desdén—. ¡Fue una carnicería! Setenta y seis por ciento de bajas, hombres cayendo al suelo como trigo segado… ¡todo para que Teddy Roosevelt se convirtiera en un maldito héroe!
—En serio, Judd… —los dedos de Edna, finos como patas de araña, apretaron con fuerza el paraguas recogido—… toda esta conversación sobre la guerra me está levantando dolor de cabeza, y no he traído mis pastillas. ¿Te importaría quedarte callado hasta que lleguemos a casa?
Judd soltó un suspiro y se inclinó sobre las riendas. Hannah se retorcía nerviosa en su asiento. ¿Cómo podía aquella familia tan triste haber engendrado a un Quint tan alegre y risueño? Quizá había sido una excepción. O quizá había salido a su padre, que había muerto hacía tanto tiempo.
En medio de un fúnebre silencio, continuaron por el camino flanqueado de sauces hasta llegar a campo abierto. Hacia el oeste, la nieve de los escarpados picos brillaba por encima de un manto de niebla. La lluvia repiqueteaba ligeramente