Edna Seavers la fulminó con la mirada: era, de hecho, la primera vez que la mujer la miraba en toda la mañana.
—Le he pedido a mi hijo que se calle —le recordó—. Por favor, ten la cortesía de respetar mis deseos.
—Lo siento —murmuró Hannah—. Yo sólo quería…
—Ya basta, jovencita. Y te agradecería que no volvieras a mencionar a mi hijo en mi presencia. Ya estoy suficientemente molesta con toda esta situación, y mi jaqueca está empeorando.
—Perdón —Hannah miró a Judd. Seguía mirando al frente, con los labios apretados. Evidentemente no estaba dispuesto a defenderla ante su propia madre.
Con un nudo en el estómago, bajó la vista a sus manos apretadas sobre el regazo. Ésa había sido la peor mañana de su vida. Y la presencia de esos personajes tan patéticos no estaba mejorando las cosas.
—Para el carro, por favor. Quiero bajar.
Judd se volvió para mirarla, sorprendido.
—No seas tonta. Está lloviendo.
—No me importa. Ya estoy mojada.
—Muy bien, si eso es lo que quieres… —tiró de las riendas—. ¿Podrás llegar hasta casa? Quedan todavía unos tres kilómetros de camino.
—Hay un atajo campo a través. Gracias por todo —bajó de la calesa, recogiéndose las faldas para no marcharse de barro. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Judd se la quedó mirando mientras abandonaba el camino y se internaba en un prado. Con la cabeza alta, las trenzas al viento, caminaba con la dignidad y la majestad de una reina. Los Gustavson apenas tenían donde caerse muertos, pero aquella chica tenía su orgullo.
—Vámonos —dijo Edna.
—Claro —se puso nuevamente en marcha—. No has sido nada amable con ella, madre. Deberías haberte disculpado.
—¿Por qué? ¿Para tenerla merodeando por la casa mientras Quint esté ausente? Echaré de menos a tu hermano, desde luego, pero espero que se quede fuera el tiempo suficiente para que esa chica se busque a otro. Es bonita, sí, pero también pobre y ordinaria. Desde luego, no es de nuestra clase.
Judd no dijo nada. Las opiniones de su madre no habían cambiado en cinco años. Discutir con ella sería una pérdida de tiempo.
Miró hacia el prado. Todavía podía ver la mancha roja del vestido de Hannah destacando en el amarillo apagado de la hierba. La siguió con la mirada hasta que desapareció entre unos árboles.
Dos
19 de mayo de 1899
Querido Quint…
No quería que la vieran sus padres, porque entonces le encargarían una nueva tarea. La mayor parte del tiempo eso no le importaba. Pero aquella carta no podía esperar.
Tenía que terminarla y llevarla al pueblo antes de que el tren del oeste se llevara la correspondencia.
La sombra de los álamos moteaba su falda extendida mientras apoyaba el cuaderno sobre las rodillas.
El arroyo bajaba crecido con el deshielo de las nieves de la montaña. El agua reía y susurraba. Una urraca protestaba encaramada en la copa de un pino.
Fortalecida en su resolución, apretó la punta roma del lápiz en el papel y empezó a escribir.
Es primavera. Las violetas florecen en los prados. Bessie ha parido otro ternero. Papá me dejó que lo ayudara con el parto…
Se interrumpió, frustrada. Estaba malgastando tiempo y papel. No había forma de atenuar el efecto de lo que tenía que decirle a Quint. Lo mejor que podía hacer era escribírselo claramente y terminar de una vez por todas.
En los meses que Quint llevaba ausente, Hannah no había recibido una sola carta suya. Pero Alaska estaba muy lejos. Quint le había advertido de que quizá viajara hasta zonas muy remotas donde no existía servicio postal, y que por tanto no tenía que preocuparse si no recibía noticias suyas. Pero estaba preocupada. Desde su partida, la ansiedad había sido una constante compañera, un parásito que le había devorado las entrañas día y noche. Sobre todo en ese momento.
Sólo el recuerdo de los fríos ojos de Edna Seavers y la indiferencia de Judd le habían impedido atravesar el prado para llamar a la puerta de su casa. De todas maneras, habría sido perder el tiempo. Dado que ella misma no había recibido noticias de Quint, su madre y su hermano se encontrarían seguramente en la misma situación.
En cuanto a las cartas que le había escrito fielmente y llevado al pueblo cada semana, podían estar en cualquier parte, perdidas en cualquier punto entre Colorado y el helado norte. Sólo podía rezar para que aquella última llegara a sus manos y él volviera a casa.
El primer mes, cuando tuvo una falta, no le había dado mayor importancia: sus reglas siempre habían sido irregulares. Pero cuando la falta se repitió en el segundo, un secreto temor empezó a corroerla por dentro. La última semana, cuando empezó a devolver por las mañanas, toda duda quedó despejada. Después de haber visto a su madre pasar seis embarazos, conocía los síntomas demasiado bien.
Hasta el momento se las había arreglado para disimular su estado a su familia. Pero su madre no tardaría en descubrirlo. Otro par de meses y el pueblo entero sabría lo que Quint y ella habían estado haciendo en la oscuridad del granero aquella tarde. Rasgó la página del cuaderno, la arrugó y empezó de nuevo.
Querido Quint,
Tengo algo importante que decirte…
El nudo que sentía en el estómago se cerró aún más. Quint había estado tan entusiasmado con su gran aventura…. La noticia lo dejaría destrozado. Era posible que incluso le echara la culpa a ella. Seguramente entendería que su deber no era otro que volver y casarse, pero no se sentiría nada contento con la perspectiva. Quint se le había quejado de la carga que suponía llevar el rancho y tener que soportar a su quejumbrosa madre. Por mucho que afirmara quererla, Hannah sabía que se sentiría atrapado con una esposa y un hijo…
Pero, a largo plazo, ni los sentimientos de Quint ni los de ella misma importaban. Un bebé estaba en camino: un espíritu inocente que se merecía una madre, un padre y un buen nombre. Un nombre honrado. Haría lo que tenía que hacer, y Quint también. No era el mejor principio para un matrimonio, pero llevaban años amándose. Si Dios lo quería, serían felices.
Si pudiera conseguir su palabra… Empuñando el lápiz, se inclinó sobre su cuaderno.
Vamos a tener un hijo, querido mío. Nacerá para diciembre. Sé lo mucho que quieres hacer fortuna en Alaska. Pero ahora tenemos que pensar en el bebé. Tienes que volver a casa para que nos casemos, cuanto antes mejor.
Cuando terminó la carta, tenía la vista nublada por las lágrimas. Dobló la hoja de papel y se la metió en un bolsillo del delantal. Acarició las monedas que allí guardaba y que había logrado ahorrar para comprar un sobre y un sello de correos.
Todas sus esperanzas y oraciones viajarían en aquella carta. De alguna manera tendría que conseguir llegar a Alaska, hasta donde estaba Quint. No podía ser de otra manera.
6 de junio de 1899
Judd llevaba cabalgando desde el amanecer, revisando los puntos sensibles del cercado por donde una vaca podía escaparse o herirse con el alambre de espino. Ya era mediodía y el sol ardía al rojo vivo. Estaba fatigado, sudoroso, con la garganta seca como papel de lija. Pero tenía que admitir que disfrutaba trabajando. Cualquier cosa era mejor que estar tendido en aquel horrible hospital, escuchando los gemidos de hombres que no volverían a sus casas más que dentro de una caja de pino.
Al llegar al abrevadero, desmontó. Mientras